De la belleza y otros deleites
Por: Juan Fernando Pachón Botero

@elmagopoeta

Un rostro sobrio y atractivo que cautiva las miradas, un atardecer bucólico que sobrecoge el espíritu o un pensamiento afortunado que estimula el intelecto son manifestaciones evidentes de belleza, en el sentido de generar un estado de hondo placer. Umberto Eco en “Historia de la Belleza” nos ofrece una mirada muy personal y hace un repaso detallado del significado de la belleza a través de las diferentes épocas de la humanidad, partiendo desde la Grecia Clásica, cultura rebosante de prodigiosos artistas, pragmáticos pensadores y eximios hombres de leyes que legaron a la civilización occidental sus bellas esculturas, elaboradas corrientes ideológicas y eficientes sistemas políticos; pasando por el Renacimiento europeo, la edad de oro de la estética y el estilo, en donde los hombres de las artes y el saber alcanzaron con sus obras e inventos, cumbres de excelencia y milagrosa belleza; hasta llegar a la Era Moderna, periodo fértil en corrientes artísticas transgresoras e irreverentes que le dieron un nuevo enfoque a la belleza.

Miguel Ángel Buonarroti, iluminado artista italiano del siglo XV y genio creador del “David” y “La Piedad”, dijo alguna vez, embriagado de vanidad y orgullo, luego de ver culminada su magnífica obra: “Dime, oh Dios, si mis ojos, realmente, la fiel verdad de la belleza miran; o si es que la belleza está en mi mente, y mis ojos la ven doquier que giran”. Platón abordó todo rasgo de belleza sensorial, como no podía ser de otra manera, desde el mundo de las ideas, confiriéndole una naturaleza metafísica. Tomás de Aquino redujo el concepto a una esfera netamente visual, otorgándole validez a lo bello en tanto agrade a nuestra vista. Sin embargo, una fragancia de Paco Rabanne, el sabor de unos espaguetis a la carbonara acompañados de un buen vino francés, un soneto de Sor Juana Inés de la Cruz o una piel sedosa al tacto también provocan un disfrute maravilloso, y por tanto han de ser expresiones sutiles de belleza.

La simetría y proporción corporal que revela el “Hombre de Vitrubio” de Leonardo Davinci, un hombre decididamente adelantado a su tiempo, es una clara síntesis de su particular comprensión acerca de la belleza, partiendo de refinados esbozos geométricos, así como de amplios conocimientos sobre anatomía, lo que en sí representa una visión sistematizada y técnica de la estética desde una mirada acaso científica. En consonancia con lo anterior, el número de oro o razón áurea dota de un estricto valor matemático a los cánones de belleza en función de la proporción perfecta, a partir del desarrollo de la serie numérica de Fibonacci, el autor de la renombrada “secuencia divina”. Así pues, “La Quinta Sinfonía en do menor” de Beethoven, el bucle que describe el armazón de un caracol, los brazos espirales de la Vía Láctea o “El nacimiento de Venus” de Sandro Botticelli se rigen bajo una misma y misteriosa sucesión de números “mágicos” enteros que les concede, sin desconocer su notable valor estético, una condición de belleza fría y calculada, muy alejada de la visión romantizada e intuitiva con que generalmente solemos evaluar tales patrones estéticos, pues nuestro arraigado cerebro de primates pensantes, cuyo hemisferio derecho regula con mano de hierro nuestras impresiones y sentimientos más recónditos, ya viene programado genéticamente para preferir los objetos e imágenes que cumplan con dicha propiedad matemática. No obstante, aquella curiosidad que nos ofrece el Universo en su infinita complejidad y sabiduría no hace más que legitimar el carácter de belleza insondable que subyace, tanto en las formas y eventos sofisticados del reino natural como en los dominios inexpugnables que duermen en la mente humana.

