Cuarentenas, encierros y una ventana a la reflexión
Por: Juan Fernando Pachón Botero

@elmagopoeta

El encierro como símbolo de infortunio…y larga duración

En la primera mitad del siglo XIV, cuando la peste bubónica, la madre de todas las plagas, tocaba las puertas de Venecia, se decretaron quaranta giorni de aislamiento obligatorio, en aras de mitigar su impacto sobre la población civil, siendo ésta la primera cuarentena oficial de la historia, en el sentido estricto (aunque con el paso del tiempo se ha ido perdiendo su sentido etimológico) de la palabra tal y como la entendemos ahora. Y si de cuarentenas se trata, la emigrante irlandesa Mary “tifoidea” Mallon se lleva todos los laureles, cuya irracional intransigencia le valió ¡veintiséis años de aislamiento! en una isla próxima a Nueva York, hasta el día de su muerte, señalada de ser portadora asintomática de la bacteria Salmonella typhi, causante de la fiebre tifoidea.


El “crimen”: su postura recalcitrante, negándose a aceptar su condición de peligrosa “bomba biológica” y a atender las medidas impuestas por las autoridades sanitarias de la época, pues a sabiendas del dictamen médico seguía empeñada en su inocencia, totalmente injustificada. Dado su oficio de cocinera – de familias adineradas – (su especialidad eran los helados de melocotón, por lo cual era muy apetecida), era evidente la amenaza potencial que representaba para las clases más altas y aristocráticas de la Nueva York de principios del siglo XX. Se estima que a lo largo de su existencia, marcada por un sino trágico, infectó cerca de 530 personas, de las cuales tres fallecieron.

En la España sometida bajo la cruel e inexpugnable dictadura franquista, los republicanos fueron perseguidos de manera implacable, como si fueran la peor especie sobre la Tierra, siendo tratados peor que a las ratas de alcantarilla. Cientos de miles cayeron abatidos a manos de las fuerzas nacionalistas. Pero también hubo quienes se libraron de una muerte segura, ocultándose en el subsuelo y las falsas paredes de sus propias viviendas, convertidas en madrigueras, en refugios perpetuos y dolorosos. “Los topos”, así se les bautizó. Vivieron en las condiciones más infrahumanas y deplorables, algunos durante treinta años o más. Los que no perdieron la cordura, debieron conformarse con ver crecer a sus nietos a través de un pequeño agujero, contemplar los rayos del sol a la distancia, salir en las noches a deambular por los estrechos pasillos de la casa, sufrir en acre silencio la partida de sus seres queridos, imaginar el fin de la tiranía. Tuvieron que esperar al deceso del generalísimo Franco, el dictador por antonomasia, para atreverse a salir de nuevo a las calles… Pero ya convertidos en despojos humanos, en héroes sin rostro; el estoicismo hecho carne.

