El diablo anda suelto
fernando pachón
Por Juan Fernando Pachón Botero
@JuanFernandoPa5

…Y de pronto me hallaba corriendo estrepitosamente. Mi respiración se tornaba ruidosa y agitada. Mi mente, ausente, naufragaba en medio de un océano de caos. Un temblor de ultratumba se apoderaba de todo mi ser. Estaba oscuro. No tenía más compañía que los desgastados muros de unas ruinas abandonadas de algún desolado lugar en el cosmos. Detrás de mí advertía una tromba maligna y asfixiante que se atropellaba de manera rauda. Yo seguía corriendo. No lloraba siquiera. ¡Hasta las lágrimas se secaron! No paraba de correr. Era una carrera ilógica y frenética. A medida que transcurría la noche, se hacía cada vez más eterna, más funesta, más tóxica. Un hálito maldito perforaba mi carne estremecida. De pronto, paré de correr. El tiempo se detuvo. Un terror puro se clavó en mí, como un puñal certero al corazón.

Diablo
Luego, volví a correr. Luego, temí aún más, mucho más. Luego, me volví a paralizar. Me vi acorralado por un miedo indescifrable, hiriente, helado. Entonces, se me dejó venir la bestia colosal. Abrió sus horribles fauces. Sus ojos, rabiosos, agobiantes, inyectados de locura, me atravesaron como lanzas filosas. No grite. Descubrí una silueta aterradora. Era el monstruo mítico. Era Lucifer que venía por mí, a llevarme a su reino ardiente. Cerré los ojos y me entregué dócilmente: todo terminó. Entonces, desperté gobernado por un intenso sudor frío. Pero era eso y nada más. ¡Qué gran descanso sentí! Era solo una pesadilla…una horripilante pesadilla. La pesadilla. Qué noche tan espantosa. Nunca la olvidaré. Jamás.

A lo largo de los siglos una entidad vaporosa acecha, siempre sigilosa e inexpugnable, a la humanidad. Sobrevuela nuestra conciencia, soltando risotadas alborotadas que se difuminan en la nada. Se hunde de manera inefable en nuestra psiquis, tan dada a dejarse llevar mansamente por aguas turbias. No es del mundo de lo tangible. Se ha enraizado en la cultura popular, manifestándose de disparatadas maneras y variando ligeramente de acuerdo al folclore de cada región. No está al alcance de nuestra razón. No resiste ningún tipo de juicio. Es el Diablo: el epítome de la maldad. ¿O acaso será nuestro alter ego siniestro y oculto?

Son muchas las historias y mitos que ahondan sobre la conflictiva lucha entre el bien y el mal, desnudando las miserias de los hombres, muchos de ellos proclives a negociar jugosos beneficios al coste que fuere necesario. Una de las relaciones más memorables la protagonizaron Fausto, personaje central de la obra cumbre de Goethe, y Mefistófeles, un demonio políticamente correcto, muy convincente y refinado, quien se valió de su astucia malévola para tentar al inquieto doctor, dotándole del conocimiento ilimitado que buscaba. A cambio, su alma fue puesta como prenda de garantía. Pero cuando de contratos luciferinos se trata, Niccolò Paganini acapara todos los honores. Se dice que el famoso y virtuoso violinista italiano, obsesionado con alcanzar la perfección en las notas musicales, optó por venderle su alma al mismísimo príncipe de las tinieblas. O al menos eso es lo que dicen las malas lenguas de su época. Otro que tuvo coqueteos con el demonio, pero esta vez desde el mundo de las ideas, fue Dante Alighieri, quien se valió de la alucinante imagen que se tenía de Lucifer, en una época plagada de supersticiones, a la hora de diseñar su onírico y aterrador inframundo de La divina comedia, donde las ánimas errantes se arrastran sobre el fuego. No en vano la imaginería popular se ha alimentado de esta fabulosa mitología medieval para representar al «ángel caído» y sus pavorosos dominios. No obstante, mi “demonio favorito”, y de lejos, es el virulento Diablo de El exorcista (William Friedkin, 1973). Y cómo olvidar esa violenta y acrobática escalada por las paredes, desafiando la ley de gravedad. Y Cómo olvidar ese mítico giro de cabeza. Y cómo olvidar ese amorfo rostro lanzando improperios en lenguas muertas.

Ya de niños solíamos elucubrar sobre esa presencia malsana e inescrutable, mientras nos resguardábamos, temerosos, bajo las cobijas. Una entidad sobrenatural, y no menos espeluznante, ataviado de enormes y protuberantes cuernos, piel árida, chivera fina y longilínea, cascos de equino, mirada glacial, cola serpenteante y tridente en posición de ataque, se nos revelaba desde las profundidades de nuestras pesadillas más inenarrables, amenazando nuestra frágil arquitectura mental. Y por más que tratemos de obviarlo, siempre estará ocupando un lugar preponderante en algún recóndito rincón de nuestro ser; agazapado y siempre dispuesto a dar el salto en el momento más inesperado. ¡Ay qué miedo!

Pero no siempre Satanás es sinónimo de miedo irracional. En algunas ocasiones también se le suele adjudicar una naturaleza cómica, que raya en lo ridículo, quizás con el afán de conjurar el horror que se cierne a su andar. Solo basta repasar los chistes de Cosiaca, en donde el incauto “Patas” es víctima de las ocurrencias del ingenioso y malicioso culebrero paisa. Y qué decir de algunas fiestas populares a lo largo de la geografía nacional, en donde los simpáticos diablitos, cargados de un espíritu decididamente picaresco y venial, forman parte fundamental de la idiosincrasia popular. De hecho, la representación arquetípica de nuestro amigo infernal se me antoja, al menos por estos lares, bastante bufonesca, riñendo con la aureola de malignidad que se ha ganado a pulso, a costa de asustadizos parroquianos.

