Carta del planeta tierra a sus habitantes
Por: Juan Fernando Pachón Botero

@elmagopoeta

Estoy triste y cansada. No gozo de buena salud. Tengo mal semblante y no advierto una pronta mejoría. Suena contradictorio decirlo, pero añoro los días en que estaba deshabitada. Sólo fluían por mis entrañas, embravecidas torrentes de magma ardiendo a miles de grados centígrados, que luego los volcanes expulsaban por sus fauces, respondiendo a mis apremiantes necesidades respiratorias. La atmósfera lucía enrarecida, saturada de nitrógeno, dióxido de carbono y azufre, principalmente. Era un sitio hostil, desértico y sombrío; muy semejante al Infierno que describen las religiones monoteístas. Pero bien sabía yo que toda esta cadena de sucesos, en apariencia desfavorables, correspondía a una etapa transitoria y necesaria en mi formación como planeta habitable y cordial.

Aparecieron las primeras formas de vida, muy básicas y simples, extraños seres microscópicos que nadaban en una densa sopa. Luego, conforme pasaban las eras geológicas, me fui enfriando y la materia se solidificó en forma de rocas. Se formó el oxígeno, y los elementos más ligeros y el vapor de agua emergieron hacia la atmósfera y se condensaron, dando lugar a las primeras lluvias, que se prolongaron durante miles de años. Fue así como se formaron los océanos y los continentes, gracias a la separación gradual de las grandes masas de tierra. Pasaron otros tantos millones de años sin mayores novedades, hasta que las inclementes condiciones de vida se fueron tornando más amables. Aquellos organismos arcaicos se fueron perfeccionando, y se volvieron más complejos. Transcurrió un largo periodo y pude observar, encantada, el reinado de los dinosaurios, esos gigantes que poblaron mis vastos dominios. ¡Qué imponentes ejemplares! Nunca tuve queja de ellos. Sólo se preocupaban por su diario acontecer; algunos pastaban mansamente, otros cazaban a los más débiles, todos acataban su ciclo vital, pero jamás vulneraron mi integridad. Fueron 160 millones de años de plácida convivencia. Pero lo bueno no es eterno. Todavía recuerdo, como si fuera ayer, el aciago día que aquel meteorito del tamaño de Ámsterdam impactó con una fuerza superior a mil millones de bombas atómicas sobre la península de Yucatán, segando la vida de toda una especie. Contra los caprichos de la naturaleza es difícil discutir. En fin. Luego vinieron los mamíferos, … y más adelante los primates, … y, por último, no hace mucho, coronando el proceso evolutivo, los humanos. Ah, los humanos, los benditos humanos. Aquí empezó mi dolor de cabeza.

En un principio todo transcurría de manera normal, sin mayores complicaciones. Los primeros hombres no se regían bajo ninguna norma social, ni religión, ni credo político. No tenían prejuicios. Sólo se comportaban de acuerdo a sus necesidades más primarias. Su incipiente habilidad intelectual los dotaba de un aura animal; vagaban por la vida sin mayores pretensiones, más allá de su primitivo instinto de conservación. Comían carne cruda, vestían pieles de animales, se comunicaban a través de rústicos gestos, vivían en cuevas, adoraban al Sol y la lluvia y todo cuanto le era ajeno a su comprensión. Eran recelosos y agresivos con las tribus rivales, pero quería pensar que esta conducta obedecía más a su afán de supervivencia que a su naturaleza virulenta y destructiva. ¡Cuán errada estaba! Cayeron muchos soles en el horizonte para que la especie humana aprendiera a vivir en sociedad, descubriera el fuego, inventara las primeras herramientas, depurara la agricultura. Parecía que iban en el camino correcto hacia la excelencia: fundaron imperios, desarrollaron importantes avances tecnológicos, inventaron las matemáticas, y con ellas aparecieron los grandes descubrimientos y las más refinadas teorías científicas. Pero a medida que se tecnificaban más y más, iban incubando ese espíritu vanidoso, ese apego por el poder, por los bienes materiales, por imponer su ley a como diera lugar. Se alejaron de sus raíces, torcieron el rumbo. Aparecieron los odios irreconciliables, las guerras por tierras, por egos, por nada. Se olvidaron de la esencia, atentando contra mi propio bienestar, y peor aún, contra el hogar que los supo acoger como especie. No me cabe en la cabeza tal despropósito.

No entiendo su infinita necedad. Les regalé majestuosas montañas y ríos caudalosos para que se abastecieran de la suficiente energía hidroeléctrica, bosques frondosos para que purificaran el aire, mares azules y bravíos para que regularan el clima, selvas espesas para que absorbieran el dióxido de carbono, paisajes exóticos para que solazaran el espíritu; pero ustedes no parecen estar conscientes de los prodigios que les rodean, pues sus actos irracionales, lejos de glorificarme me hieren el alma. Son tan obtusos que no alcanzan a dimensionar la importancia de conservar un ecosistema estable. El suelo les brinda abundantes frutos para que solucionen sus urgencias alimenticias; también les provee los minerales necesarios para que implementen una industria exitosa, pero dichas riquezas no son repartidas equitativamente, pues contemplo con horror cómo son atesoradas por unas cuantas corporaciones capitalistas y países del denominado primer mundo, sumiendo en la hambruna y pobreza más absoluta a toda el África subsahariana y gran parte de América Latina y sus mal llamadas repúblicas bananeras, Asia central, y en menor medida, Europa del Este. Es un pecado imperdonable.

