BREVE HISTORIA DEL OCIO, LA PEREZA Y EL TRABAJO
Por: Juan Fernando Pachón Botero

@elmagopoeta

BREVE HISTORIA DEL OCIO, LA PEREZA Y EL TRABAJO

Los cielos se tornaron negros. El viento embravecido se levantó como una montaña helada. Rugió la tierra en medio de la terrible tempestad: la naturaleza contemplaba la furia de Yahveh, el Dios castigador, vigilante, inquisidor, con su mirada hecha fuego. Tremebundo ataque de histeria celestial se debió al simple hecho de que un tal Adán, respondiendo a sus urgencias hormonales, rompió un pacto de convivencia, previamente establecido. Así las circunstancias, Adán cayó como un corderito de Pascua, víctima de la sensual y acalorada Eva, quien se valió de sus artes de mujer fatal. Su objetivo: seducir al primer galán de la historia. Ambos mordieron una fruta prohibida, de muy dudosa reputación y sabor a gloria.

Ese fue su error imperdonable. Entonces sentencio Yahveh al primíparo pecador, con su voz de trueno bien aceitada: “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado. Porque polvo eres, y al polvo volverás.” La acongojada pareja fue expulsada del paraíso tropical cuales perros sarnosos. Eva supo de los dolores del parto. Y Adán abandonó sus plácidas jornadas contemplativas para dedicarse al duro sostén de su mujer y sus futuros críos. Eso, al menos, asegura el Antiguo Testamento en el capítulo del Génesis, un melodrama con todos los condimentos de un best seller juvenil. Pero no es del caso tocar fibras sensibles. Más bien destaquemos la visión antigua que se tenía del trabajo (y también de la mujer, en su papel satanizado), pues claramente se observa en aquella cruda fábula de la mitología judeocristiana un mensaje velado, que eleva a la categoría de castigo divino el hecho de tener que labrar la tierra.

Los griegos tuvieron una percepción menos dramática del trabajo, con su legión de grandiosos filósofos y avezados pensadores, y su amor por las artes y la democracia. Ellos no concibieron el quehacer cotidiano tal como lo entendemos hoy. En lugar de eso, se lanzaron a la aventura del conocimiento, de una manera plena y feliz, sin la cruz que significa la furiosa dinámica de la oferta y la demanda laboral que hoy padecemos. Obviamente tenían un refinado sistema socioeconómico que permitía desplegar estas libertades. Cuando el hombre está en paz y se despoja de sus ataduras, se vuelve curioso y desarrolla una sensibilidad muy aguda hacia las pequeñas cosas y los detalles mínimos, lo que le permite trascender hacia la excelencia. Así las cosas, Pitágoras, el primer matemático puro de la historia, sentó las bases de la ingeniería moderna, gracias al teorema que lleva su nombre. No es de muy grata recordación entre los estudiantes vagos y las reinas de belleza. Demócrito y Leucipo, los pioneros de la teoría atómica, imaginaron la estructura de la materia, desmenuzándola hasta su mínima expresión: lo que hoy denominamos átomo (sin división). Reza la leyenda que Demócrito, en un ataque de locura ascética, decidió arrancarse los ojos, con el fin de librarse de las distracciones mundanas que pudieran interrumpir sus hondas jornadas de meditación. Eratóstenes, geógrafo y astrónomo destacado, tuvo la genialidad de calcular el tamaño de la Tierra, valiéndose de rudimentarias herramientas y de su portentoso dominio de la geometría y el sentido común. Sócrates, el Pelé de la filosofía, tuvo una mirada revisionista del Estado y los dioses griegos, lo que le valió la reprimenda del gobierno democrático de Atenas. Fue condenado a la pena capital, pues lo consideraban una mala influencia para la juventud. Un bebedizo de cicuta puso fin a sus días, pero al tiempo de hoy aún se celebra su legado. Platón, el alumno aventajado de Sócrates y a su vez tutor de Aristóteles, fundó la academia y elaboró un extenso tratado acerca del Ser y sus implicaciones en el plano metafísico, elevando al Olimpo el mundo de las ideas. Aristóteles, maestro de Alejandro el grande y filósofo de cabecera de la iglesia hasta los días de la Ilustración, estableció la escuela peripatética, en donde el sabio se paseaba junto a sus discípulos por los jardines helenos, debatiendo acerca de asuntos de este mundo y del otro. En otras ocasiones se congregaban en el gimnasio, donde acudían desnudos, para ejercitar sus músculos y su mente…y quién sabe qué otras cositas. Sus enseñanzas tuvieron vigencia hasta los días