Su época de mayor esplendor, si cabe la expresión, fue en el ocaso de la edad media y principios del renacimiento. Un halo maléfico se apoderó de Europa y provocó una histeria colectiva de proporciones faraónicas. Las que llevaron la peor parte fueron las mujeres, que por aquel entonces no gozaban de la consideración del clero, y por tanto figuraban en la parte más baja de la pirámide social. Esa condición de inferioridad de género fue la que propició que algunas de ellas se hicieran acreedoras al título poco honroso de consortes del demonio (brujas). Muchas murieron quemadas en la hoguera. La inmensa mayoría, de manera injusta.

Mucha gente dice haber visto a Satán en alguna ocasión. Algunos hasta se enorgullecen. O como mínimo, afirman haber experimentado de manera tangencial su subrepticia presencia. ¿Y cómo hemos de medir la veracidad de los hechos? No hay herramientas confiables, desde la jurisdicción de la razón, que nos permitan desvelar el enigmático manto que cubre esa oscura leyenda patrimonial. Sin embargo, sí podemos echar mano de nuestro sentido común para tratar de encontrar una explicación satisfactoria al porqué de ese poder alienante, casi tiránico, que ha ejercido sobre nuestras sociedades a lo largo de todos los tiempos.

Desde una mirada más racional, y alejándonos del espectro metafísico, es justo señalar que la demonología moderna se ha ido apartando de las tesis paranoicas de mitad de milenio, tornándose menos apocalíptica. Así las cosas, en lugar de poner a volar nuestra imaginación, reciclando viejas leyendas traídas de los cabellos, más bien deberíamos enfocar los esfuerzos hacia nuestro propio dominio interior, el cual nos podría ayudar a entender la dinámica moralizante de esa criatura inquisidora, que ha fundado su nicho en los recovecos más sombríos de la mente, haciendo las veces de guardián de nuestros actos, propios de la confusa naturaleza humana.

El Diablo, examinado como entidad universal, tiene tantas aristas como significados. Las venerables señoras de escapulario en mano, entregadas a la vida piadosa y obnubiladas por la doctrina católica, se echan la bendición y se rasgan las vestiduras al escuchar su nombre. Sólo es una cuestión de temor primario e insensato. Algunos jóvenes arrojados, carentes de un norte y ávidos de experiencias esotéricas, se sumergen en su búsqueda vacía y peligrosa. Los hombres del saber, puristas de la lógica, lo interpretan como una construcción de la consciencia humana, fruto de nuestros miedos más ancestrales. En este sentido, las iglesias del mundo, imbuidas en una febril carrera evangelizadora, aún no se ponen de acuerdo en las bases teóricas que han de cimentar la visión maniqueista que representa: esa compleja dicotomía entre la luz y la oscuridad. En cambio, han optado por el camino más fácil y conveniente: adoctrinar desde el terror y la represión, publicitando un ser maligno que vigila constantemente a la raza humana. Si bien, dicho artilugio sociológico ha servido para atajar a las almas indómitas, con la amenaza siempre latente de las brasas eternas, no deja de ser un declarado secuestro de la razón.

Luzbel, Lucifer, Satanás, Belcebú, póngale el apelativo que usted quiera, se ha convertido en el enemigo público número uno de todos nosotros. Este embajador del mal, vaya uno a saber a razón de qué, se ha convertido en la causa de todos los vicios y bajezas del mundo. Sin embargo, no podemos extraviar el rumbo. No podemos evadir nuestras responsabilidades de especie. No nos engañemos. El Diablo, como lo hemos entendido desde tiempos inmemoriales, no puede ser otra cosa que una excusa desesperada a nuestras deficiencias e imperfecciones mundanas; es la cloaca donde reposan los desechos espirituales de nuestro lado más torcido: una suerte de comodín inventado por nuestro inconsciente para satisfacer sus propias flaquezas y titubeos morales. En este orden de ideas, Diablo y Dios, vistos bajo un enfoque dogmático, son conceptos opuestos e inseparables de un mismo principio de interrelación y entendimiento entre el individuo y su particular percepción de la cosmogonía.

Así pues, para encontrar al Diablo no hay que perderse en los escatológicos y vagos salmos de la Biblia; ni mucho menos hay que invocar su nombre en improvisadas sesiones espiritistas, con gato negro y tabla ouija a bordo; tampoco hay que adentrarse en el espeso bosque, en busca de aquelarres de media noche, en donde las brujas aterricen en sus escobas polvorientas a copular con él: el macho cabrío. No. Si quiere verse cara a cara con esa estampa tenebrosa, que ha venido asustando a la humanidad desde hace muchísimos años, mejor échese un vistazo por las guerras y conflictos de la historia; haga un sumario de los crímenes cometidos por los poderes fácticos establecidos; regálese un paseo por los pomposos pasillos del senado y demás edificios del estado, donde la impunidad galopa rampante. Y luego no se queje. No diga que no se le advirtió. El Diablo anda suelto y está plenamente identificado. No huele a azufre ni viste de rojo chillón. Simplemente habita en cada uno de nosotros y, de manera ocasional, sale a hacer una que otra travesura. ¡Y ojalá qué nos coja confesados!