Ustedes creen estar avanzando a pasos frenéticos hacia un futuro sin límites. Y desde cierto punto de vista pudieran tener razón. No obstante, desde una mirada mucho más rigurosa percibo un grave retroceso en cuanto a las prestaciones que yo como planeta, y madre de todos ustedes, les pudiera brindar, dada su avaricia desaforada y envilecida escala de valores. Les doy el ejemplo del automóvil, cuya razón de ser nació de la necesidad de transportar a las masas de un lugar a otro, de la manera más rápida y eficiente posible. Si hacemos la lectura desde su objetivo primario, se puede decir que éste ha sido un invento notable. Sin embargo, si examinamos con atención el severo impacto que representa para el medio ambiente su prolongado uso, dada la evidente contaminación reinante, se darán cuenta de que no es más que una innovación tecnológica harto susceptible de ser mejorada, pues ese altruismo inicial palidece ante la desenfrenada codicia de las grandes industrias involucradas, las cuales son responsables, en gran medida, del aumento de los actuales índices de contaminación en la atmósfera, disminuyendo ostensiblemente la calidad de vida que se propende, lo que va en clara contravía al espíritu del invento mismo: ¿respirar aire puro o transportarse largas distancias de manera cómoda? He ahí la cuestión. Ojalá encuentren el punto de equilibrio y solucionen el acertijo. Quiero ser optimista y aunque suene utópico, aún albergo esperanzas remotas, pues he de confiar en la sabiduría y buen juicio de las generaciones venideras. Así pues, como éste hay miles de ejemplos más, que delatan la absurda manera que tienen ustedes de gestionar los recursos que yo, muy gentil y desinteresadamente, les he proporcionado durante su corta estancia bajo mi custodia.

Les ruego tomen conciencia del delicado estado en que me encuentro. Reitero lo dicho al inicio de esta urgente misiva: estoy afligida. Apenas transito el ecuador de mi destino errante, es decir que aún me quedan otros cinco mil millones de años de vida útil, antes de que el Sol agote su combustible y propicie el caos, …si es que ustedes no hacen el trabajo sucio antes. No obstante, luzco vieja y estéril. Mis épocas de gloria ya son historia patria, y sólo forman parte de un doloroso y lejano recuerdo. Mis árboles sagrados son mutilados salvajemente, para dar paso a la voraz expansión de las junglas de cemento. Mis ríos y mares son contaminados con metales pesados, mermando drásticamente la fauna y flora que habita en ellos. Mis cielos están siendo teñidos de negro, símbolo nefasto de la mega industrialización desbocada. Mis casquetes polares se están descongelando a un ritmo acelerado, incrementando a niveles peligrosos las mareas. Ya he perdido la cuenta de las especies extintas, y las que están en peligro de extinción, por cuenta de su insaciable apetito por ostentar vulgares trofeos: pieles de nutria, tapetes de oso, cabezas de búfalo,… Y ahora tengo que lidiar con esa amenaza latente que significa una guerra a escala mundial. Ya me han tocado dos; ambas en el siglo XX, de lejos el más sangriento y despiadado de cuantos me ha tocado sufrir, cuando debiera ser todo lo contrario, de acuerdo al alto grado de progreso que ustedes tanto promocionan. Quizás la que está por venir, la tercera, sea la estocada de gracia a su locura. Ojalá no. En cualquier caso, espero que recapaciten profundamente y hagan un sincero acto de contrición, que por primera vez sean seres humanos en todo el sentido de la expresión. No quiero saber más de industrialización sin sentido ético y responsable, ni de la pesca indiscriminada en alta mar, ni de la caza deportiva promovida por la aristocracia, ni de los monopolios petrolíferos, ni de EEUU y su evasiva posición frente al protocolo de Kioto, ni de Corea del Norte y sus caudillos esquizofrénicos. Estoy harta de tener que soportar su inmadurez y altanería; realmente me encuentro sofocada, y a punto de tirar la toalla.

