Érase una vez el fútbol de la calle
Por: Juan Fernando Pachón Botero

@elmagopoeta

¡Qué juego maravilloso es el fútbol!: karma de intelectuales de hueso colorado, bálsamo de las clases menos favorecidas, manifestación genuina del acervo cultural de un pueblo, antídoto reparador que espanta los días aburridos. Llámelo como a usted se le antoje. Con el perdón de los cultores de la ciencia y los catedráticos más eximios, el balompié, tal como lo conocemos hoy, es unos de los legados más plausibles (¡¡¡y placenteros!!!) que nos dejaron los flemáticos ingleses, quienes depuraron sus formas y lo dotaron de un carácter más ilustre y sofisticado. Bien lo expresó Eduardo Galeano: “el fútbol es la única religión que no tiene ateos”.

Y cuánta razón tenía el escritor uruguayo, pues no conozco a nadie que, en pleno uso de sus facultades, haya osado abjurar de sus “creencias” futbolísticas. Y no es una simple cuestión de “pan y circo para el pueblo”; es la respuesta de nuestra memoria colectiva a su afinidad ancestral por la lúdica y el entretenimiento. Los chinos jugaban a algo muy parecido hace más de dos mil años, y los mejores jugadores, incluso, eran invitados a los banquetes imperiales. Los aztecas lo jugaban con la cadera y sacrificaban al capitán del equipo perdedor, imbuidos en un sangriento ritual esotérico – religioso. Joseph Goebbels, siniestro ministro de propaganda Nazi, afirmaba sin pudor: “ganar un partido es más importante que invadir una ciudad”. Mucho se ha pontificado sobre este bello deporte, de lo sacro y lo profano; se han escrito ensayos profundos, alegorías sentidas, crónicas deliciosas, escritos inquisidores, cuentos sobre hazañas inverosímiles. Y si están pensando que todo lo que huele a fútbol está íntimamente ligado a “pseudointelectuales” mediocres y mentes del más bajo estrato, no saben cuán equivocados están. O sino échenle un repaso a Roberto Fontanarrosa y su fantástica antología de “Cuentos sobre el fútbol argentino”, a Eduardo Galeano y su “Fútbol a sol y sombra”, a Mario Benedetti y su “Puntero izquierdo”, a Rafael Alberti y su “Oda a Platko”, al premio nóbel Camilo José Cela y su “Once cuentos de fútbol”.  Jean Paul Sartre, en su “Crítica de la razón dialéctica”, tomó prestado del fútbol su compleja psiquis entre jugador y espectador, para ejemplificar, de una manera amable, sus farragosos e indigeribles postulados; tanto Vladimir Nabokov como Albert Camus, antes de escalar las cumbres literarias se dedicaron al ingrato oficio de atajar entre los palos, y no escatimaron líneas en sus textos para exaltar las virtudes del juego de la pelota; una de las plumas más influyentes de la literatura universal, William Skakespeare, en “el rey Lear”, se vale del fútbol para señalar las bajezas de uno de sus protagonistas. No quiero decir con esto, ni mucho menos, que el fútbol y las letras se funden en una misma bandera, pero sí me temo que ha sido satanizado injustamente acerca de sus bondades como fenómeno de masas, por obra y gracia de la voraz maquinaria que se teje a su alrededor, y de algunos fanáticos exacerbados que transpiran hostilidad desde las tribunas (y también lejos de los estadios), ensombreciendo el espectáculo. Así como hay que dejar claro que la mala no es la Política, entendida como legítima herramienta democrática, sino la perversa clase política que la desvirtúa con sus maliciosos procederes, también debe entenderse que el malo no es el Fútbol sino el pernicioso sistema que lo gobierna, a merced, en muchos casos, de tecnócratas indecentes y arrogantes vejestorios de museo que sólo buscan su propio lucro y bienestar. De otro lado, ya cada quien verá en qué proporción ha de representar sus tristezas y sus alegrías. Eso es tema de otra discusión. Por lo pronto, abordemos su etapa más auténtica y candorosa: el fútbol de la calle, ya casi extinto, gracias a la proliferación de las muy encopetadas canchas sintéticas.