El encierro como bálsamo inspirador

Sin embargo, también ha habido confinamientos menos dramáticos; muchísimo más fructíferos. En 1665, un joven e inquieto Newton, ungido entre los hombres de su tiempo, hubo de aislarse voluntariamente en su casa campestre en las afueras de Londres debido a un nuevo brote de peste bubónica. El encierro le duró casi dos años. En ese lapso de tiempo, provisto de la proverbial flema británica, vio caer manzanas de los árboles y la Luna flotar sobre la Tierra, desarrolló su grandiosa teoría de la gravitación universal, inventó el cálculo infinitesimal, observó entrar los rayos del sol por su ventana y perfeccionó sus ensayos sobre el color y la óptica. ¡Su año milagroso! Seis décadas antes, también en Inglaterra y también por una peste, William Shakespeare, el epítome del genio literario, tuvo que buscar resguardo en su morada, huyendo de las fauces de la plaga. Durante el prolongado retiro, su prodigiosa y prolífica mente parió tres de sus obras más icónicas: Antonio y Cleopatra, El rey Lear y Macbeth, cuyos matices sombríos dan fe de su visión apesadumbrada y fatalista. En 1816, nuevamente en Inglaterra, pero esta vez por culpa de una intensa ola de lluvia y frío, Mary Shelley, una de las principales figuras del romanticismo, buscó cobijo en el calor de su hogar y comenzó a escribir una tétrica historia sobre un científico loco con ínfulas de Dios que, a base de partes de cadáveres, confeccionó una horrible criatura que luego se puso en su contra. Frankenstein o el moderno Prometeo se tituló, obra cumbre de la novela gótica victoriana y precursora de la literatura de ciencia ficción. En la turbulenta y trepidante Florencia de 1512, por razones estrictamente políticas, Nicolás Maquiavelo, uno de los máximos exponentes del Renacimiento italiano, se vio obligado a escapar del brazo opresor del régimen instaurado por los Médici, dada su filiación ideológica, tachada de subversiva y reaccionaria, con un acentuado sesgo hacia el gobierno anterior. En su reclusión, casi que obligada, escribió El Príncipe, clarividente tratado filosófico acerca del poder, cuyos postulados (en muchos casos mal interpretados e injustamente satanizados) aún siguen vigentes cinco siglos después. En plena pandemia de la peste negra que devastó Europa en 1347, Giovanni Boccaccio se refugió en la campiña toscana, donde escribió El Decamerón, quizás una de las composiciones narrativas (acaso documento periodístico) más reveladoras y fidedignas de la Edad Media. Vincent Van Gogh, el portento holandés del pelo rojo y padre del expresionismo, tras haberse cercenado su oreja en un rapto de locura, producto de una acalorada discusión con su gran amigo, el pintor francés Paul Gauguin, fue enviado a un hospital psiquiátrico al sur de Francia. En aquel lugar, alejado de la sociedad que tanto le atormentaba, pintó, según los expertos, su obra maestra: La noche estrellada. A lo largo de su convulsa y tempestuosa vida, la artista mexicana Frida Kahlo, esposa del muralista Diego Rivera y arquetipo de la mujer contestataria y autónoma, pasó varios y extensos periodos postrada en su lecho, ya fuera por un accidente o por alguna cirugía reconstructiva. Allí, envuelta entre las sábanas y armada de paleta y pinceles, pudo plasmar en sus lienzos, cargados de complejos elementos alegóricos, el hondo dolor que le ocasionaba su pronunciada discapacidad motriz, regalándonos obras dotadas de un elevado sentido onírico, como son: El corazón, Retablo y Henry Ford Hospital. A principios del siglo pasado, Edvar Munch, el célebre autor de El grito, sufrió en carne propia los rigores de la gripe española. En la soledad de su convalecencia se pintó a sí mismo en su Autorretrato con gripe española, donde se adivina su rostro severamente demacrado en contraste con su serena silueta, agobiada por una atmósfera fúnebre. Es considerado por la crítica como uno de sus cuadros más expresivos y elocuentes. El marqués de Sade (1740-1814), símbolo del intelectual beligerante, pasó la mayor parte de su vida privado de la libertad, alternando entre cárceles y manicomios, dada su conducta volcánica y transgresora. Aunque paradójicamente, también ha sido uno de los espíritus más libres (y libertinos) del humanismo universal, cuya exquisita pluma, pese a su inflamada misantropía, nos legó obras inspiradoras, tales como Justine, Juliette, La filosofía en el tocador y Los 120 días de Sodoma (aquí a Pasolini sí se le fueron las luces en su escatológica adaptación cinematográfica). Pero no siempre el fruto de la imaginación entre las rejas es garantía de excelencia y musa literaria, pues Hitler, la quintaescencia del mal, dio vida a su engendro: Mei kampf (Mi lucha), panfleto absurdo con tintes autobiográficos en el cual esboza sus primeras ideas nacionalsocialistas y vomita su exaltado antisemitismo, durante su reclusión en la prisión de Landsberg, en el Estado Libre de Baviera en el suroeste alemán.

Un fiel representante de la cultura pop moderna, menos ilustre pero igual o más influyente, fue el fundador de la revista Playboy, Hugh Hefner, el sibarita de las pijamas aterciopeladas y la gorra de capitán de barco, quien permaneció la mayor parte de su adultez (y vejez) enclaustrado entre las paredes de su extravagante mansión en California, rodeado de hermosas y lúbricas conejitas y todo tipo de lujos y excesos desbordados. Semejante puesta en escena, digna de un cuento de hadas hot contemporáneo, no le restaron disciplina y lucidez en su empeño de edificar su imperio del sexo, posicionándolo como la marca número uno en el mercado internacional para mayores de edad (y menores también).

