El fantasma y la oscuridad: los devoradores de hombres de Tsavo
fernando pachón
Por Juan Fernando Pachón Botero
@JuanFernandoPa5

Corría el año 1898. España perdía su hegemonía sobre Cuba a manos de EEUU; los esposos Pierre y Marie Curie descubrían el radio y Max Planck, el fotón; H.G Wells escribía “La guerra de los mundos”; nacían el director de cine ruso Serguéi Eisenstein, el caudillo colombiano Jorge Eliecer Gaitán, el escritor alemán Bertolt Brecht, el empresario automovilístico italiano Enzo Ferrari, la política israelí Golda Meir y el poeta español Federico García Lorca; el Reino Unido se encontraba en uno de los picos más altos de su historia, dominando gran parte de la geografía mundial; y unos singulares representantes del reino animal sembraban el pánico en una remota región de Kenia.

THE GHOST AND THE DARKNESS, Val Kilmer,  John Kani, 1996, ©Paramount
THE GHOST AND THE DARKNESS, Val Kilmer, John Kani, 1996, ©Paramount

Escena de la película que aborda la estremecedora historia: “The ghost and the darkness”

África ha soportado a lo largo de su historia milenaria el peso de la tragedia y el dolor. A pesar de la inconmensurable riqueza que esconden sus llanuras interminables, de la exótica vegetación que engalana a sus vastos territorios y de la gran variedad de fauna que ejerce ese extraño poder hipnotizante sobre la especie humana, el invasor blanco, desde los tiempos más lejanos, ha posado sus ojos sobre su inmensidad, desangrándola lentamente y sumiéndola en un estado de pobreza absoluta a todos los niveles, en el más estricto sentido de la expresión. Así las cosas, a finales del siglo XIX, la Inglaterra Victoriana centró su atención sobre el gran continente negro, el cual le ofrecía una oportunidad de oro para dar aquel certero golpe de autoridad en su afán expansionista.

Y la mejor manera de consolidar el imperio británico en aquella parte del mundo, en claro detrimento de las intenciones colonialistas de Alemania, Francia y Bélgica, feroces competidores en esa lucha por la supremacía territorial, era comunicar África a través de su franja central, uniendo a Egipto con Sudáfrica, eje neurálgico del comercio de la época. Fue entonces cuando se aprobó uno de los proyectos más ambiciosos de la ingeniería decimonónica: construir una línea ferroviaria entre Kenia y Uganda, para lo cual se debía erigir un puente sobre el río Tsavo, uno de los lugares más inhóspitos del planeta. La obra sería conocida como “El expreso lunático”, debido a las múltiples enfermedades tropicales que aquejaron a los obreros y, en particular, a un hecho sin precedentes en la historia natural. Ya lo veremos más adelante.

La colosal obra de ingeniería auguraba dar muy buenos resultados. Para la dirección de la misma se designó al ingeniero y teniente coronel John Henry Patterson, quien gozaba de excelente reputación en la corona británica. Luego de un prometedor inicio, las cosas parecían fluir por el camino del éxito. Solo había espacio para el duro trabajo en pos del anhelado objetivo, y de cuando en vez se otorgaban pequeñas y ocasionales licencias para contemplar la exuberancia animal de la zona: jirafas en celo, cebras al galope, ñus en migración, elefantes a la marcha y un sinfín de especies mágicas y fascinantes…Pero pronto la naturaleza se encargará de mostrar su faceta menos cordial… Y es aquí donde empieza el irremediable caos…

Era de noche. Todos los obreros, en su gran mayoría coolies (trabajadores importados de la India), reposaban apaciblemente en sus respectivas tiendas de campaña, luego de una ardua y agotadora jornada laboral. Los enemigos a vencer no eran otros que la extrema humedad y los incómodos insectos. Sin embargo, las cosas estaban por cambiar de manera radical. Desde lo más profundo de la oscuridad emergió un sollozo desgarrador, que rompió el silencio del lugar. El horror apenas estaba dando sus primeras estocadas. Un inmenso león, del tamaño de un monstruo apocalíptico, se abalanzó sobre un desprevenido trabajador, arrastrándolo salvajemente con sus terribles fauces. Solo quedó un rastro de sangre y desolación. La fiera se había llevado a la víctima hacia su guarida, para devorarlo sin la menor contemplación. Al día siguiente encontraron los restos putrefactos del pobre hombre, custodiado por una espesa nube de moscas.