Viajemos en el tiempo: Es domingo en la mañana y el desayuno aún reposa en el tracto digestivo. El cielo se pinta de un sutil azul marino y el Sol se precipita sobre el gris asfalto de una calle amplia y tranquila, adornada de casonas imponentes, con frondosos antejardines, perros guardianes y balcones bucólicos poblados de melenas y plantas trepadoras. El cuerpo empieza a emanar un humor místico; parece entender que se avecina la cita más esperada de la semana: el “picadito” de la cuadra. Así pues, siempre había uno que señalaba el camino, parándose en la mitad de la calle a realizar curiosos actos de calentamiento, un tanto desordenados y toscos, en una época donde la escasez de vehículos automotores sobre la vía permitía tal arrojo. Y sólo bastaba que saliera el primer “guapo”, para que los demás comensales empezaran a brotar de sus madrigueras en estampida animal. Al cabo de unos cuantos minutos la calle estaba totalmente poblada por una veintena de muchachitos bullosos y risueños. Hasta ahora, el material humano excedía la convocatoria, pero faltaba la reina del baile: la pelota, pues la última aún yacía extraviada en uno de los altos tejados que rodeaban el improvisado campo de juego. Entonces, no quedaba más remedio que mandarse la mano al bolsillo para hacer la recolecta de turno, o  “vaca” que llaman los aguardienteros de profesión, con el fin de hacerse a la última tecnología del fútbol callejero: la pelota de carey, pariente pobre del balón de fútbol, tan liviana como económica.

Y llegaba el momento del “pitazo inicial”. Pero antes convenía distribuir los equipos de manera justa y equitativa. Para tal fin, los dos mejores exponentes se daban a la tarea de seleccionar los jugadores de su predilección, quedando rezagados aquellos de menor capacidad técnica. Al fin. Ya estaba dispuesto sobre el duro cemento un bosque de piernas; ágiles, flacas, elásticas, fofas, prestas a adivinar la caprichosa voluntad de aquel ente misterioso, cuya textura magnética provocaba una avalancha de sensaciones… Pero no tan rápido, todavía faltaba adecuar las porterías, para lo cual cada equipo procedía a ubicar en el terreno sendas piedras de tamaño considerable, que, situada una a dos pasos de la otra, aproximadamente, hacían las veces de rudimentario arco. Otro de los grandes debates se centraba en escoger al dueño de la portería, que venía siendo, por lo general, el más voluminoso y generoso en carnes, en algunos casos el feliz propietario de la pelota (y también de los mejores y únicos guayos ¡sobre el pavimento!), por lo cual era muy conveniente tratarle con suma consideración, casi con guantes de seda, como si fuera la joya más preciada, pues cualquier comentario inapropiado implicaba el enojo del susodicho… Y hasta ahí llegaba el cotejo matutino. ¡Sin pelota no hay alegría! En otros casos, se optaba por el más limitado en el manejo del balón, al cual se le otorgaba el dudoso honor de cubrir el ancho del arco. No sobra decir que se procuraba jugar con arcos pequeños, y por tanto, no se podía tapar con la mano, pues un pórtico grande obligaba a volar de piedra a piedra cual Higuita en estado de gracia, lo que podría derivar en un severo raspón o una fractura de campeonato mundial.

