de cerdos y hombres: entre la nostalgia y la conciencia
Por: Juan Fernando Pachón Botero

@elmagopoeta

Uno de los mayores placeres de la vida, sin lugar a dudas, es comer; pero me refiero al buen comer, el que se hace con gusto, sin restricciones ni prejuicios, a la usanza de los fastuosos banquetes del acervo cinematográfico. Algunos glotones redomados sostienen, incluso, que es mejor que el mismísimo sexo. ¿Y quién soy yo para contradecirlos?

Pero más allá del estrecho vínculo estómago – cerebro, en función de satisfacer nuestra arraigada naturaleza hedonista, los hábitos alimentarios responden a una necesidad básica y fundamental de todo ser humano, una cuestión de supervivencia, un derecho inalienable, sin importar su condición social, política o religiosa. La dieta de los hombres de las cavernas era muy precaria, y consistía mayormente en frutos secos, bayas, frutas frescas y carne cruda de cuanto animal pudieran disponer (¡incluido el feroz dientes de sable!), pero suficiente para dotarlos del vigor demandado en aras de conjurar las hostiles condiciones de vida de la época. En la Palestina del Jesús bíblico, después de una opípara comilona, los comensales eructaban en señal de agradecimiento, lo que era entendido como una norma de cortesía y buena educación. ¿Qué hubiera pensado nuestro buen amigo Carreño?, el padre del bendito manual de urbanidad y buenas maneras que con tanto ahínco se nos dictaba en la escuela. Los romanos, en especial las clases más encopetadas del Imperio, comían hasta el hartazgo en sus orgiásticos festines, para lo cual se introducían una pluma de pavo real en la garganta, con el fin de expulsar sus jugos gástricos en los vomitorios, dispuestos en las periferias de la residencia del anfitrión, pues ya se venía el servicio de postres y pastelería fina. ¡La gula en su máxima expresión! En la baja Edad Media, la Europa rural entendió la verdadera definición del hambre; ¡sólo el vino y el pan representaban el 70 % de la canasta familiar! Pasado el trago amargo de la peste bubónica, la civilización europea recompuso en algo su apetito. Leonardo Davinci, el hombre del Renacimiento, ideó una torta de 60 metros a base de nueces y pasas para celebrar la boda de Ludovico Sforza, el moro, pero la noche anterior las ratas conspiraron en contra de su extravagante creación. Francois Vatel, el célebre inventor de la crema chantilly, se atravesó su corazón con una espada al verse incapaz de satisfacer el exigente paladar del rey Sol, Luis XIV. La era de la industrialización y el capitalismo furioso trajo consigo dietas con un muy alto contenido calórico, lo que acarreó indefectiblemente uno de los males endémicos de la salud pública moderna: la obesidad, con todos sus nocivos efectos colaterales. Ahora, en pleno siglo XXI, la gastronomía se ha diversificado de una manera desbordada, los chefs internacionales gozan de una acreditada reputación casi a la altura de las celebridades, y el ejercicio de comer se ha revestido de gran sofisticación y glamour; aunque en términos generales todavía seguimos padeciendo de una deficiente y desbalanceada nutrición, y en algunos casos, incluso, aún continuamos anclados en la Edad de Piedra. Para la muestra un marrano, … y una horda hambrienta.

En épocas navideñas es recurrente entregarse a los excesos de la comida y el licor (y de la carne en el sentido que ustedes se imaginan). Qué decir por ejemplo acerca de las “marranadas” de antaño, donde las gentes del barrio se unían en torno a un pobre chanchito recién sacrificado, con sus desparramadas carnes expuestas y su abultado envoltorio de grasa puesto al orden del día. La matanza del cerdo es una práctica ancestral que data de los tiempos de los primeros pueblos celtas, que luego fue recogida por la férrea tradición de la España clerical para celebrar sus fiestas religiosas, como la de San Martín de Tours, y que generaciones después fue transmitida a Sur y Mesoamérica por las tropas de los conquistadores, que exportaron a la par de sus bellaquerías a través del Nuevo Mundo, tanto su ganado como sus costumbres. En Colombia, principalmente en Antioquia, tuvo su máximo apogeo en la década de los ochenta y principios de los noventa, cuando la cultura narco se apropió de dicha gala. En algunos barrios marginales era muy común ver cuadras enteras cerradas, colmadas de hijos de la calle y la violencia celebrando sus turbias e ilegales gestas, y rodeados de sus íntimos escuderos y gran parte de la barriada en pleno, que no tenían ningún reparo en hacerse los de la vista gorda, con tal de usufructuar las ofrendas porcinas y demás delicias del “bajo gourmet” criollo. Aunque dicho festejo se remonta hasta principios del siglo XX en Antioquia (algunos autores ubican un tiempo mucho anterior), fue en esta convulsa época cuando se popularizó entre todos los sectores y estratos de la sociedad, enraizándose definitivamente en la idiosincrasia paisa y en la de algunas regiones limítrofes.