de la Revolución Copernicana. Diógenes de Sinope, el cínico, erudito de difícil comprensión y extravagantes maneras: mi favorito, de lejos. Dedicaba su tiempo libre al entendimiento de todo cuanto lo rodeaba. Su imagen era desaliñada y se comportaba como un troglodita. Vivía en una tinaja, vestía harapos, comía con la mano, compartía su tiempo con una jauría de perros y no se esmeraba en el buen trato a las personas. Se dice que un día Alejandro Magno, el hombre más poderoso de su tiempo, le visitó, inquietado por la fama que cargaba el filósofo con aspecto de mendigo, interrumpiendo su meditación. El líder macedonio le saludó con entusiasmo, a lo que Diógenes le replicó de manera insolente: “quítate de mi vista que me tapas el sol”. Alejandro le perdonó la vida, pues se le hizo gracia el comentario. Diógenes siguió llevando una existencia reflexiva y austera al extremo. Fundó la escuela del Cinismo. Ya saben, entonces, de dónde proviene el significado de la palabra. Así pues, fueron varios siglos de una labor reparadora y con alto sentido pragmático, donde se alcanzó una cúspide intelectual muy difícil de emular. Aunque también es justo destacar que practicaban un esclavismo moderado, como en la mayoría de las culturas antiguas. En cualquier caso, son considerados como los padres de la civilización occidental. ¡Qué no es poca cosa!

Los romanos tomaron el legado griego en muchas de sus manifestaciones sociales y artísticas, y al igual que éstos, se esmeraron en sacarle el máximo provecho a su tiempo libre, pero tuvieron una visión más sofisticada, y si se quiere libertina, respecto al ocio. Si bien es cierto que vieron desfilar notables hombres de leyes, ingenieros descollantes, artistas virtuosos y pensadores agudos, también tuvieron un gran número de emperadores que implantaron en sus gentes una cultura del asueto y la diversión a un nivel jamás visto. Como no hay espacio para atender a todos los inquietos emperadores que desfilaron por el Imperio, vamos a detenernos únicamente en la dinastía Julia Claudia para hacernos una idea de lo que se quiere expresar. Todos, sin excepción, unos más que otros, alternaban sus labores de gobierno con pomposas fiestas y bacanales dignos de la mansión Playboy, donde se rendía un culto exacerbado a los placeres de la carne y a los excesos de la comida y el vino. Julio César (éste no fue emperador, sí dictador) fue un militar y estratega brillante, así como un amante fogoso. Conquisto las Galias, y también a cuanta dama y caballero se le cruzaba en el camino o en el campo de batalla. Se le acusó de organizar orgías místicas. Augusto, el primer emperador, supo muy bien cuidar su imagen, y su vida pública no se vio manchada por grandes escándalos sexuales, aunque sí se sabía de su gusto, tanto por hombres como por mujeres, algo muy normal en la Roma imperial. Su hija, Julia la mayor, tuvo que sacar la cara por la familia desde muy tierna edad. Se revolcó entre sábanas con un sinnúmero de senadores, pretores, esclavos, y me atrevería a decir que hasta con fieras salvajes. Fue llamada la viuda alegre de Roma. Tiberio, un tirano con todas las letras, solía internarse en su isla de Capri con su corte de mancebos, los cuales estaban especialmente adiestrados para que nadaran desnudos junto al lujurioso emperador. Les llamaba cariñosamente: mis pececillos. El retorcido anciano también era un aficionado al sexo anal, y solía utilizar bebés para su propio placer sexual. No les digo cómo para no dañarles la lectura. Calígula, el más loco entre los locos, dedicaba gran parte de su tiempo a menesteres más “divinos”, empeñado en hacerse Dios supremo; también en perseguir a sus hermanas y en mimar a su caballo Incitatus, al cual hizo cónsul y le erigió un castillo propio de un rey. Quizás Claudio fue el más austero, pero también se dejó entusiasmar por el poder. De él poco se esperaba, dada su torpeza, cojera y tartamudez, así como por su apariencia frágil y enfermiza, pero su gobierno le trajo más prosperidad que escándalos al imperio. Será recordado por la conquista de Britania… Y también por su desjuiciada esposa, la emperatriz Mesalina. Era una come hombres redomada, una depredadora sexual, una ninfómana de campeonato mundial… Se me acaban los calificativos. En las noches, mientras su esposo roncaba como una marmota, se escapaba a hacer todo tipo de “diabluras” con el perro y con el gato. Incluso, tuvo el descaro de organizar un concurso, una suerte de maratón sexual, con la prostituta más alentada de Roma, a ver quién se mandaba más hombres en una sola noche. Mesalina derrotó por unanimidad a la exhausta contrincante. Fue como un partido de fútbol entre Brasil y las Islas Caimán.  