Aquel fue un hecho que conmocionó al campamento, pero se observó como un asunto esporádico, aunque aún se respiraba una tensa calma. Los trabajos se retomaron con normalidad por varios días. Sin embargo, bastó que llegara nuevamente una de esas noches grises para que la fauna local hiciera de las suyas. Mismo modus operandi y mismo resultado fatal. Con el correr de los días se descubrió que en realidad eran dos los leones que estaban acechando a la aldea, cebados por el olor a carne humana. Los ataques se multiplicaron de forma geométrica. Parecía que las cosas se estaban saliendo de su cauce. Mientras, la mano de obra, dominada por el miedo incontrolable, abandonaba la peligrosa empresa. Entonces, se tomaron cartas en el asunto. Se dispusieron cercas de espinos, fogatas y trampas sofisticadas. También se redobló la vigilancia nocturna. Pero no fue suficiente, pues aquellas bestias asesinas se las arreglaban para sortear los obstáculos con una sagacidad inusitada, perpetrando la matanza sistemática. Parecía que estuvieran dotadas de una inteligencia superior, así como de rasgos poco comunes para los de su especie, ya que eran de aspecto cavernario y muy corpulentos, carecían de melena y su medida desde el hocico hasta la cola rozaba los tres metros, lo que les convertía en unas perfectas máquinas letales.

John Patterson, también experto cazador, se lo tomó como un asunto personal, empeñándose en darles de baja a como diera lugar. Para tal efecto, se posaba pacientemente todas las noches en la copa de un árbol, esperando el momento oportuno para dar el tiro de gracia. Las guardias se hacían eternas. La recompensa nunca llegaba. Fueron nueve meses de constante vigilia, en los cuales la impotencia se apoderó de él, pues veía cómo los leones mermaban de manera drástica el personal de la construcción. Tal parece que estos insaciables animales estaban adoptando una especie de comportamiento psicopático, pues en muchos casos daban la impresión de matar por simple costumbre o incluso placer. Llegó a tal punto el desconcierto de la gente, que se empezaron a tejer versiones fantásticas sobre la presencia de aquellos seres de la noche, otorgándoles cualidades demoniacas. Una leyenda local les confirió el estatus de espíritus guerreros que se encarnaron en los dos leones, para así aplacar el avance frenético del hombre blanco en sus tierras sagradas. Fueron bautizados como “El fantasma” y “La oscuridad”, dada su aparente aura maligna.

Cuando Patterson estaba a punto de perder la paciencia (y no sé si la cordura también), apareció justo ante sus ojos una de las bestias voraces. Fue como una visión espectral. La adrenalina se apoderó del ingeniero irlandés, el cual descargó su rifle Martini-Enfield sobre el desprevenido león. Solo un tiro le impactó en sus partes traseras, a lo cual se perdió entre la densa maleza. Pero solo fue hasta la siguiente noche, cuando el fiero animal regresó en plan de venganza, que se pudo consumar la cacería. Mientras el coronel corría por su vida, sorprendido por el animal herido, disparaba sin miramientos su rifle. Varios tiros alcanzaron su robusto cuerpo y un último rugido se escuchó en la selva. Al fin, uno menos en disputa.

El cazador y su trofeo
El cazador y su trofeo

A pesar del canto de victoria reciente, aún estaba latente el peligro, pues el otro león todavía andaba suelto, dispuesto a continuar con la masacre en curso. Tuvieron que transcurrir tres semanas más para que se volvieran a cruzar el cazador y la presa. Patterson descargó sobre el felino toda su munición sin la menor misericordia. Fueron cinco tiros. Sin embargo, la bestia, increíblemente, se levantó para seguir luchando, y hasta estuvo a punto de alcanzarle con sus filosas garras. Era una escena surrealista, como sacada de una pintura de Dalí. Patterson tuvo que rematar a la fiera con mayor determinación. Luego, el indómito león clavó su gélida mirada en su verdugo, mordió con furia la rama de un árbol caído, y finalmente murió, dejando tras de sí un legado del más hondo terror.

John Patterson se graduó como héroe y los trabajos en el ferrocarril se reanudaron con relativo éxito, luego de varios meses de retraso, pero la región de Tsavo quedaría marcada para siempre por aquella fatídica faena. Según el relato de Patterson, la aventura felina dejó un saldo de 135 personas muertas, pero recientes investigaciones basadas en análisis de isótopos radiactivos apuntan a un número más modesto, de tan solo 35 personas. Otras indagaciones, en cambio, señalan un número cercano a las 70 personas. El dato queda para la discusión. No obstante, no dejan de ser cifras elocuentes, más aun, teniendo en consideración lo anómalo del suceso. Terminado el periplo africano, Patterson convirtió sus sendos trofeos de caza en extravagantes alfombras, que ornamentaron su casa por largo tiempo. A su muerte, dos décadas después, éstas fueron vendidas al museo Field de Chicago (Illinois, EEUU) por un valor de 5000 dólares, donde fueron reparadas con curia, para tratar de devolverles su silueta y tamaño original. Ese hecho nunca ocurrió. A la fecha, la pareja sigue en exposición, pero su apariencia, algo apática y estéril, dista mucho de la ferocidad y frialdad sanguinaria que debieron tener en el pleno apogeo de sus temibles correrías.
Leones expuestos en museo
El Fantasma y la Oscuridad, expuestos al público en Chicago

