Crónica de aquel 27 de julio
fernando pachón
Por Juan Fernando Pachón Botero
@JuanFernandoPa5

Una señora de abultada anatomía y bigote espeso lanza un alarido descomunal, que ronda los 80 decibeles en la escala logarítmica. Grita como poseída por un demonio medieval: “¡Ay, lo botó este bruto!”. Miro a la matrona entrada en kilos y la repaso brevemente, y me doy cuenta de que está haciéndole fuerza al equipo equivocado. Mientras a su izquierda, su esposo no menos pintoresco se tambalea de un lado a otro de un modo entre cómico y bochornoso, gracias a sus fabulosas dotes etílicas, repitiendo una y otra vez con sumo entusiasmo: “Esto lo ganamos sobrado ieputa”.

Nacional campeón C.L 2016

Ambos parecen sacados de una película surrealista de Luis Buñuel, digamos Viridiana. Sin embargo, más allá de la particularidad de nuestra entrañable pareja, fieles representantes de mi querida Colombia, quiero expresar la fervorosa pasión que despiertan los equipos de la región entre nuestras gentes. Aunque en mi condición de fiel seguidor del Atlético Nacional, y con la venia de los hinchas del Poderoso de la montaña, me tomaré el atrevimiento de hacer una breve reseña de una noche verde inolvidable.

De algún tiempo hacia acá he declarado como templo futbolístico a una deliciosa tienda del barrio Buenos Aires, en Medellín. De hecho es un extraño híbrido entre tienda y cantina, con cierto aire bucólico y coqueto, a la antigua usanza de las atávicas fondas de pueblo. No obstante, conviven entre sus cuatro paredes una zampoña de corte boliviano que reposa rígida y serena sobre un costado, y un cuadro a lápiz del ex guitarrista de Guns N’ Roses, Slash, al mejor estilo de la obra pop art de Andy Warhol, impregnándole un toque vanguardista al negocio. Sagradamente, cada vez que el Atlético Nacional juega instancias importantes y definitivas, acudo allí a esa cita inaplazable con el destino, donde nos reunimos propios y extraños a hacerle fuerza, casi hasta herniarnos, al equipo de nuestros afectos. Y el momento culmen de la corta historia que se ha empezado a forjar este pequeño recinto comercial, ubicado al oriente de la Bella Villa, se vivió en una fresca y agitada noche del 27 de julio del año en curso. Lo relataré en tiempo presente, pues aún lo tengo grabado en mi mente.

Antes del pitazo inicial, cuando la adrenalina aún se puede oler a cien metros a la redonda, una añeja mujer de aspecto distinguido atina a preguntarle a su marido con un desparpajo francamente atrevido: “¿Papi, y los de negro, ésos que están en la mitad de la cancha con el balón, para qué equipo juegan?”. Es tanto el “sustico bacano”, como decía René Higuita al referirse a esa incómoda sensación de vacío que se experimenta momentos previos a un partido de fútbol, que el comentario pasa desapercibido entre todos los comensales allí reunidos. A mi derecha, un simpático jubilado, furibundo hincha del Medellín, se deja contagiar del festín futbolero. Como era de esperarse, el rictus de su rostro se me antoja desenfadado. El dueño de la tienda – bar, muy bien engominado como siempre, al mismo compás que se organiza los bucles que se desprenden de su cabello ensortijado con una peinillita de extrema delgadez, luce presto a los pedidos de cerveza, ron y aguardiente que se dejan venir como ráfagas de fuego. A su lado, impasible, permanece su esposa, poco agraciada pero atenta como un búho, la cual con lapicero rojo en mano anota las cuentas en un cuaderno desvencijado, a la vez que repara con mirada inquisidora al respetable, para que a nadie se le vaya a ocurrir la pésima idea de volarse sin pagar los honorarios respectivos. ¡No faltaba más!