Se dice que la cifra iba por doscientos machotes cuando al fin cayó rendida la muy glotona. Nerón, el arquetipo de la maldad: uno de los villanos predilectos de Hollywood, se la pasaba tocando la lira y recitando poemas heroicos, muchos de ellos dedicados a Esporo, su amante esclavo, con el cual se casó, vistiéndolo de mujer. En otras ocasiones ocupaba sus largas horas de ocio en faenas sexuales con su propia madre, la joyita de Agripina. Cuando estaba de buen humor agachaba el dedo desde su palco, en el coliseo, para ver rodar cabezas de cristianos, o se exhibía por los pasillos de palacio, disfrazado de doncella. Digan ustedes si esta dinastía no se sabía divertir. Así pues, el imperio romano se habituó a la vida disipada, pues las costumbres non sanctas de los césares de turno fueron copiadas por el pueblo mismo. Quizás, al final de las cuentas, fue esa generosa forma de entregarse al desenfreno y a las artes del entretenimiento lo que les llevó a su colapso estrepitoso. Fue una sociedad extraordinaria, que aún es recordada en nuestros días, por sus obras de ingeniería, por su coliseo y sus gladiadores, por sus grandes oradores y hombres de leyes, por sus senadores de toga blanca; pero también por su grandilocuencia y ruidosos escándalos, fruto de su peculiar forma de entender la vida. No es un secreto para nadie, pues, que los romanos encontraron en el sexo la mejor terapia contra el estrés y el aburrimiento… Aunque se les estaba yendo un poco la mano. Pero que fueron grandes y dignos de admiración, no les quepa la menor duda.

…Y cayeron los romanos a manos de los bárbaros, con su aliento a carne cruda y sus modales animales. Fueron hordas de salvajes preparados para la guerra, pero no así para el gobierno y la administración pública. Quizás este modus operandi fue el germen portador del infortunio, el cual se incubó por toda Europa contaminando su cultura, lo que derivó en un periodo gris de mil años, bautizado como la Edad media, donde el viejo continente se quedó huérfano de ideas grandiosas, de líderes innovadores, de avances tecnológicos, … y de buenos trabajadores, por supuesto. Aunque ésta es una verdad a medias, pues el Oriente Medio estaba en su cresta por aquellas fechas, saboreando su glorioso momento histórico de notables logros en todos los saberes. Pero como la historia ha sido dictada por los vencedores, árabes y musulmanes no lograron el reconocimiento esperado. Ya volviendo a Europa, fue ésta una etapa de maduración que duró alrededor de diez siglos, a la manera de un rudimentario laboratorio de los futuros cambios que se vendrían como una avalancha incontenible: el Renacimiento (siglo XVI). Artistas de todas las condiciones poblaron las calles, inventores prodigiosos, astrónomos que leyeron los cielos, pensadores que fundaron escuelas del conocimiento. La humanidad se vio ampliamente beneficiada de este brote maravilloso de artes y ciencias. Los mecenas, como los Medici de Florencia, favorecieron el arte y la belleza; las altas jerarquías eclesiásticas, como el papa Julio II, alentaron a los artistas a seguir sus musas inspiradoras. Todo aquel que naciera con un don especial tenía el camino allanado para avivar su llama creativa, con la tranquilidad que da una renta vitalicia o una mesada periódica. Leonardo Davinci pudo dedicarse de lleno a estudiar la anatomía del cuerpo humano, a pintar su Gioconda, a elaborar tratados de botánica y geología, a esbozar maquetas de aparatos voladores. Mozart pudo componer sus milagrosas melodías y sacarle canas a Antonio Salieri, su principal competidor de la época. Newton pudo desarrollar su teoría de la gravitación universal, inventar el cálculo infinitesimal y ver caer manzanas. Miguel Ángel se pudo entregar en cuerpo y alma a esculpir su David y a pintar la bóveda de la capilla Sixtina. Y como ellos, muchos genios pusieron a volar su imaginación, gracias al estatus que la sociedad de la época les brindó. Sin esa simbiosis de talento y poder, el mundo no hubiera logrado cimentar las bases de su crecimiento exponencial hacia un futuro prometedor, tal como se ha dado.