Admiro a los grandes hombres de la historia, que han sabido usufructuar de la mejor manera las maravillas que, muy gustosa, he estado dispuesta a compartir. Son tantos, que mencionar a unos cuantos sería injusto, además de políticamente incorrecto. También aprecio en demasía el esfuerzo de los ciudadanos de a pie, esos héroes discretos que transitan su destino tratándome con suma consideración, respetando cada centímetro de mi geografía, valorando la vida de sus semejantes. Pero lamentablemente, cada vez son más los insensatos que se obstinan en desangrarme a cuentagotas, que se ensañan en transgredir las leyes naturales que dan sustento al equilibrio y la armonía, en un acto de ignorancia manifiesta y arrogancia atrevida. Como ya lo he expresado hasta el cansancio, es cierto que la especie humana ha logrado avances significativos en todas las áreas, que la ciencia y la tecnología han consumado hitos milagrosos, que los libros registran a diario conocimientos ilimitados y artes sofisticadas. ¿Pero a qué precio? ¿De qué sirve tal cúmulo de información si no está siendo bien canalizada? ¿De qué sirve tanta belleza que les ofrezco si no se detienen a observarla en toda su magnificencia? Prefieren, en cambio, clavar su cabeza en una pantalla de celular, o indagar la vida de totales desconocidos en las redes sociales. Ustedes me desconciertan. No logro descifrar sus intenciones. Todavía ronda en mi cabeza aquel nefasto 6 de agosto de 1945 en Hiroshima, cuando la barbarie humana alcanzó su máximo pico, en un siglo que será recordado por su extrema violencia. Y me indigna, incluso más, el hecho de saber que semejante infamia se alimentó de la idea más genial y afortunada de uno de mis más ilustres hijos, Albert Einstein, pues su elegante ecuación fue vilmente utilizada para fines diabólicos, en un proyecto de exterminio masivo. Y asomó su cabeza la monstruosa criatura. ¡Maldito hongo asesino! Me consta que aquel científico loco de pelo alborotado, al ver horrorizado con qué fines non sanctos se había utilizado su avanzado conocimiento, se sumió en la más honda pena, sufriendo tanto o más que yo. Y ahora resulta que quieren explorar a Marte, movidos por su innata y no menos loable curiosidad científica, mas no sé si los empuja aún más ese miedo profético a sucumbir en un apocalipsis de talante bíblico, que dadas las circunstancias no se antoja muy lejano, gracias a la naturaleza poco confiable de todos ustedes. Pobre hermano planeta. No me quiero ni imaginar su tragedia, …a no ser que dicha aventura corresponda a una feliz etapa de florecimiento de civilizaciones posteriores realmente inteligentes y avanzadas, con la suficiente estatura moral para llevar a cabo su cometido sin quebrantar las leyes establecidas. Puedo pecar de ilusa, pero eso quiero creer. El tiempo será el único juez. En estos días de física cuántica, del bosón de Higgs, de las ondas gravitacionales, del acelerador de partículas, del boom del código genético, de los grandes tratados económicos, deseo, muy fervorosamente, que vuelvan a sus orígenes, a lo más simple, que se conecten con la naturaleza, así como lo hacían los antiguos pobladores, que se regalen el placer de sentir mis íntimos latidos, que vivan a plenitud, pero conscientes de su privilegiado lugar en el Cosmos. Entonces, podré nuevamente girar en mi órbita, tan serena como solía hacerlo en mis albores.

Ustedes me señalan porque consideran que soy vengativa, cualidad totalmente ajena a mí. Se extrañan porque el clima está un poco loco, porque los mares están devorándose las ciudades portuarias, porque los tsunamis están causando estragos en las costas, porque los volcanes escupen con furia, porque los ríos se están secando, porque la tierra ya no da frutos, porque las olas de calor matan niños y ancianos, porque el aire que se respira está envenenado, porque el cáncer y las enfermedades coronarias están alcanzando niveles alarmantes, mermando drásticamente a la población. Acaso no se dan cuenta de que toda esta serie de eventos desafortunados es consecuencia de su desbordada indolencia. Nada tengo que ver yo. Se los aseguro. Sin embargo, cabe recordarles que yo tengo memoria ancestral, que me comporto como un macro ser vivo, y que todas las catástrofes naturales que ustedes vienen padeciendo es mi respuesta, apenas obvia, a sus excesos y afrentas sistemáticas, vista simplemente como un mecanismo de defensa y autoprotección. O tal vez como un grito angustioso. Todo corresponde a una simple relación de acción – reacción, causa y efecto. Quizás Thomas Malthus, el famoso economista inglés del siglo XVIII,  no estaba tan equivocado. Los invito a leer su controvertida teoría demográfica para que sepan de qué les hablo. Les soy sincera: aún abrazo la ilusión de un mañana mejor. Qué más quisiera yo que ustedes lograran entender la dinámica que demando para funcionar como una máquina bien aceitada. Piensen en mí como si fuera una planta, la cual necesita que la rieguen periódicamente, que le brinden los mejores cuidados, así como un cariño muy especial. De esta manera, el esmerado jardinero obtendrá como recompensa un bello exponente que admirar, adornado de bellas flores y colmado de nutritivos frutos. En caso contrario, si el jardinero descuida su misión, sólo tendrá ante sus ojos un paisaje seco y muerto que lastima la vista. Es así de simple y contundente. Espero pues, muy sinceramente y de todo corazón, que haya sido lo suficientemente explicita, y que comprendan en su justa medida esta súplica desesperada que lanzo desde mi soledad.

Siempre de ustedes, la Tierra.

Octubre de 2018