Muy contrario a lo que podría indicar el sentido común, la belleza es puramente subjetiva. No existe un parámetro universal y unánime que logre reducirla a una verdad unívoca, a una interpretación absoluta. Aquello que nos provoca un extraño coctel de gratas emociones y nos atraviesa como un estallido místico puede pasar totalmente desapercibido para muchas otras personas. Así, los largos cuellos de las mujeres jirafa de la República de Myanmar (antigua Birmania), los pies de loto de las muchas doncellas en la antigua tradición china, los rostros blanquecinos de apariencia casi fantasmal de las geishas japonesas (cubiertos con un polvo tóxico a base de plomo blanco) o los torsos severamente marcados por profusas cicatrices tipo queloide y los labios en forma de plato de las nativas de algunas tribus de África central, cuyas deformaciones físicas son cultivadas con un firme propósito ornamental (y ritual) desde muy tierna edad, contravienen las normas de la belleza clásica. Incluso, la historia nos ha enseñado que tales transgresiones de lo aparentemente convencional responden a cuestiones acerca de la idiosincrasia y el acervo cultural de un pueblo en particular. Basta observar las grandes obras de arte de los más insignes pintores a lo largo de las diferentes épocas para atestiguar la falta de consenso en cuanto a los gustos estéticos se refiere. En el periodo prehistórico, con base en los diversos hallazgos de arte rupestre, se aprecia una marcada predilección por las mujeres regordetas de senos grandes y caderas anchas, símbolo de fertilidad y abundancia. En la Antigua Grecia, se ponderaba tanto la belleza femenina como la masculina: dioses, héroes y semidioses de la mitología local (y en excepcionales casos, ilustres prohombres) lucían sus cuerpos altos y musculosos, sus hombros anchos y sus rostros ovalados en los panteones y templos de adoración, y aún hoy ostentan sus magníficas dotes, cubiertas en bronce y mármol, en los museos de las capitales más cosmopolitas. En el Renacimiento, el ideal de la belleza femenina estaba representado en mujeres de tez blanca, cuerpo redondeado, blonda cabellera y mejillas sonrosadas. En el Barroco, se siguió la línea de mujeres más rellenitas y de brazos rollizos, pero gracias al auge de los corsés los pechos se tornaron más exuberantes y las cinturas más estrechas. En la Era Victoriana, se intensificó aún más el uso de los corsés, lo que ocasionó que muchas mujeres pagaran tributo a su exacerbada vanidad con desmayos fortuitos e incluso con su propia vida, dadas las deformaciones y profundas secuelas que tales artilugios provocaban en los órganos vitales. A principios del siglo XX, el arquetipo de la belleza lo señaló el caricaturista Charles Gibson, quien plasmó en sus provocadoras ilustraciones a jovencitas de senos firmes, caderas prominentes, miradas vidriosas y andar estilizado, es decir, unas auténticas “Gibson girls”. En la década de los cincuenta, Marilyn Monroe, provista de labios encendidos y carnosos, formas voluptuosas y actitud coqueta y desenfadada marcó el estilo de muchas adolescentes que idealizaron aquel tipo de belleza vanguardista y arrebatada, no obstante su fama (muy mal ganada, pues era bastante lista) de rubia tonta. En los ochenta, la típica chica sexy californiana de curvas pronunciadas y piel bronceada acaparó las portadas de las más influyentes revistas juveniles, convirtiéndose en un faro a seguir. En los noventa, las supermodelos de piernas largas, figuras extremadamente delgadas y rostros andróginos, en algunos casos demacrados y enfermizos, pusieron en evidencia la anorexia y la bulimia. En la época actual, a pesar de los estereotipos impuestos por la sociedad de consumo y del excesivo culto que se le rinde al cuerpo, la concepción de la belleza ha logrado trascender del plano físico al plano intelectual, espiritual y emocional, lo que ha traído consigo una visión mucho más integral. Vemos, pues, cómo las “reglas del juego” han ido evolucionando conforme avanzan los tiempos. Sin embargo, una vara fiable para determinar la belleza – concretamente de lo tangible -, dejando a un lado los criterios estéticos propios de cada época y región geográfica, radica en la simetría de las partes, como antes se mencionó, puesto que plantea una idea de orden y armonía. Ha de ser igualmente bello el rostro simétrico y bien proporcionado de Greta Garbo o Charlize Theron que la arquitectura perfectamente simétrica del Taj Mahal o la Gran Pirámide de Guiza.