Así pues, el invitado de lujo no se hace esperar, y un gol tempranero del equipo paisa convierte en un polvorín el lugar. Gritos desgarrados, abrazos fraternales entre completos desconocidos, miradas desposeídas y rostros desencajados se apoderan de cada rincón de aquella tiendita venida a más. Todo es un raudal de algarabía. Pero a medida que la noche avanza, el cotejo copero se va tornando cada vez más complejo. ¿O será simple paranoia de hincha? En cualquier caso, la fanaticada se cocina a fuego lento en su propia ansiedad y ahoga sus miedos con cánticos de victoria. Afuera del local, un tumulto de gente se abarrota expectante con encendida devoción. Pitos y trompetas desafinadas nos hacen sentir como si estuviéramos en el mismísimo Atanasio Girardot. Se ve de todo como en botica. Un viejo verde abraza a una muchachita de pantaloncitos apretados y piernas largas, a la par que se manda un tequilazo bien cargado. Un joven con aspecto de intelectual cubano y mirada esquiva permanece atornillado a una destartalada silla de madera sin modular palabra alguna, hipnotizado frente al televisor de plasma de 42 pulgadas que nos convoca a todos, como si se tratara de un asunto de vida o muerte, con un nivel de concentración tan elevado que pareciese estar atravesando por una especie de trance místico, como si estuviese adorando a alguna virgen o santo latinoamericano. Un histriónico e hiperactivo mozalbete en pleno proceso de embriaguez ostenta unos tenis estrambóticos de silueta futurista que le hacen juego con su vocabulario rocambolesco, propio de una verdulera en estado de gracia, y al mismo tiempo que se acomoda su frondoso copete de difícil explicación, se hace sentir con una delicadeza de ensueño, engalanando a la lengua de Don Miguel De Cervantes Saavedra: “Uy mi niño, cómo se come eso este negro marica. Me lo meto culo arriba. Pero no se me azare mi rey que a estos pirobos les ganamos”. Así las cosas, todo está servido sobre la mesa para que sea una jornada épica.

Los nervios afloran. Nacional se cansa de desperdiciar oportunidades claras de gol. La muchedumbre se come las uñas. Una frase que nunca se ha dicho: “el que no hace los goles los ve hacer”, flota entre todos nosotros como una espada de Damocles. Un manto de suspenso, digno de un thriller policiaco de los años cincuenta, se cierne sobre cada uno de los convidados al ágape. El reloj, el enemigo público número uno, avanza pero su paso es lento. Un minuto se convierte en un siglo. El verde sigue errando al arco. Independiente del Valle, a pesar de su escasa técnica, y con más testosterona que virtuosismo, asesta algunos zarpazos ocasionales que derivan en gritos histéricos de señoras y señoritas. No se puede negar, el equipo ecuatoriano tiene oficio, y claro está, mucha pero muchísima suerte, o arepa que llaman por estos lares. Sin embargo, la meta se observa cerca. Inicia el conteo regresivo cual lanzamiento de transbordador espacial gringo en época de guerra fría. Ya no quedan uñas que comer. Una densa capa de sudor frío enrarece la atmósfera. Las palpitaciones se aceleran como pasos de animal antediluviano. El corazón ya no cabe en el cuerpo; se quiere salir de su órbita para convertirse en un planeta errante. Los sentidos colapsan, se declaran en rebeldía absoluta. El cerebro cesa sus actividades; está en huelga general hasta nueva orden, hasta que el juez señale el final del partido. Ya es un cuerpo estéril, fofo, inerte. Ya no se piensa con claridad, solo respondemos a impulsos anárquicos. Nos hemos convertido en robots miserables. “Qué sufrimiento tan malparido”, anota un asustado caballero, ataviado como papagayo fino y portador de unas gafas imposibles. Todos terminamos pariendo piñas… Y entonces, cuando nuestro cuerpo no da más, cuando está a punto de naufragar en alta mar, sucede lo que tiene que suceder, el momento más esperado de la noche: el árbitro levanta sus manos y da por terminado el encuentro. Nacional es el flamante campeón de la Copa Libertadores de América en su versión del año 2016 de nuestra era. Termina una sequía de 27 años. Me parece estar viendo a René, a Alexis, a Leonel, al palomo Usuriaga, al chonto, a Andrés, al corocoro Perea, a Gildardo Gómez, a todo el equipo del 89, galopando como potros salvajes en la estepa interminable, exhibiendo su merecida copa, la brillante, la primera, la recordada. ¡Eureka! Hemos vuelto a las vitrinas internacionales. Somos bicampeones continentales, pero esta vez de la mano de Marlos, Armani, Pérez, Borja, Mejía, Henríquez, Bocanegra, Farid Díaz, Mac 10, Berrío, el lobito Guerra, Davinson Sánchez y demás gladiadores empeñados en engrandecer la rica historia del club que les acogió.