Mucha tela se ha cortado sobre el dantesco tema. Se han hecho películas (“Bwana Devil”, “The ghost and the darkness”, protagonizada por Val Kilmer y Michael Douglas), documentales y libros, pero en la mayoría de los casos, salvo ilustres excepciones, se enfatiza demasiado en el carácter meramente anecdótico (y hasta paranormal) de los hechos ya conocidos, dejando de lado el rigor científico. No obstante, varias investigaciones que se han hecho sobre la macabra historia, han arrojado algunos resultados interesantes. En este sentido, se ha concluido que el inusual comportamiento antropófago de los animales en cuestión (y de otros, potencialmente) se pudo deber a varios factores. En primera medida, y de acuerdo a los análisis de laboratorio, se estableció que uno de los leones sufría de una severa enfermedad dental, lo que muy seguramente le llevó a optar por botines más fáciles de cazar. Y que mejor opción para su restringida dieta que la tierna y deliciosa carne humana. Otra teoría apunta a que Tsavo ha sido históricamente una ruta de esclavos, muchos de los cuales morían en las travesías, sirviendo de cena a los depredadores de la zona, incluido el rey de la selva, razón por la cual se ha familiarizado con su dulce y exótico sabor. Así mismo, se ha sabido que por aquellas calendas, una fuerte peste bovina azotó el lugar, mermando de manera significativa las presas que constituían la base de la pirámide alimenticia de los leones de la zona, lanzándolos en la búsqueda de otro tipo de carne, mucho más asequible y para nada despreciable. En cuanto a la llamativa ausencia de melena, se puede deber a la pastosa vegetación del lugar, que ha hecho poco práctica la gran mata de pelo que le adorna, derivando, presumiblemente, en una mutación genética muy eficaz, que le ha facilitado su labor de cacería a través de las tupidas selvas. Ya por último, y no menos importante, vale destacar otra característica distintiva de estos felinos sui géneris: su descomunal tamaño, fruto, muy probablemente, de su selecto menú a base de búfalos, principalmente, y en menor medida de jirafas, cebras y grandes antílopes.

A lo largo del tiempo han sido varios los animales que han creado un calamitoso vínculo entre su apetito voraz y nuestra jugosa carne, convirtiéndose en auténticos heraldos del terror. Uno de los casos más célebres fue el de la bestia de Gévaudan en el siglo XVIII, una extraña criatura con apariencia de lobo mitológico, que se aventó a la tripa a más de un centenar de pobladores en una región del sur de Francia. Otro antropófago consagrado fue el cocodrilo Gustave, cuya glotonería desbordada se cobró la vida de casi 300 personas en la rivera del Nilo en Burundí. Pero si de grandes registros se trata, no podemos dejar en el olvido a la tigresa de Champawat, que se dio un verdadero festín a finales del siglo XIX en Nepal, merendándose con lujo de detalles a 436 aldeanos. Y pisándole los talones a este escalofriante récord, les presento a uno de los más fecundos come hombres de la historia: el leopardo de Panar, el cual desarrolló un gusto muy especial por nuestra exquisita y delicada carne, echándose al colmillo a cerca de 400 personas a principios del siglo XX en el norte de la India. De seguro se me habrán quedado por fuera muchos otros devoradores profesionales, como los quince leones de Njombe en Tanzania o el brutal oso Kesagake en Japón, pero sin lugar a dudas, aquellos bizarros leones de Tsavo se han ganado a pulso (o a mordisco más bien) un lugar privilegiado en los anaqueles de la historia, como unos de los come hombres más aterradores y extraordinarios que la humanidad haya conocido jamás, cuyo arrojo excepcional, poderío casi sobrenatural e inteligencia suprema les han concedido ese halo de oscura leyenda.
Monumento de la bestia
Monumento de la bestia de Gévaudan en Francia, un críptido para el recuerdo

Pero más allá de sentencias subjetivas, y más aun conociendo nuestra propia historia fundacional, donde la raza humana, en su infinita insolencia y necedad, ha osado arrebatarle a la naturaleza la legítima potestad que ha de tener sobre sus propios dominios, mucho me temo que el gran culpable de aquella orgía animal es el propio hombre, que jamás ha sabido respetar esa sutil frontera que separa al progreso de la barbarie. Así pues, lo acontecido en Tsavo, cuna de leones devoradores de hombres, tal vez haya sido una de las tantas formas que la naturaleza tiene para invitarnos a reinventar nuestra torpe manera de administrar sus recursos. Y desde esta perspectiva, quizás logremos entender aquella funesta vorágine perpetrada por el Fantasma y la Oscuridad. Quién lo ha de saber.