Añorando al legítimo paisa
Por: Juan Fernando Pachón Botero

@elmagopoeta

Añoro al paisa que narraron nuestros mayores, mismo que encarnaron con moderación y decencia probadas. Ese entrañable personaje que aún habita en el rincón más amable de nuestras evocaciones. Ese ancestral campesino de mirada sincera y vejez digna, que solía estar en pie desde muy temprano en la mañana, incluso desde mucho antes de que el sol arrojara sus primeros rayos sobre el horizonte, emulando el ritmo circadiano de los gallos en coro.

Ese tenaz labrador de alma buena y gesto sereno, que honraba el campo con sus vigorosas manos, cual apéndices que conectaban su espíritu con el sacro suelo. Esa abnegada madre y esposa de silueta corva, que administraba el hogar con sabiduría y amor incondicional, entregada en cuerpo y alma a la custodia de los suyos. Ese trabajador incombustible de sonrisa amplia y piel marchita, que no obstante la ardua labor, conservaba los arrestos suficientes para empujarse sus dos aguardientes dobles antes de caer rendido en su modesto lecho. Ese prodigioso poeta de tufo anisado y existencia trágica, que plasmaba en sus letras la belleza de lo simple, la simpleza de lo bello. Esa recia matrona de rostro ajado y andar cansino, que dedicaba sus jornadas a cultivar su huerta, a brindarles maíz a sus gallinas y a darle el toque secreto a sus fríjoles de leña.

Aquellas aventuras de arrieros arrojados, que a lomo de mula se abrían paso a través de escarpadas montañas, hoy por hoy se desvanecen en la memoria colectiva, dando la sensación de no ser más que historias pintorescas, fábulas de otro tiempo, que a duras penas han hallado su nicho en los almanaques costumbristas, y si acaso, en los festivales de pueblo. ¿Dónde quedaron los valores que engrandecieron nuestra historia?, colmada de épicas hazañas, de conquistas de vírgenes territorios, de empresas florecientes. La Antioquia grande se forjó gracias al quehacer mancomunado de una raza admirable de hombres y mujeres, que a fuerza de tesón y disciplina lograron fundar una próspera región, que durante décadas fue el espejo donde muchos se querían ver.

Todavía guardo en mis recuerdos esa vívida estampa del paisa de pura cepa, el auténtico, dueño de una honorabilidad innegociable, ataviado de poncho, sombrero y alpargatas, con su carriel a reventar, saturado de toda clase de artículos en cualquier caso necesarios, desde una brújula casera hasta una navaja multiusos. Cuánto lamento que las actuales generaciones se hayan dejado seducir por la frívola sociedad de consumo, por los modelos culturales impuestos, por la sofisticación del aroma extranjero, que los ha ido alejando paulatinamente de sus verdaderas raíces, extraviando la identidad histórica que nos resume como pueblo. Siquiera se murieron los abuelos, como bien dijo el “poeta de la raza”, Jorge Robledo Ortiz, oriundo de Santa Fe de Antioquia.

El otrora hábil negociante, que con astucia natural pactaba el trato más conveniente para sí, pero siempre cuidándose de no transgredir a su interlocutor, ha dado paso al estafador sistemático e institucional; ése que predica con tonto orgullo la consigna trasnochada de que el vivo vive del bobo. Ya la ecuación no está definida bajo los parámetros de justicia y equidad entre ambas partes de un convenio en particular, sino por las nuevas reglas del tóxico juego empresarial: ¿qué es lo más conveniente para mí, sin importar el bienestar del otro? Anteriormente se erigían un gran sinnúmero de fructíferas industrias, a cargo de hombres visionarios que servían, a su vez, como faro a las camadas venideras. En la actualidad, sin desconocer que aún se conservan ciertos trazos de antaño, han ido tomando fuerza una serie de voraces e impúdicos empresarios, máximos exponentes de la sociedad líquida, educados en las universidades más refinadas, pero sin las suficientes bases morales e intelectuales que demanda su privilegiada posición. Y más preocupante aún, acolitados por una nueva clase política de su mismo o peor pelaje, dedicados a exprimir a las clases más precarias y desfavorecidas, hasta reducirlas a un vil despojo de voluntades contrariadas.