En la España de Carlos I, donde el Sol nunca se ocultaba, se dio rienda suelta al ocio por el ocio. El Descubrimiento de América propició una oleada de holgazanes y vividores de la más baja calaña, quienes se dedicaron a pastar cuales vacas perezosas y a vivir de la renta fácil, gracias a una alacena llena en tierras americanas, la cual parecía no tener fondo. Se repartieron títulos de nobleza como en una baraja de naipes. Se ordenaron curas y se levantaron monasterios a un ritmo casi industrial. Se fomentó una devoción febril hacia los bienes materiales mal habidos y los títulos de propiedad, por lo general envueltos en un manto de ilegalidad. No había una clase media establecida, en la cual ha de recaer el peso de la economía de un país. En la cima de la jerarquía social estaban el rey y la nobleza, justo a sus pies; luego, el clero, con su aura de superioridad espiritual; un poco más abajo, los señores y terratenientes: los nuevos ricos del barrio. En la base de la pirámide estaban los ciudadanos de a pie, los cuales se sometían a los caprichos de los todopoderosos. También fue ésta la época de los libros de caballería y del amor cortés, la televisión de aquellos días. En las villas abundaban los Quijotes en busca de molinos de viento y Dulcineas desamparadas, pero de industria e innovación tecnológica poco o nada. España quedó atrapada en un laberinto del cual difícilmente podría salir, casi hasta la caída del franquismo. Coinciden varios estudiosos, como el historiador catalán Carlos Fisas, en afirmar que por aquella época el trabajo era mal visto por la sociedad, pues, según ésta, era una actividad destinada a los incultos y a las clases más desdichadas. Era más valioso, a los ojos de la mayoría, un juglar de plaza pública que un campesino honrado y madrugador. He aquí la clave para entender el serio atraso económico que ha sufrido España, a lo largo de la historia de la Europa moderna, con respecto de las potencias imperialistas (Inglaterra, Francia, Alemania). Y sumémosle, además, su condición de sociedad mojigata y monacal, lo que le impidió adoptar una posición más abierta y decidida frente a los cambios que se vinieron.

En el ocaso del siglo XVIII, en plena Inglaterra victoriana, la máquina de vapor de James Watt disparó la Revolución Industrial, propiciando una demanda desmedida por la mano de obra, calificada o no. Los trabajadores pasaron a ser un simple número, una cifra estadística: daba sus primeros zarpazos el Capitalismo salvaje, la joya de la corona. La producción en las empresas se desbocó a una velocidad frenética y alcanzó cotas estratosféricas. Por ende, la clase trabajadora se vio forzada a laborar extensas jornadas, ¡de hasta 20 horas!, para satisfacer la feroz exigencia mercantil. Los sueldos eran tan miserables que no alcanzaban sino para comprar pan y patatas. La carne era un artículo de lujo en la canasta familiar. Los empleados no tenían seguridad social ni ningún tipo de prestaciones. Muchos morían de tisis, dadas sus insalubres costumbres. Otros optaban por pegarse un tiro en la sien o lanzarse a las frías aguas del Támesis. No había lugar para la diversión y el esparcimiento en familia. Los niños, ¡desde los siete años!, eran arrojados inmisericordemente a las fábricas y a las minas. El aire que se respiraba en la ciudad era tóxico y formaba una bruma espesa, como se suele apreciar en la lúgubre atmósfera londinense de las películas de Sherlock Holmes y Jack el destripador. Sin más eufemismos, este sistema económico no fue más que una brutal maquinaria esclavista, matizada por el hecho de que mediaba un pago periódico, modesto por donde se le mire, el cual no alcanzaba ni siquiera para llevar una vida medianamente digna. Y lo peor era que no había ninguna opción diferente, ningún otro camino para transitar. O se sometían al trabajo infrahumano o se morían a su suerte, como perros callejeros. Los únicos ganadores en esta ecuación diabólica fueron los ricos ociosos, que dedicaban su tiempo libre a engordar como marranas y a ver correr el dinero en sus vigorosas cuentas bancarias, el cual gastaban en costosos artículos de consumo que no necesitaban