El encierro como lección de vida

Ahora nos corresponde el turno a nosotros, la civilización que transita la senda “gloriosa” del siglo XXI, de cuenta del nuevo coronavirus. “El confinamiento es estrictamente necesario, un acto inteligente, solidario y de responsabilidad ciudadana”, recitan cual mantra los expertos y las voces autorizadas. Sin embargo, aún se aprecian cientos de parroquianos poblando las calles, haciendo caso omiso a las recomendaciones del Gobierno. ¿Insensatez civil o acto desesperado de supervivencia? Comer o no comer. Resguardarse o aventurarse al sustento milagroso, al amparo de la providencia divina, a la epifanía imposible, a la voluntad filantrópica de las gentes de bien, a la mano mezquina del Estado. He ahí la cuestión. Y aquí dejo saldado el asunto. Ahora bien, sin ánimo de romantizar el encierro, y en tanto las condiciones se tornen por lo menos dignas y nuestra resiliencia se fortifique, hemos de procurar hacer de esta “prisión domiciliaria” una especie de oasis espiritual, emocional e intelectual en medio de esta vorágine de (des) información desatada, labor que no se antoja para nada fácil, pues la incertidumbre, salvo contadas excepciones, acecha en cada titular noticioso y cabalga histérica por las redes sociales. Todo parece reducirse a un frío y morboso número diario, tanto de infectados como de fallecidos, y a toda suerte de notas sensacionalistas que se lanzan sin ningún tipo de juicio. ¿Es éste el enfoque que merece un problema de semejante calado? ¿Qué tal que a partir de ahora se hiciera un conteo matutino en todos los medios oficiales acerca del número de fallecimientos a nivel mundial por causa del cáncer y los accidentes cardiovasculares? La hoja de ruta debe apuntar en otras direcciones.

Ahora es cuando se hace más evidente la espesa maraña tejida por el sistema capitalista, que nos ha tomado como sus prisioneros desde el mismo momento de nuestra vinculación al aparato laboral-financiero El panorama se viste de un gris nebuloso. Un manto luctuoso se cierne sobre nuestras sociedades, casi al borde del precipicio. Pero en la medida en que logremos despejar nuestra mente, desligándonos de la angustia y el escepticismo que nos produce el futuro cercano, podremos esclarecer el camino. No quiero parecer como un bicho idealista, desconectado de la realidad, el cual ignora la tragedia que están padeciendo miles de familias, atropelladas por la inequidad social y la ausencia de los entes estatales. No obstante, quizás sea ésta una oportunidad de oro para bucear en nuestro mar interior, no digo al nivel místico de los anacoretas o santones de las abadías medievales, pero bien pudiéramos hacer nuestro mejor esfuerzo. Entender, por ejemplo, qué nos hace realmente felices, de qué está hecha esa felicidad, qué estamos dispuestos a hacer para conseguirla, quiénes queremos que nos acompañen en dicha travesía. De igual forma, podemos propiciar un mayor acercamiento con nuestros hijos, con nuestras parejas, con nuestros padres y hermanos, con nuestros seres queridos. Tratar de descifrar sus dudas existenciales, sus miedos ocultos, sus odios viscerales, sus pasiones encendidas. Intuir sus propósitos más íntimos. Aprender a interpretar la mirada cómplice, la sonrisa discreta, el entrecejo fruncido, el ademán nervioso. Y aquellos que se encuentran lejos, separados por la gran urbe de cemento, no dejen que la distancia marchite el amor fecundado. El antídoto reposa en el arte de la palabra, en el encanto sutil de las letras, en un escueto “te amo” de 40 bits, un “me haces mucha falta” de 136 o en un poema de Borges de 3250, viajando a través del espectro electromagnético, a la antigua usanza de las relaciones epistolares de los novios de antaño (en su versión informática). Tal vez descubran que más allá de las delicias de la carne y la tibia fusión de los labios subyace el latido de la utopía platónica; ese amor volátil, incorpóreo e incorruptible que suele manifestarse en el mundo de las ideas. ¡Ya luego podrán consumar su fiesta del fuego!