Pero no se crea que por tratarse de un humilde partido de barrio estaba exento de normatividad alguna. Nada más alejado de la realidad. Eran reglas muy peculiares, pero que las había, las había, como las brujas. Veamos entonces: las dimensiones de la cancha equivalían a todo el largo y ancho de la cuadra, incluidas las aceras y los accesos de las viviendas; la pelota sólo se podía coger con la mano en el caso de que se fuera a algún jardín o matorral vecino, que, como cosa rara, era propiedad de solteronas chismosas con espeso bozo o viudas amargadas con rulos en la cabeza, dispuestas a chuzar la esférica al menor descuido, o en su defecto, a soltar sus perros para darle sagrada sepultura; el partido sólo se detenía cuando pasaba un carro o una moto; cuando la pelota caía en el caño se procedía a sacar de banda, de cualquier manera; sólo se cobraba falta cuando había llanto o rabieta de por medio; si la pelota pasaba por encima de la cintura del portero no se validaba el gol; no había un límite máximo de jugadores permitidos en cancha, podían jugar hasta veinte contra veinte, en lo que se convertía en una vorágine futbolística, a la usanza del primitivo Calcio florentino, donde una villa se jugaba su honor contra otra; no existía el fuera de lugar, pues qué sería del tradicional “huevero”, el nueve puro del fútbol callejero, que le respiraba en la nuca al arquero contrario (y hasta le entablaba entretenida conversación), atento a cualquier despiste del rival; no había posiciones ni tácticas definidas, todos jugaban a lo que saliera, tanto arriba como abajo, según lo pidiera el partido, describiendo patrones caóticos de movimiento, algo así como la versión embrionaria del Fútbol Total de Rinus Michels y su Holanda del 74, la muy mítica y promocionada Naranja Mecánica; estaban permitidas las trompadas, sin lugar a las tarjetas rojas, siempre y cuando al final del pleito se dieran la mano los implicados; no había tiempo establecido de juego, el partido se acababa cuando el cuerpo no daba más, o cuando la pelota quedaba empotrada en un balcón, o cuando salía algún viejo cascarrabias con un palo en la mano, dizque porque le dieron un pelotazo a la puerta de su casa. ¡Qué quisquillosos eran los mayores! Cabe aclarar que en este tipo de eventos deportivos el árbitro brillaba por su ausencia, razón por la cual todas las faltas las cantaban los más avispados, y es por eso que el partido solía detenerse durante minutos, en aras de dirimir el espinoso asunto. Incluso, muchas veces se acudía al criterio imparcial de algún desprevenido espectador, quien trataba de establecer justicia desde su óptica.

…¡Y qué ruede la pelota! No había mayor alegría que ir tras esa voluptuosa masa, bajo el influjo mágico de su redondez, en una danza loca de siluetas desgarbadas, poseídas por el espíritu olímpico. Se jugaba con aspereza, con la fuerza testicular de toros jóvenes, pero también con lealtad y nobleza deportiva. Dada la agreste geografía del campo de juego, no era buen negocio jugar en modo Neymar, digamos nivel avanzado, ya que un súbito “piscinazo” o una función de volteretas espectaculares implicaba un serio riesgo para la integridad física del artista. No perdamos de vista que se jugaba sobre el rudo cemento y no sobre un terso césped. Como se mencionó anteriormente, en épocas pasadas se acostumbraba jugar con pelotas hechas de carey (material resistente que procede del caparazón de las tortugas que llevan su nombre), lo que le daba cierto grado de complejidad al desarrollo del juego, pues en épocas de vientos fuertes, por ejemplo, la pelota trazaba una curva pronunciada, a la manera de la Folha Seca, que tanta gloria le supo dar a Rivelino, Roberto Carlos, Cristiano Ronaldo y demás excelsos pateadores. Nunca se daba una pelota por perdida. Se corría sin descanso, con la certeza de que en algún giro del destino la “hinchada” quedase imantada al pie, lo que daba lugar a una frenética huida rumbo el arco contrario, cual Maradona endemoniado, esquivando rivales, postes, árboles, traviesas mascotas y hasta viejitas “chuchumecas”, pues el juego individual prevalecía sobre el colectivo, máxime, sabiendo que un ramillete de lindas señoritas formaba parte activa del respetable público, arengando a sus “ídolos” de domingo en la mañana. Algunas veces, en días harto calurosos, aparecía una abnegada madre con un monumento refrescante entre sus manos: una curvilínea jarra de limonada con hielo, que marcaba el intermedio de la contienda. Luego de un breve descanso, ya con la sed saciada, la cara alumbrando cual bombilla de burdel barato, y el sudor brotando a cántaros, se procedía a continuar con la febril disputa, pero esta vez amenizada por la banda sonora de Rocky IV, la cual tronaba desde un poderoso bafle dispuesto en sitio estratégico; cortesía, también, de la buena señora de la limonada… Hasta que, fruto del cansancio dada la intensa y valerosa lucha, se pronunciaba una sentencia liberadora, sin importar cómo estuviera el marcador parcial en aquel instante: “el que haga el último gol gana”, el santo y seña que conjuraba la extrema fatiga y hacía entrar en éxtasis a la muchachada, que se lanzaba en pos de su gloria personal, de la aventura heroica. Al terminar el juego cada quien partía para su casa, con la satisfacción del deber cumplido, y exhibiendo una radiante sonrisa de oreja a oreja. “En la tarde nos vemos para la revancha”, exclamaban todos en destemplado coro.