y en exóticos abrigos de piel a sus esposas regordetas o a sus amantes en la clandestinidad. Al cabo del tiempo, después de muchas huelgas y muertos, mejoraron las condiciones laborales y se dotó de mayor humanidad al trabajador. Henry Ford, en EEUU, contribuyó de gran manera a la causa, al duplicar el sueldo a sus empleados y optimizar sus prestaciones, señalando el camino hacia un trato más justo e igualitario. No obstante, y contradictoriamente, fue ésta la época más ilustre de Inglaterra (se dice que uno de cada cuatro habitantes del planeta era súbdito de la reina Victoria), producto de aquella explotación indiscriminada y sistemática de la clase obrera, y de las sofisticadas máquinas que se inventaron. ¿Y entonces qué decir del trato dado a los pobladores de sus colonias? Por salud mental, mejor ni hagamos cálculos. O mejor, léanse El sueño del Celta de Mario Vargas Llosa, para que se hagan una idea: gozaban de mayor estimación las bestias de carga. En esta sociedad el tiempo libre era una quimera, reservada sólo para la oligarquía y los pequeños burgueses en plena ebullición.

Poco tiempo después de terminada la primera guerra mundial, en los albores del siglo XX, y con el último zar bajo tierra (Nicolás II, de la dinastía Romanov), la teoría del Socialismo científico, impulsada por Karl Marx, el padre de la criatura, vio la luz en la Unión Soviética, que pasó de ser un Estado obsoleto y de economía rural y marchita, a convertirse en una superpotencia de proporciones épicas, que tuvo la osadía, incluso, de enviar el primer hombre al espacio (Yuri Gagarin). Se diseñó un nuevo tipo de obrero, más eficiente, con estricto sentido político y patriótico, arraigado a su tierra, pero aquejado de una psiquis compleja, en el sentido de verse atrapado en un embrollo ideológico que velaba por el bien común por sobre su bien propio, hipotecando, de paso, sus libertades más básicas, como las del pensamiento crítico y su posición moral e intelectual frente a los hechos álgidos de la nación. Visto este precepto desde un ángulo pragmático se puede antojar hasta altruista, pero en un sentido meramente antropológico y evolutivo no tiene asidero, puesto que la raza humana ha entendido su dignidad y estatus como especie a partir de sus pequeños logros en materia de autonomía y libertades individuales. Cabe destacar que este fenómeno de masas, único en la historia del mundo, rindió sus frutos durante décadas de exitosa puesta en marcha. A los ojos de los espectadores foráneos, el Marxismo-Leninismo era un sistema imperturbable, de hierro. Pero en sus entrañas carecía de solidez. Así y todo, resultaba un paisaje inspirador observar largas filas de hombres uniformados, inflamados de un nacionalismo religioso, con sus zapatos bien lustrados, su cabello impecable y sus miradas altivas, rumbo a las fábricas del aparato soviético, haciendo honor al postulado de Marx: “el trabajo dignifica al hombre”. Incluso, si un obrero se preparaba en la forma adecuada, podía aspirar a un mejor cargo y, por consiguiente, a un mayor sueldo. Tenían tiempo de ir a la ópera, practicar su deporte favorito e ir al cine. Podían compartir con sus familias en las cafeterías. Pero no todo lo que brilla es oro: si tenían un punto de vista que atentara en contra del régimen establecido, no tenían más opción que masticarlo en silencio, so pena de ser condenados a trabajos forzados en uno de los tantos Gulag (campos de concentración soviéticos donde se cometían los más horribles atropellos) diseminados a lo largo de la inhóspita y fría Siberia. Politólogos e historiadores destacados, como la reconocida divulgadora de historia Diana Uribe, apuntan que el siglo XX terminó con la caída de la Unión Soviética – y del muro de Berlín -. Fueron casi setenta años de un imperio colosal, que tuvo tal estatura tecnológica, militar, económica y política, que hasta se dio el gusto de sentarse en la misma mesa junto a EEUU. Sin embargo, su derrumbe sucedió de una manera espectacular e inesperada, como si fueran miles de fichas de dominó dispuestas estratégicamente, cayendo una tras otra sin control: el trágico fin del experimento comunista.