El mundo exterior luce como un animal exótico, ajeno, anacrónico. Hemos perdido la noción del tiempo; esa extraña sensación de que todos los días tiene el mismo color, la misma textura. Da lo mismo un lunes que un viernes; se ha perdido la magia del fin de semana, los apuros de una mañana a las siete, el vértigo de las horas pico, la desazón de un domingo en la noche, el sacro ritual de los cinco minutos de más en la cama, antesala del periplo a la ducha. Nuestra rutina se ha vuelto lineal, predecible, incluso confortable, en el sentido de habituarnos inconscientemente a la geografía doméstica, a la proximidad conyugal, al aroma de la soledad. ¿Y cómo no dejarnos acorralar por el tedio, por la abrumadora monotonía, por la ansiedad del mañana? ¡Ah, el ocio creativo! He ahí la respuesta. Y qué tal si hallamos regocijo en un arte, en el hábito de la escritura, en cultivar una técnica, un nuevo saber, o quizás en planificar ese emprendimiento que nos ha rondado en las noches de vela. No es mala idea abrazar la posibilidad de un trasegar más simple y elemental, de disfrutar con los pequeños detalles, con la brisa del viento, con la belleza y el misterio que se revela en una noche constelada, con la noble mirada de un perro, con la sincera sonrisa de un niño. ¿Exceso de prosa? ¿Causa perdida? Quizás no. O qué sé yo. Todo habrá de fluir en proporción al tamaño de nuestras urgencias y prioridades.

La tecnología asoma como la gran redentora en estas agridulces jornadas de encierro, pero tal vez haya llegado la hora de refinar su (mal) uso, hacerla menos invasiva, conjurar su carga alienante. Debemos buscar otro tipo de soluciones, más intimistas, más estimulantes. No digo que obviemos la infinita gama de posibilidades que nos ofrecen las herramientas tecnológicas, más aún en estos días de “realidad virtual” y teletrabajo, ni que retornemos a las anticuadas costumbres decimonónicas, con sus lámparas de queroseno y máquinas de vapor, pero sí que regulemos sus altas dosis de consumo; ese carácter de medicamento perentorio que les estamos otorgando. No es descabellado, pues, pensar en dedicar más horas al día a la lectura, al pensamiento crítico, a la contemplación racional de la naturaleza y a las manifestaciones artísticas y científicas de cualquier índole: ¡la gran cruzada epistemológica!, en detrimento de la excesiva devoción que se les profesa a las tóxicas redes sociales, a los contenidos televisivos de baja calidad, a los anodinos programas deportivos (y a la incontinencia verbal de sus protagonistas) y a las películas de dos estrellas: el enfurecido culto al becerro de oro. Más bien, deberíamos purificar nuestros sentidos, domesticar nuestros instintos más básicos, perseguir metas más asequibles, no tan etéreas y lejanas, emanciparnos de las quimeras que enferman al alma. Por poner sólo un ejemplo, en vez de alimentar la ilusión de tener un televisor con pantalla de cristal líquido de 80 pulgadas y un teatro en casa de última tecnología, mejor depuremos el gusto por el séptimo arte y por una televisión que nos obligue a ejercitar nuestras neuronas, que se salga de los estereotipos trasnochados, impuestos por la sociedad de consumo. Pero no por ello mismo hemos de renunciar a la legítima búsqueda del placer que nuestros sentidos demandan, tanto el placer sensual (hedonismo) como el placer intelectual (epicureísmo). Sólo es cuestión de encontrar el equilibrio perfecto entre ambos. Todo aquello suena a un mundo ideal, a la empresa quijotesca de un tonto; pero ya entrados en gastos, hagamos de este cautiverio un escenario propicio para intentar, por lo menos, ser mejores seres humanos, lo cual habrá de contribuir a la construcción de una sociedad más viable e incluyente. Entonces, todos nuestros esfuerzos colectivos habrán obedecido a un encomiable propósito.