Estas aventuras balompédicas de innoble cuna y modesto “pedigrí” no eran ajenas al vértigo de la competencia, pero aquí el botín era mucho más precario y exótico, y no por eso menos luchado. Así el estado de cosas, el equipo ganador se hacía acreedor a una suculenta tanda de bolis (bebida artesanal a base de agua y anilina, debidamente empacada en bolsitas) de cuenta del perdedor, y en el mejor de los casos, a una ronda de refrescos de burbujeante sabor, de la cual todos se hacían partícipes, sin excepción. Después del fragor de la “batalla”, la tensión se suavizaba y cedía el paso a la camaradería y espontaneidad juvenil. En algunas ocasiones se buscaba trascender las fronteras, por lo que se enviaba un emisario a una cuadra vecina para retarla en términos futbolísticos. Casi nunca el desafío era desatendido, pues en aquella época de escasez económica el orgullo fungía como tesoro. Eran partidos especiales, donde se ponía más de lo que se tenía, eso que los uruguayos llaman “garra” y los argentinos, “huevo”. ¡Qué viva el palacio del colesterol! En estos casos, por encima de cualquier premio o trofeo, era mucho más importante la satisfacción que producía el mero hecho de ganarle a los vecinos de toda la vida, como una demostración clara y categórica de la supremacía en cuanto al arte de la pelota se refiere. Es bueno destacar que, por aquellos días, también sobresalían dos ramas menores del fútbol de la calle, como lo son el tradicional “gafeado” u “ordeñado” y la “herradura”. El primero consistía en hacer pasar por entre las piernas de los participantes (la popular “sotana” o “caño”), ya sea una pelota, una botella de plástico o una pepa de mango seca. Al infausto perdedor se le aplicaba una dolorosa y soberana dosis de zapato sobre sus posaderas, o “tren de pata” que llaman los historiadores del “delicado” juego. La única escapatoria posible a tan salvaje tropel se reducía a tocar un poste, o cualquier punto asignado en común acuerdo, que le brindaba la automática absolución al nazareno en fuga. El segundo juego, no menos divertido y mucho más civilizado, consistía en apostarse sobre una sola portería, que por lo general venía siendo la puerta del garaje de un jubilado barrigón y malhumorado, con el objetivo de hacer sonar sus latas, las cuales representaban el sublime sonido del gol. El que convertía la anotación se vestía de arquero, hasta que alguien más lo batiera en franca lid, en un trepidante ciclo que podía durar hasta una tarde entera,… siempre y cuando no arrojaran agua caliente por la ventana.

¡Qué bello era el fútbol de la calle!, fútbol verdadero, de potrero, de caras sucias y pantaloncitos cortos; fútbol en estado puro: fábrica de futuros genios, magos del balón, amos y señores de las canchas; fútbol que invita a la nostalgia, al desenfado, a la inocencia, al sueño del pibe. ¡Qué paisaje edificante significa para el alma una multitud de jóvenes en plena algarabía!, persiguiendo en una carrera impetuosa, anárquica, alborozada, como potros salvajes desbocados sobre una llanura infinita, a ese cuerpo esférico, de espíritu indomable y naturaleza sensual, con el firme propósito de empujarlo hacia su destino poético e innegociable: el arco rival. Había quienes pisaban la pelota con delicadeza, como amasando con sus pies un tesoro invaluable; otros la trataban con descortesía y apatía, en una clara muestra de insensibilidad futbolística; algunos la mimaban con ternura, como si se tratase de la musa de sus sueños; unos tantos la idolatraban en silencio, y la tomaban prestada para sí, no soltándola bajo ningún motivo; otros se limitaban a verla vagar sobre el asfalto, temiendo un encuentro cercano que delatara su defectuosa técnica. Pero sí había algo en lo cual todos estaban sintonizados: el amor incondicional por el juego, sometidos a su inescrutable dictadura, a la hora y el día que fuera, sin tener en consideración las adversas condiciones climáticas. No importaban los tenis rotos, ni los exámenes finales, ni los bolsillos vacíos, ni las herida del alma. Sólo bastaba una pelota de carey, una calle amplia y un grupo de amigos verdaderos, dispuestos a hacer el gol de sus vidas.