Y por fin llegamos a Colombia, mi patria querida, donde tuvimos que soportar el flagelo de la mafia – y las guerrillas – durante muchos lustros (y ahora seguimos padeciendo la raíz de todos nuestros males: la corrupción creciente de la clase política y la idiosincrasia del “vivo vive del bobo”). En la década de los ochenta y principios de los noventa se escribió la página más negra de nuestra corta historia como República independiente. Los esfuerzos conjuntos del gobierno local y la inteligencia norteamericana lograron tumbar a los mayores y más temibles capos de la droga, quienes pusieron en jaque a todo un Estado. Aunque a la fecha aún hay vestigios de estas organizaciones criminales, distan mucho del poder que ejercieron otrora. Sin embargo, yace todavía entre nuestra sociedad un vástago maldito de aquella nefasta época: la cultura del dinero fácil. Y no crean que es un vicio exclusivo de las clases más desvalidas y marginales, puesto que también ha hecho curso en los estratos más altos y en las gentes más encopetadas. De un lado se puede dar el caso de un adolescente rebelde, hijo de madre soltera y padre desconocido, que vive en un barrio de invasión en la periferia de una gran ciudad. Éste, bajo los efectos del basuco y el alcohol industrial, se niega ir a estudiar a la escuela, esperando un guiño del matón de la cuadra para que le otorgue el “honor” de hacerle un “mandado”, que bien puede ser el primero y el último. En la otra vereda, se puede dar el caso de un típico retoño de papi y mami, abandonado a su suerte en los brazos de la empleada doméstica de turno. Los padres, como tributo al flagrante abandono, colman al hijo de todo tipo de regalos ostentosos y licencias indiscriminadas, pero de eso que llaman los psicólogos, amor auténtico, si acaso a cuenta gotas. Dicha operación da como resultado un perfecto inútil y bueno para nada, que al ver correr el reloj de la vida no le queda más remedio que sentarse a esperar por la repartición de la herencia familiar, la cual es dilapidada vilmente en prostitutas finas, whisky sello azul y alucinógenos psicoactivos… hasta que se derrocha el último centavo y termina de arrimado donde una tía solterona con bigote, de esas que visten santos, sino es que se va a vivir bajo un puente. Y no crean que esta drástica mirada, casi apocalíptica, es producto de mi fecunda imaginación. En mi vida he conocido infinidad de personajes que encajan en los perfiles anteriormente descritos. Queda claro, entonces, que en un extremo y otro el común denominador es la distorsionada imagen que ha quedado grabada en el inconsciente colectivo de nuestra sociedad, respecto a las bondades de llevar la vida opulenta y esplendida de los mafiosos de Netflix y compañía, héroes de papel de nuestra cultura pop. Obviamente, gran parte de la culpa ha de recaer también, cómo no, en la precaria y descuidada educación que imparten muchos padres de familia e instituciones educativas. Así pues, en el mejor de los escenarios nos topamos con bachilleres poco preparados que se lanzan a la vida laboral con la expectativa de escalar posiciones, practicando la ley del menor esfuerzo y reservando sus energías para la rumba del fin de semana con la noviecita de moda. Por lo general, los lunes se hacen incapacitar por uno de los tantos médicos alcahuetas de las entidades promotoras de salud. Lo que en un principio obedece a un guayabo de padre y señor mío, pasa a llamarse enfermedad general. Lo más desconcertante y penoso de este asunto es que se trata de jóvenes saludables que no valoran el trabajo en su real dimensión, puesto que, a pesar de sus apuros económicos, no se toman con la suficiente seriedad sus obligaciones contractuales. Luego llaman desesperados a sus patronos, casi hasta el llanto, clamando por una segunda oportunidad, y una tercera incluso. Lo sé porque en mi papel de jefe me ha tocado sufrirlo una y otra vez. Y si miramos más hacia arriba, nos encontramos con unos especímenes inauditos y chocantes: los políticos. Los hay de todos los tenores: jóvenes, viejos, estúpidos, brillantes, liberales, conservadores, de izquierda, de derecha, de centro. Son nocivos y mentirosos, encantadores de serpientes, vendedores de humo. Se alimentan de la ignorancia del pueblo, en otros casos del miedo. No trabajan honradamente. No velan por el pueblo. Se roban la plata de manera sigilosa, tangencial, hasta elegante: ladrones de cuello blanco. Nadie les recrimina, pues somos un pueblo dócil, callado, indolente (a veces los señalamos por redes sociales, pero eso no es suficiente). Se han vuelto parte del decorado, del paisaje macondiano. Y cuando se ven cogidos in fraganti, con las manos en la masa, alegan persecución política o conspiración palaciega. Son cínicos, perezosos, altaneros. Se sientan en las plenarias del Senado a calentar silla, a bostezar solapadamente, a tramar tretas maliciosas. Luego tienen la desfachatez de cobrar sumas vulgares por no hacer nada, si acaso por exhibir sus modales afrancesados y apellidos distinguidos, por hablar bonito, por vestir lindos y elegantes trajes de Giorgio Armani y oler a Paco Rabanne. ¡Qué raza detestable!