No hay que ser un genio de laboratorio para inferir que dicha pérdida de valores obedece, más allá de cualquier consideración de otra índole, al resquebrajamiento del núcleo familiar, que ha de actuar como una amalgama poderosa en torno a la cual surge una responsabilidad común, casi tácita, de salvaguardar, tanto los bienes materiales como el patrimonio intangible. Así pues, dada la ausencia de un factor moral aglutinante, se logra entender la fractura irreconciliable de nuestra sociedad, que produce “lobos solitarios” en masa, sin el suficiente vigor espiritual para halar de la cuerda en el sentido que exigen las actuales circunstancias.

De niño me entusiasmaba con la idea de una raza emprendedora; sentía inmenso júbilo por las pequeñas gestas que mi abuelo me contaba, justo después de la cena. El orgullo por ser uno más de aquella estirpe ganadora me rebozaba. Muy diferente es mi sensación ahora, la cual, tristemente, tiende a agudizarse con el correr de los años. El típico “paisa berraco” (aplica para los dos géneros), que tan bien supimos vender, salvo contadas y notables excepciones, se ha ido deformando en un individuo retrógrado, arribista, rezandero, inculto, de mal gusto y escaso criterio, supersticioso, asolapado y, en cierta forma, de tendencia fascista. Se las da de muy buena persona, pero al menor descuido no duda en clavar el puñal por la espalda. Acude a misa con exaltado fervor y escapulario en mano, pero apenas pone un pie fuera de la iglesia, echa a Dios, con toda su legión de santos a bordo, por el retrete y se convierte en el apóstol de lo mundano, dando rienda suelta a sus más bajas pasiones. Por fortuna puedo decir que tengo la plena autonomía de escoger a mis amigos y seres más cercanos, y por ende ninguno de ellos es harina de este costal… hasta el día que demuestren lo contrario, y como tales dejarán de pertenecer al círculo social de mis afectos. Ellos sabrán muy bien de quiénes hablo.

Si bien es cierto que cualquier tipo de análisis o juicio de valores que se pretenda hacer no puede desligarse de nuestra condición de país tercermundista, con sus habituales vicios y taras, cada día me convenzo más de que el peor error de nosotros los antioqueños, cuya lograda reputación pretendemos conservar, es habernos creído el cuento de que el hecho de ser paisa (según los cánones estereotipados, difundidos por el imaginario popular y la rancia tradición oral) es una gran virtud per se, cuando, más bien, tal elucubración cultural debería fortalecerse día a día mediante hechos concretos, contundentes. Expresado de otra forma, un buen paisa ha de ganarse dicho calificativo por ser un ciudadano ejemplar, un fiel arquetipo de nuestras raíces vernáculas si se quiere, y no por un mero accidente del destino que a bien tuvo en depositarlo en estas geografías: un buen paisa no nace, se hace.