Ahora sí. Nos llevó el que nos trajo. La vorágine empieza, arrastrando consigo la euforia incontenible. Explota un grito de gloria atrapado en las gargantas de un pueblo. Una marea de camisetas verdes desfila por las calles enarbolando las banderas del equipo amado. Una nube compacta de polvo blanco, el mismo que nuestras abuelas suelen utilizar para hornear sus deliciosas tortas, gobierna todas las calles de la comarca. Una caravana alborozada de motos y taxis inunda el duro asfalto, rompiendo el aire con el sonoro eco de sus pitos en do mayor. Los carros lucen atestados a reventar. La sagrada familia en pleno, con perro y gato a bordo, se suman a una interminable fila de automotores de todos los estilos y colores. En fin, es una noche para la locura desbordada.

Mientras tanto en Horacio’s Pub, como supimos bautizar a la tienda en cuestión, pues el dueño responde al nombre de Horacio (perdón por la obviedad), la gente azota baldosa a rabiar: el niño necio con su madre, la “cuchibarbie” voluptuosa con el señor del chance, la tía copetona con el sobrino, el vecino con la señora gorda, la pequeña damita con el perro de exótica raza, el borracho con la reja. La gente brinda, la gente goza, la gente llora, la gente vive su noche, la noche bella, la noche eterna. Todos profesamos una misma religión en donde los ateos también son bien recibidos. Un viejito chuchumeco, arrugado como el acordeón de Aztor Piazzolla y más bien “tragueadito”, se arrodilla con cierta dificultad dando gracias al Altísimo por los favores recibidos. El señor que nos trae las cervezas, bastante escurrido de carnes y propietario de un bigotillo mal administrado, pero siempre con una franca y cálida sonrisa que ofrecer a pesar de su escasez de dientes, da tímidas vueltas girando sobre su propio eje, apoyando su mano derecha sobre la boca de lo que le queda de estómago, en una suerte de bailecito insípido que no dudamos en celebrar. Y así sigue transcurriendo la noche, a la manera mágica del mundo Macondiano. Pero como nada es perfecto en la vida, me percato de que al día siguiente debo madrugar a mis labores diarias. Entonces, con el rabo entre las patas, emprendo la huida a través de la jungla urbana teñida de un verde muy especial…cómo decirlo…un verde esperanza, un verde ilusión.

Al día siguiente aún quedan vestigios de la fiesta desatada. Incluso, ya de camino al trabajo, observo a algunos parroquianos perdidos en el licor, quienes todavía conservan alientos para celebrar el acontecimiento de sus vidas, una de las fechas más dichosas de su existencia. Está bien, por esta vez se les perdona. Mi madre no se cansa de expresar que los triunfos de Nacional, o en su defecto de la selección Colombia, no aportan absolutamente nada a la economía del hogar, que ganen o pierdan la vida sigue igual, con las mismas deudas, los mismos problemas, los mismos avatares. Y tiene bastante razón. Obvio, es una mirada despojada de toda pasión, con el sentido común propio de la gente que no le gusta el fútbol, que no entiende nada sobre este juego embrujador, que no entiende de amores arrebatados, absurdos, ilógicos. Sin embargo, si lo miramos desde una perspectiva menos ortodoxa, si se quiere más mundana, más prosaica, el fútbol como tal debe entenderse como esa pequeña dosis de sal que condimenta algunos episodios amargos de nuestra vida, como ese oasis balsámico en medio del desierto, como esa puerta que se nos abre para escapar de la tediosa rutina. Y nada más. Eso sí, no son buenos los extremos viciosos. Para nada es recomendable depositar todas las esperanzas, toda la vida, toda la razón de ser, en un hermoso pero simple juego. Bueno, no tan simple. Pero ya dejémonos de filosofía barata y pongámonos a celebrar que el jolgorio apenas va a comenzar: otra vez juega mi Atlético Nacional. ¡Y que ruede el balón!, como diría el afamado relator deportivo.