Cuando las experiencias sensoriales se desvían de su cauce natural y rebasan nuestra capacidad de asombro, entonces entramos a la categoría de lo sublime, la expresión más elevada de la belleza. Una aurora boreal sobre la gélida oscuridad en los fiordos noruegos, el “Adagio de Albinoni” interpretado por la Orquesta Sinfónica de Londres, el paisaje nocturno del casco antiguo de Praga a orillas del río Moldova o el conjunto de pinturas al fresco que engalanan la bóveda de la Capilla Sixtina en el Vaticano son claros paradigmas de la excelsitud en términos de una belleza superior; aquello que conmueve las fibras más íntimas de nuestro ser. Pero también existe otro tipo de belleza magnificente y suprema que permanece oculta allende nuestros sentidos. La sinfonía perfecta y deliciosamente elegante y discreta que llevan a cabo las cuatro fuerzas fundamentales que gobiernan el Cosmos resume per se la exquisita y subrepticia belleza que escapa a nuestra rudimentaria y poco entrenada percepción de los sucesos cotidianos. Incluso, la implacable Segunda Ley de la Termodinámica (el imperio de la entropía a sus anchas), cuya cruda interpretación determina el caos latente y progresivo como único destino viable del Universo, puede albergar belleza en la sutil sincronía entre el principio y el fin de las cosas, como se constata, por citar sólo un ejemplo, en el ciclo vital de las estrellas: esferas gaseosas de enorme fuerza gravitatoria que, dependiendo de su masa, liberan un remanente de energía colosal en los estertores de su lenta y aparatosa muerte, dando origen a nuevas entidades cósmicas, increíblemente densas y mucho más inhóspitas y despiadadas, donde aun los principios de la física cuántica  – y relativista – colapsan, llámense enanas blancas, estrellas de neutrones o agujeros negros. Asimismo, la maravillosa estructura de doble hélice del ADN, más allá de su hermosa estampa molecular, compendia la belleza abstracta que nos ofrece el microcosmos de la bioquímica celular, más aún si se considera como un valor agregado de majestuosa y velada belleza su asombrosa capacidad de almacenar información – genética – en favor de propiciar la vida: un solo gramo de ADN puede contener el equivalente de hasta tres millones de discos compactos, ¡aproximadamente 600 millones de canciones en formato MP3! Hay ocasiones, empero, que lo sublime se entreteje entre la fascinante y dramática puesta en escena que el Universo nos obsequia y la hermosura desbordada que los telescopios espaciales (con el Hubble a la cabeza) y los radiotelescopios de última generación capturan con sus poderosos lentes, desde gigantescas supernovas que colisionan entre sí y nebulosas serpenteantes en cuyo interior se gestan cientos de estrellas, hasta exóticos planetas que orbitan púlsares indómitos y supercúmulos galácticos tan descomunales que un haz de luz tardaría decenas de millones de años en surcar sus vastos territorios.