Para que una “marranada” se llevara a cabo con relativo éxito, debía pasar por varias etapas. Primero estaba el proceso de engorde, que podía llevar hasta un año. Así pues, el animalito era atiborrado con toda suerte de aguamasas, y ni quiero imaginarme con qué otro tipo de menjurjes caseros (aunque su alimentación se ha venido tecnificando día a día, o al menos eso aseguran los productores), con el fin de robustecer su anatomía ya de por sí harto generosa, y convertirlo en un exponente digno de Noche Buena y fiestas patrias. ¡Qué triste destino deben arrastrar mis cuadrúpedos y obesos amigos de ojos pequeñitos y torpe caminar!, por culpa de su carne deliciosa, fácil crianza y abundante tejido corporal. En otras regiones y circunstancias prefieren engordar pavos, guaguas, terneras, conejos, chigüiros, piscos y gallinas criollas. Pero tranquilos que hay hábitos internacionales mucho más exóticos e indigeribles, pues en otras latitudes como en China y gran parte de Asia Central, se mandan a la muela sin el menor pudor: perros, culebras, queso con gusanos, tarántulas crocantes y hasta cucarachas gigantes en salsa agridulce. Así las cosas, me acuerdo que una vez tuvimos durante varios meses a una guagua encerrada en el sótano de la casa de mi abuela, y fue tal la cebada que sufrió el peculiar roedor que casi no pudimos ni sacarlo, pues, por si fuera poco, también se le afilaron los colmillos al condenado. No me enorgullece esta historia, lo aclaro.

La siguiente fase, no sin antes elevar mis más sentidas disculpas a la Sociedad Protectora de Animales y sus defensores de oficio, era el sacrificio, para lo cual se buscaban los servicios de un matarife profesional, o en el peor de los casos de un corpulento carnicero experimentado en tales lides. Cuando el asunto se ponía muy peliagudo se acudía al parroquiano más rudo del barrio, digamos un descamisado sin dientes y avanzada edad que ostentaba un abdomen marcado y fibrosos brazos. Para tal fin, muy temprano en la mañana, se conducía al patíbulo al cochinito de turno. Un tumulto de morbosos curiosos se arremolinaba expectante a la espera del sangriento ritual. El verdugo resoplaba y blandía su machete, dándose aires de samurái tercermundista, mientras lanzaba un espeso escupitajo al piso. No había de faltar el paisano ebrio de cómica figura y garrafa en mano que se animara a recitar un escueto testamento, enumerando las pertenencias del marrano, a su vez que iba señalando a los respectivos beneficiarios de tan insólito botín; numerillo que las masas aplaudían con algarabía desbocada. El marrano se percataba de su negro destino y oponía gran resistencia, gruñendo con fuerza inusitada, en un acto conmovedor que retumbaba en los oídos. La mirada del ejecutor se clavaba en el indefenso animal, que observaba con terror cómo se aproximaba el puñal asesino que había de asestarle la estocada de gracia. Se escuchaban los últimos gruñidos del porcino, desesperados y agudos, pero el trabajo ya estaba consumado: ¡Habemus chicharrón! Incluso había tiempo hasta para la foto del álbum familiar, con los niños posando junto al cuerpo inerte del jamón en ciernes. Aunque no todas las historias tenían final feliz, tanto para los promotores como para los concurrentes, pues supe de una ocasión en la que fue tal el susto del animal, que terminó tirándose desde la terraza el muy aguafiestas, fundiéndose contra el pavimento. Dado el inesperado y singular desenlace, estoy por pensar que se equivocaron de método de ejecución y optaron más bien por emborracharlo a punta de trago barato o vino de consagrar, como solía ser lo convencional en el caso de los piscos y demás aves de corral. En cualquier caso, ¡les tocó pedir pollo a domicilio a los neófitos organizadores!

