Este bendito miedo a volar ¡qué cosa tan berraca!
fernando pachón
Por Juan Fernando Pachón Botero
@JuanFernandoPa5

Es una tarde despejada, con un sol de un tono naranja que empieza a ocultarse lentamente sobre el horizonte, y un cielo de un azul pálido que pierde su intensidad conforme avanzan las agujas del reloj. El mar aún se confunde con el firmamento, pero está próximo el ocaso. La tarde cae de manera sutil. No se observa tierra a la redonda. Ni siquiera las gaviotas dejan ver su aleteo. El agua salada del mar nos golpea con resolución. Ya estamos de regreso a bordo de una destartalada y oxidada lancha de ingeniería artesanal, luego de un agitado día de turismo ecológico por varias islas del Atlántico colombiano. A pesar de lo rústico del aparato, se las arregla para romper las olas con vigor, alcanzando una velocidad para nada despreciable.

AVIÓN

Nuestra humilde gesta promete terminar de muy buena manera. Incluso, un pintoresco paisano que reposa a mi lado, con aspecto de holgazán de barrio y flaco como un silbido de culebra, se aventura a posarse sobre la proa cual arrojado corsario de ultramar, como si hubiera sido parido por el mismísimo Poseidón. Hasta aquel momento la tarde transcurría sin mayores sobresaltos… Pero en el mar caribeño, en algunas ocasiones, ocurren eventos inesperados. Así pues, de manera súbita, los motores de aquella tosca embarcación dejan de rugir al viento. No obstante, estamos tranquilos, pues vamos al mando de dos avezados nativos de la región que de seguro nos sacarán de este enojoso apuro. Todos estamos expectantes. Pasan los minutos, y todavía sigue sin solución la emergencia marítima. El sol se oculta pleno en el océano. El mar se despierta con todo su ímpetu y las aguas se embravecen. La lancha se zarandea de un lado a otro como si fuera un juguetico insignificante, un barquito de papel. Nos damos cuenta de lo diminutos que somos ante las fuerzas de la naturaleza. No hay señal de celular: Estamos totalmente desconectados de la civilización. Tampoco aparece en la distancia embarcación alguna. Seguimos esperando la reacción del guía y su escudero de mirada severa y rictus de preocupación, pero sólo advertimos murmullos muy vagos y gestos de reprobación mutua. Y luego de varias escaramuzas infructuosas, nuestro capitán, visiblemente alterado, se toma la cabeza con sus manos negras, cierra sus ojos asustados y exclama con tibieza: ¡Ay señor, ayúdanos, ahora si nos jodimos! Un silencio ensordecedor nos embiste entonces. El mar aumenta su furia. Los vapores de la tarde se disipan y nos empieza a castigar el viento helado. “Señor, en ti nos encomendamos, báñanos con tu sangre”, musita una joven y atribulada madre con su pequeña en brazos. Y ya cuando nos estábamos preparando para pasar una larga noche de soledad en altamar, aparece una vetusta lancha a lo lejos que acude a nuestro rescate. ¡Qué refrescante sensación! Tal parece que el Cielo escuchó las súplicas. Afortunadamente, todo terminó en una divertida anécdota que contar a nuestros nietos. Pero entonces, me asaltó una apremiante pregunta: ¿Qué hubiera sucedido si esta emergencia nos hubiera sorprendido a varios kilómetros de altura? ¡De sólo imaginarlo un escalofrío intenso me gobierna! Ahora sí, hablemos del miedo a volar en primera persona:

A medida que me acerco al aeropuerto mis piernas van perdiendo firmeza, mi mirada se va tornando esquiva y mi boca árida como un desierto. Todo a mi alrededor me da vueltas. Me siento como una criatura indefensa atrapada en la cueva de un oso hambriento. Observo a la gente que me rodea y se me antoja bastante tranquila. ¿Será que soy un bicho raro? ¡Pero qué más da! Sigo mi tortuoso camino, físico y mental, hacia ese monstruo alado de metal. Un sudor glacial se escurre por mis manos. Mi garganta ya está seca de tragar litros y litros de saliva. Experimento un intenso martilleo, algo así como un taladro percutor que me perfora el cráneo. Sigo observando a toda esta gente; tan apacible, tan sonriente, tan desparpajada. Los envidio. ¿Acaso sentirán lo mismo que yo? Sólo ellos tienen la respuesta.