Debemos erradicar por completo esas frases hechas, absolutamente idealizadas y engañosas: “Los paisas somos los mejores”, “ser paisa sí paga”, “los paisas son la putería”, “el empuje paisa”, … No alcanzan, tampoco, las etiquetas promocionales de feria: “la tacita de plata” (primero solucionemos el tema de las basuras), “la ciudad de la eterna primavera” (primero solucionemos el tema de los altos índices de contaminación urbana), “el mejor vividero de Colombia” (primero solucionemos el tema del insufrible caos vehicular, y velemos por la implementación de un plan serio y responsable de ordenamiento territorial), “la bella villa” (primero solucionemos el tema de la cultura ciudadana y la violencia intrafamiliar, la madre de todos los males), “la ciudad más innovadora del mundo” (primero solucionemos el tema de la baja calidad de la educación básica primaria y secundaria y las altas tasas de deserción universitaria). Tenemos que ser conscientes de que, si bien, nuestra idiosincrasia ha sido digna de admiración y respeto durante lustros atrás, no nos podemos dormir sobre los laureles, alimentando nuestra vanidad valiéndonos de la falsa propaganda. No basta sólo con decirlo a boca llena; tenemos que reafirmarlo día tras día. Guardando las debidas proporciones, uno de los ejemplos más elocuentes se dio en Japón, país que protagonizó un verdadero milagro económico a mediados del siglo XX (luego de la rendición en la Segunda Guerra Mundial a manos de EEUU, dadas las hecatombes de Hiroshima y Nagasaki), alcanzando la cúspide financiera en los años Setenta y Ochenta. Sin embargo, a principios de los años Noventa, el Imperio del Sol Naciente experimentó una burbuja inmobiliaria sin precedente alguno, que lo tuvo contra las cuerdas en términos macroeconómicos. Según estudios de la época, dicha crisis bursátil se debió, en gran medida, a que los jóvenes japoneses, hijos malcriados a los cuales nada les faltaba, convencidos de que la prosperidad monetaria era un derecho heredado por obra y gracia de su condición nipona, se dedicaron a derrochar vulgarmente el dinero de sus progenitores, sin preocuparse en lo absoluto por aportar a la economía nacional, restándole vitalidad al engranaje industrial, cuya eficaz inercia les había traído tan buenos dividendos en el panorama internacional. Está claro que no tenemos los pergaminos ni el peso específico de Japón, pero bien vale el ejemplo para ilustrar la actual problemática que aqueja a nuestro departamento.

Un colofón que viene como anillo al dedo es el caso de Hidroituango, megaproyecto insignia del departamento y bandera de campaña de gran parte de la fauna política local (aunque ahora se ha quedado súbitamente huérfano, por obvias razones). Es innegable que una obra de tan monumentales características – bien gestionada – habrá de traer progreso y desarrollo a la región y todas sus periferias (y ojalá así llegare a ser en un futuro no muy lejano), pero dados los hechos recientes, donde hemos quedado en total evidencia, un tufillo de corrupción e incompetencia se ha alzado sobre las montañas, dejando tras de sí una estela ennegrecida (acaso un leviatán dormido de mil cabezas) que nos sugiere una desafortunada cadena de yerros garrafales e improvisación al más alto nivel. Es aquí donde cabe la pregunta: ¿estamos preparados para afrontar una empresa de tan faraónicas dimensiones?, si ya hasta un simple edificio de veintitantos pisos representa un reto fallido para nuestros “genios” constructores. Tanto la ingeniería como la clase dirigente antioqueña deben hacer un mea culpa riguroso y asentar los pies sobre tierra firme, no chutándose la pelota entre unos y otros, tal como lo vienen haciendo con descaro insultante. Ahora se han calmado un poco las aguas, pero es urgente revisar la génesis de tan descomunal descalabro, por no decir ridículo. Todavía quedan muchas preguntas sin resolver y no parece que haya una firme intención de poner el dedo en la llaga, ni mucho menos el ánimo para llegar hasta las últimas consecuencias. No obstante, si queremos volver a los días de la Antioquia Grande y pujante, la del primer y único metro (hasta la fecha) de Colombia, la de los inmensos cafetales gobernados por gente de bien, la de la industria textil de exportación, la de la empresa más eficiente de servicios públicos de Latinoamérica, la de los líderes que sí trabajan por su pueblo; en definitiva, si queremos volver a ser el departamento pionero en Colombia, envidiado y admirado por muchos, debemos empezar por reconocer que ya no somos lo que éramos, partiendo de la premisa de que un enfermo sale avante sólo en la medida en que es plenamente consciente de su enfermedad. Amanecerá y veremos, mis queridos paisas, los genuinos, los de carne y hueso, los que aún osan enaltecer nuestras verdes cumbres, nuestros luengos valles, nuestra fértil tierra, y que a pesar de las desventuras y vicisitudes no cejan en su empeño de volver a saborear las mieles de un ayer glorioso.