Las nociones del bien y el cielo, vistos como preceptos morales, adquieren relevancia y validez en tanto el mal y el infierno de las religiones monoteístas, entendidos como fuerzas antagonistas, desplieguen su manto gris sobre los hombres. El día es un hecho cierto e irrefutable en tanto el sol se oculte sobre el horizonte y florezca la noche, haciéndose patente el gran contraste entre la luz y la oscuridad. Y siguiendo esta misma lógica, la belleza se hace obvia y desvela su extraordinario rostro en tanto la fealdad se torne hiriente y repulsiva, pues son conceptos complementarios que definen la eterna dualidad del ser. En este sentido, la pobreza, la guerra, la enfermedad, las pestes, los olores pútridos, los rostros contrahechos, los cuerpos amorfos y las ideas prosaicas simbolizan el caos y la imperfección. Y es que nuestra condición humana, basada en el riguroso y caprichoso “régimen” de recompensas y castigos que reposa en las honduras del sistema límbico de nuestro cerebro, nos empuja a asociar tácitamente todo aquello que nos impacta de forma negativa con lo feo y lo desagradable, según nuestro propio racero del mundo que nos rodea. Uno de los testimonios más ilustrativos es el que atañe a las brujas medievales. A lo largo de la historia la brujería ha tenido, injustamente valga decir, una connotación acentuadamente femenina, dada la sensible y enraizada relación que las mujeres han tenido con la naturaleza desde tiempos inmemoriales. Algunas de las sacerdotisas celtas dedicadas al culto del bosque eran hermosas, al igual que muchas campesinas de la Edad Media, cuyo depurado talento en las artes de los ungüentos y los brebajes medicinales les supuso la reprobación por parte de una Iglesia histérica y enfebrecida, cautiva de sus propios vicios dogmáticos y recalcitrante postura maniquea, representada en su oscuro tribunal inquisitorial, el cual las tachó sistemáticamente de criaturas malvadas de la noche, dedicadas a elaborar pócimas mágicas y diabólicas. Así las cosas, no era conveniente consentir el vínculo non sancto entre la supuesta maldad de aquellas “esposas de Belcebú” y la hermosura y sensualidad que portaban de forma natural, razón por la cual se hizo correr el rumor ampliamente infundado, sobre todo entre las masas rurales y supersticiosas, acerca de ancianas encorvadas de nariz prominente, ojos inyectados de odio y pelo hirsuto y maloliente que viajaban, frenéticas y bulliciosas, a bordo de sus escobas voladoras, buscando saciar su desbocada lujuria y avidez por los placeres profanos. Aquel conflicto ideológico-moral quedó zanjado definitivamente gracias a una “astuta maniobra” de la Iglesia Ortodoxa rusa, la cual, inquieta por aquella incompatible fusión de la belleza y la maldad, se valió de un personaje grotesco, muy popular en el folclore eslavo: Baba Yagá, una vieja cruel y antropófaga de dientes de acero, nariz azul puntiaguda y una pata de hueso, cuyo apetito voraz por la carne humana y aviesas intenciones calzaban a la perfección con su repugnante apariencia.

La búsqueda constante de la belleza, ya sea en el orden mundano o etéreo, es una conducta involuntaria de todos los seres orgánicos dotados de un sistema nervioso medianamente complejo (incluso algunos insectos, como es el caso de la mosca de la fruta, captan la belleza por medio del olfato, dejándose seducir por el irresistible aroma – embotellado en sus feromonas – que expelen sus congéneres, con fines meramente reproductivos y de supervivencia, … y por supuesto, recreativos), quizás como una respuesta evolutiva, en el caso puntual de la raza humana, a su carácter hedonista y altamente egoísta. Sin embargo, no podemos perder de vista que dicha búsqueda sólo persigue el propio bienestar a través del goce sensual, y por esa misma razón puede llegar a nublar el entendimiento y el buen juicio si no se toman los recaudos pertinentes, como suele ocurrir con los adictos a las drogas psicotrópicas, al sexo o a los juegos de azar. Por tal razón, es menester nuestro encontrar el equilibrio adecuado entre la satisfacción y el confort que nos brinda algo bello, y por ende gratificante, y la disciplina que hemos de desarrollar para no depender exclusivamente de ello. Sólo entonces, superada esta encrucijada existencial, podremos solazarnos con la belleza que yace más allá de nuestros ojos.