Pero antes de pontificar sobre el bien y el mal, además porque no soy el gallo para hacerlo, diferenciemos entre pereza, entendida como inactividad malsana y corrosiva que conduce al fracaso, bien llamada la madre de todos los vicios; y ocio con sentido práctico, entendido como una libre expresión del ser humano que conduce a la inspiración y la belleza. Es perezoso y desdichado el joven que duerme hasta el mediodía, lee pasquines deportivos y ve narconovelas mexicanas y combates de la WWE, a sabiendas de que esto le traerá hambre y desgracia, tanto a él como a los suyos. En cambio, está plenamente realizada y feliz, la dama que siembra plantas en su jardín, hace yoga, lee poemas de Sor Juana Inés de la Cruz o relatos de Eduardo Galeano, y se ha visto toda la colección de películas de Stanley Kubrick, pero que a la par vive en su sencillo rancho de arquitectura verde, levantado con sus propias manos y las de su familia, y se alimenta de su huerta autosuficiente. Un escalón más arriba están los que se arrojan al santo ejercicio creador: los que escriben ensayos cortos o crónicas de barrio, pintan al óleo, tocan guitarra clásica, practican artes marciales, componen canciones urbanas o estudian el Universo en su infinita grandeza. Por último, en un estrato superior, están los que coronan las cumbres del conocimiento y la belleza: los grandes escritores, los deportistas de élite, los líderes de opinión, los científicos brillantes, los artistas consagrados, los pensadores que marcan tendencia. En fin, ya cada cual verá cómo hace para ganarse la vida de manera honrada y eficiente. Eso es problema de cada quien: si necesita de 70 o 48 horas semanales o si con medio tiempo es suficiente, o incluso si no requiere de trabajar en lo absoluto, de acuerdo al nivel de vida que aspire y merezca, de su habilidad para los negocios, o de la suerte monetaria que tenga. A propósito, ¿cuáles son los parámetros establecidos para clasificar una actividad como trabajo? ¿Quizás el simple hecho de recibir una remuneración a cambio? Es bueno detenerse en este punto, puesto que conozco a muchos profesionales que reniegan de sus empleos y sus jefes, que rumian con resignación su día a día, que aún experimentan esa amarga sensación de domingo en la noche; pero la zona de confort que han cultivado en torno suyo les impide dar ese salto al ruedo en busca de su auténtica felicidad y bienestar. En la mayoría de los casos se trata de trabajadores insatisfechos, inseguros, presos de sus propios miedos, que abortan cualquier aventura personal, acorralados por el asfixiante régimen capitalista y la opresiva sociedad de consumo, como en una pesadilla distópica de Black Mirror (serie británica en clave de ciencia ficción, que aborda los peligros de la tecnología y la moral capitalista). No dudo que sean personas de bien, muy capaces, disciplinadas, honestas, pero para derrotar al establishment (el poder oculto tras las sombras que mueve los hilos de una nación) se requiere de otro tipo de cualidades, más emparentadas con la audacia, la visión y la tenacidad inquebrantable. Entonces, mis estimados lectores, los invito a perseguir sus ideales, en pos de una existencia plena y satisfactoria, pues como dijo el filósofo de Carolina del Príncipe, el popular Juanes: “la vida es un ratico, un ratico nada más” … Y a trabajar se dijo, partida de haraganes. No vaya a ser que ande acechando cerca el jefe, con su genio alborotado, su corbatita muy bien puesta, y con ganas de mandarlos “pa’l carajo”. Yo, por mi parte, hasta aquí los acompaño en este viaje, pues francamente ya me está doblegando la pereza.