Es una realidad: la cita impajaritable. Ha llegado el momento de enfrentarme a él. Ya estoy ante mi némesis: un imponente representante de la tecnología moderna. Lo percibo tan cercano, tan macizo, tan faraónico. Lo reparo de arriba abajo, cada tornillo, cada tuerca, cada pieza. Lo estudio hasta en el más mínimo detalle y adivino una proeza de la ingeniería (¡ruego que sea alemana!). Me doy ánimos y concluyo que algo tan perfecto no puede fallar. ¿O será que sí? Lo mismo decían del Titanic. ¡Qué vaina tan fregada! Ahora empiezo a subir las escalas de abordaje. Es una caminata heroica, casi titánica. Me siento como un reo encadenado que se dirige hacia el patíbulo. Trato de pensar en cuestiones placenteras. Aíslo mi mente: Algo así como un estado alfa. La estrategia parece funcionar. Me voy serenando de manera paulatina. Llego hasta mi asiento y trato de conciliar el sueño, pero no es tarea sencilla: la ansiedad me quema. Reparo a mis vecinos de vuelo y los noto sosegados, serenos. ¿Seré el único allí que le teme a volar?

Ni siquiera la aeromoza, una agraciada rubia de cabellera abundante, ojos celestes y piernas largas, logra espantar esta fobia redomada que me carcome hasta los huesos. Ella nos hace una breve exposición acerca del uso correcto de los cinturones de seguridad y demás formalismos. Todo va muy bien hasta que nos trata de ilustrar mediante mímica y gestos amables el empleo adecuado del chaleco salvavidas. Un vacío estomacal evidencia mi zozobra, pues la sola idea de tenerlo que utilizar me descompone. A mi lado yacen dos niños que juegan y ríen alborotados. Para ellos el viaje es todo un suceso emocionante; para mí, un pequeño suplicio. Si la adrenalina tuviera mal olor, el hedor seria insoportable.

El piloto hace una somera presentación, saludando al respetable; nos da la bienvenida y hace un escueto diagnóstico del clima. Luego transcurren varios minutos a la espera de que se le realicen los últimos ajustes al avión. Para mí son siglos. Ya entrados en gastos es mejor que agarre vuelo este bendito avechucho. Ya no soporto tanto suspenso. Ni que fuera una película de Hitchcock. ¡Y san bombas que arranca este animal! Advierto un estruendo que nos sacude, pero la verdad me encuentro un poco más tranquilo. Claro que la dicha me dura muy poco, pues se deja venir la primera turbulencia del día. ¡Ay mamita! Hago de tripas corazón y soporto con estoicismo de monje tibetano este violento estrujón de la atmósfera. Miro a las dos azafatas, a modo de indicador, y ambas conversan desenfadadamente. Eso me reconforta un poco. Pero qué va, una seguidilla de turbulencias más me levantan de la silla. Parecemos viajando por carretera destapada. ¡Y las azafatas como si nada! Entonces me vuelvo a calmar.

Ya ha transcurrido un tiempo considerable y por fin alcanzamos velocidad de crucero. Hasta me olvido por un momento de que voy en un avión. Incluso logro conciliar el sueño durante varios minutos… hasta que una de las azafatas pasa por mi lado ofreciendo gaseosas, escuálidos sánduches y chucherías varias. Los precios son estratosféricos, como si vinieran gravados con un impuesto a la altitud. Aunque esta anomalía monetaria harto me tiene sin cuidado, pues a diez mil metros de altura mis intereses están depositados en otros asuntos más urgentes. Ya vamos por la mitad del vuelo y el señor piloto, muy prudente y considerado, nos brinda un parte de tranquilidad, esbozando unas breves y cordiales palabras que recita casi de memoria y que invitan a la calma general. Pero qué cuentos, miro por la ventanilla y observo esas condenadas alas que no me dejan tener ni un segundo de paz. Las miro una y otra vez, las repaso en cada centímetro de su superficie, las examino con precisión quirúrgica, con la firme esperanza de que aún sigan en su lugar, de que no se desvanezcan a mi vista. ¡Qué pensamientos más descabellados!