Ahora seguía la celebración de cuenta del difunto lechón, que ni siquiera merecía quién lo llorara. Se escuchaba Adonay en una grabadora vetusta y oxidada pero de sonido responsable, propiedad de la junta de acción comunal. Al son de la música parrandera el puerco era descuartizado al ritmo de alentados caballeros y matronas de macizo brazo, que con ojo clínico seleccionaban las mejores partes, aunque en el cerdo casi todo tiene algún uso nutricional – de elevado aporte calórico y dudosa reputación-, desde sus vísceras, pezuñas y trompa hasta su sangre, con la cual se prepara uno de los más exquisitos manjares de la cocina popular: la morcilla, que los ingleses han sabido bautizar con un nombre mucho más distinguido: black pudding. Después de que el animal estaba bien rebanado en finos cortes y había pasado por la leña, se procedía a fritarlo, para lo cual se disponían varias pailas de amplio volumen, donde se vertían mares de aceite que cubrían su áspera piel hasta convertirla en crujientes trozos de carne y pellejo. Mientras la muchedumbre “azotaba baldosa” y tomaba aguardiente envuelta en frenesí, miraba de reojo al recipiente y su ocupante al rojo vivo, a la espera de hundir sus fauces en tan “digno” plato. A la distancia se observaba un paisaje de lonjas y grasa que invitaba al gozo supremo, el cual se manifestaba en ráfagas de penetrantes olores, que volaban de una nariz a otra: ¡viva el aroma del colesterol! No hay oferta culinaria más grata a los ojos que una bandeja rebosante de morcilla, chorizo, chicharrón, costilla, butifarra, tocino y demás derivados porcinos. Los más refinados dirán que se trata de un menú rudimentario, de la más baja condición, pero qué le vamos a hacer, si es lo que produce la tierra. Además, es muy delicioso y fácil de preparar. Era tan abundante la carne a repartir, que había hasta para los perros y para uno que otro pegado. Ya al final del agasajo, que venía siendo muy temprano en la mañana, cuando el Sol golpea tímidamente con sus primeros rayos, aún quedaban restos dispersos de carne endurecida y fría, la cual tenía por destino el estómago de los últimos borrachos, ad portas de morder el cemento.

Cabe decir que la moda de matar al cerdo va en franca caída libre, afortunadamente, pues por muy pintoresca que parezca, no deja de ser una elocuente muestra de barbarie ancestral, no muy diferente de las corridas de toros o el circo romano de hace dos mil años. En algunas francachelas suelen adornar con una manzana el hocico del chancho, tal vez con la intención de suavizar la severa expresión de su fachada, dotándola de una estéril sonrisa; pero no hay eufemismo ni perfume que disimule la grotesca estampa que allí se exhibe. En cualquier caso, debo celebrar que este (mal) espectáculo callejero tiende a desaparecer, conforme las autoridades públicas toman conciencia y el gen cultural hace eco al llamado. Al menos en Medellín ya está prohibido el sacrificio público del cerdo (así como la pólvora y los globos), determinación que aplaudo a rabiar, aun cuando de niño y en alguna etapa de mi adolescencia y juventud fui partícipe esporádico de tales eventos. Los más nostálgicos dirán que todas estas medidas atentan contra la Navidad misma, pues por si fuera poco también están en vía de extinción los pesebres en las salas, las novenas familiares, y si nos descuidamos, hasta los villancicos, la natilla y el buñuelo; pero ése es el justo impuesto que hemos de pagar, dada nuestra desmesura a la hora de celebrar. En fin, volviendo a lo nuestro, y alejándome de la frívola anécdota y el tono jocoso, es pertinente preguntarse por qué el ser humano es tan proclive a este tipo de ceremonias tribales, donde salen a relucir sus instintos más primarios. Quizás no hemos podido sepultar a ese hombre primitivo que habita en nuestro inconsciente, y que aún se regocija con extraños ritos de sangre que evocan sus días de oscuridad intelectual, y si se quiere moral. Algunos podrán argumentar que necesitamos aprovechar los dones que nos brinda la naturaleza, eso no se pone en discusión, pero no debemos hacer de este derecho legítimo un festival decadente y cruel, símbolo inequívoco de nuestra pésima gestión de los recursos que nos han sido conferidos. Y no les quepa la menor duda de que yo también disfruté de aquellas jornadas decembrinas con marrano (y aguardiente) a bordo, pero siendo consecuente con mi tardío despertar de conciencia, es justo acatarlas como un travieso recuerdo juvenil; matizado, eso sí, con un sincero mea culpa. No obstante, no seamos tan radicales, pues en el escalafón de la Iglesia Católica, este pecado está lejos de merecer el castigo eterno en las brasas del Infierno. ¡Y qué Dios guarde en su infinita misericordia a todos los marranitos caídos en batalla!