Sin embargo, hay otro detallito más que ocupa mi atención: las turbinas. No hay música más celestial para mí en aquellos momentos que el delicioso y discreto sonido de las turbinas al vuelo, el saber que están funcionando con absoluta normalidad, que restallan con determinación, impulsando esos cientos de toneladas de aleación de aluminio y cobre. Pero aquí vienen de nuevo mis demonios. Mi mente es otra vez escenario inhóspito de vuelos apocalípticos, donde el ruido sordo de los motores se va apagando en el tiempo. Aunque en honor a la verdad, una irregularidad de ese tipo es impensable en estos días, máxime cuando los aviones de ahora vienen diseñados para soportar fallas técnicas de esta índole. Pero para mí eso no basta. Este miedo exacerbado es difícil de domar. ¡Y qué tal un terrorista con una misión suicida a cargo! ¡O una migración de aves despistadas en la ruta! ¡O una tormenta eléctrica asesina”! Mejor no hilemos tan delgado.

Sigo lidiando con mi alter ego aerofóbico, cual fiera enjaulada, y pese a mi denodada lucha logro refugiarme en una especie de estado zen, en el cual me entrego a un ritual de respiraciones profundas y rítmicas, pensamientos optimistas y meditación ligera, con el fin de ahuyentar mis fantasmas. Y ya cuando estoy entregado a los brazos de Morfeo, mis oídos escuchan una sentencia maravillosa: “señores pasajeros, estamos próximos a aterrizar, abróchense sus cinturones”. Mis temores se diluyen, ¡qué cuentos de volar ni qué ocho cuartos!, ¿quién dijo miedo? Mi cuerpo vuelve en sí… Pero sin previo aviso se deja venir la turbulencia postrera. Ya no soy tan macho. Otra vez mis venas se enfrían, otra vez mi corazón late desbocado, otra vez mis pensamientos se tornan oscuros. No obstante, ya se distingue la silueta de las montañas de mi tierra hermosa. ¡Qué sobrecogedora geografía! ¡Eureka! Ya casi doy a luz: parezco pariendo piñas. ¡Qué parto tan sabroso! Curiosamente, el aterrizaje, contrario a lo que experimentan muchas personas, no me genera mayores sobresaltos. Ese dulce momento en que el avión se conecta con la tierra, cuando se siente el crujir de llantas sobre el duro asfalto, es como una catarsis que me aliviana varios kilos. Nuevamente me poso sobre el suelo y hasta siento un impulso incontrolable de besarlo en señal de agradecimiento, cual pontífice viajero. He llegado incólume, sin siquiera un rasguño y, por si fuera poco, con menos lombrices.

No me cabe la menor duda de que el avión es el medio de transporte más seguro de cuantos hay, pero es inevitable despojarme de este miedo atávico, casi sobrenatural. Me podrán restregar en la cara las estadísticas de toda la historia de la aviación comercial, con sus índices estrepitosamente bajos de accidentalidad, pero se necesitará algo más que frías cifras para convencerme de las bondades de viajar por las alturas. Es muchísimo más probable que un rayo me impacte y me convierta en ripio de cristiano ahumado a que muera en un accidente aéreo. ¡Pero vaya uno a saber! En fin, como van las cosas, creo que es mejor hacerme a la idea de que habré de convivir largamente con este viejo e incómodo huésped que me acecha en cada vuelo. Y es por eso mismo que escribo, como una manera de mirarlo fijamente a los ojos y expresarle mi firme intención de pactar un cese bilateral de hostilidades que se haga efectivo en vuelos venideros (aplica también para cielos internacionales, por si acaso). ¡Qué tal que funcione mi estratagema! Así mismo, redacto estas sinceras líneas a manera de expiación personal, y en representación del 25 % de la población mundial (que no es un dato menor), para quienes un rutinario vuelo se convierte en una perturbadora odisea psicológica. Para todos ellos mis más sentidas manifestaciones de solidaridad y afecto, pues sé muy bien de qué se trata esa fastidiosa sensación, la cual llevo padeciendo en carne propia desde la época en que empezaba a despuntar mi insípido bigote. Aunque a medida que acumulo más millas de vuelo, más me voy acostumbrando a viajar entre nubes. Sin embargo, aún albergo la ilusión de que algún día me posea el espíritu de Ícaro (y no el del cascarrabias de Mario Baracus – célebre personaje de la serie ochentera Los magníficos -, quien a pesar de su portentoso físico de semidiós griego nunca pudo dominar su miedo visceral a volar en esos pajarracos endemoniados)