Historias del átomo y el universo
Por: Juan Fernando Pachón Botero

@elmagopoeta

El vasto Universo, más allá de su magnificencia y latente solemnidad, alberga un caos perfecto; una hermosa danza de leyes complejas que se acoplan unas con otras, para brindar funcionalidad y cohesión a la materia y la energía.

El simple hecho de ver cómo la lluvia se precipita sobre el asfalto es de por sí un acto maravilloso, acaso una alegoría a la grandeza de las cosas en apariencia sencillas. También lo son las reacciones bioquímicas de nuestras células que sintetizan el ATP (nucleótido que se origina en el metabolismo de los alimentos) en pro de la energía que demandan nuestros órganos vitales, la asombrosa dualidad onda partícula que experimentan los fotones, la proporción áurea que se observa en el exoesqueleto de un caracol, el río que corre por su cauce, la técnica elegante del leopardo que acecha a su presa, nuestros pensamientos, nuestras emociones, nuestros impulsos nerviosos, inescrutables, intrincados. Todos los acontecimientos que captan nuestros sentidos, quizás por su condición de cotidianos, no parecen merecer el sobrecogimiento, pero si nos valemos de la fina observación y agudizamos nuestra capacidad mental, de seguro nos llevaremos una grata sorpresa. Y una manera de honrar tal dignidad implica entender su prodigiosa dinámica. La historia de las civilizaciones, y del Hombre como su eje fundacional, nos enseña que conforme logremos refinar la tecnología y depurar el método científico, podremos asimismo acortar la brecha entre nuestra ignorancia patrimonial, caldo de cultivo de un sinnúmero de manifestaciones religiosas, y nuestra sensibilidad para clarificar el mundo que nos rodea. Disciplinas del saber, tales como la astronomía, la astrobiología y la astrofísica (que no la astrología) han despejado el camino. Desde los tiempos de las cavernas hasta los albores del siglo XXI, el Hombre ha elevado su mirada al cielo para encontrar algunas respuestas, movido por su insaciable curiosidad: primero se sirvió de dioses, animales totémicos y todo tipo de elaboradas ficciones, para paliar su escaso y obtuso entendimiento acerca del paisaje estelar, así como de los fenómenos naturales que amenazaban su rudimentaria percepción de la realidad; pero a medida que se emancipaba de la magia y las más arraigadas supersticiones, y perfeccionaba los conocimientos que le brindaban sus experiencias en procura de la supervivencia, valiéndose de herramientas cada vez más sofisticadas, pudo darles sentido a muchas de sus conjeturas y especulaciones.

El discreto encanto del pasado

La astronomía moderna ha llegado a un grado tal de desarrollo, que ha conseguido tabular el Cosmos y elaborar mapas excepcionalmente fiables, pero las distancias allí consignadas son tan descabelladamente extensas que deben ser expresadas en años luz (9 billones de kilómetros aproximadamente); esto es, la distancia que ha de recorrer un haz de luz durante un año terrestre, viajando a razón de trecientos mil kilómetros por segundo (en un segundo un rayo de luz le daría casi ocho vueltas a la Tierra). De otra manera, no cabrían los ceros en la pizarra. Son trayectos colosales que escapan incluso a nuestra imaginación, poco domesticada. Por ejemplo, la estrella más cercana a la Tierra es Próxima Centauri, a 4,24 años luz; es decir que su luz nos está llegando con casi cuatro años de retraso. En otras palabras, la estamos viendo como era hace cuatro años. Los antiguos griegos creían que las estrellas eran diminutos agujeros desperdigados sobre un inmenso manto celestial, por donde los dioses habrían de vigilar a los hombres. Una idea muy poética, pero a todas luces elemental y en exceso pedestre. Más bien pensemos en aquello como una insondable y exquisita sinfonía del pasado. Así las cosas, en una noche despejada y libre de contaminación lumínica, escenario predilecto de adolescentes enamorados, se puede apreciar un océano de distantes faros resplandecientes, los cuales no corresponden a su imagen en tiempo real. Cada uno de ellos representa una esfera increíblemente grande, caliente y lejana, la cual se encuentra fusionando hidrógeno en su núcleo para formar helio. ¿Se podría decir entonces, que al mirar al cielo estamos siendo testigos de vestigios de épocas muy remotas? Así es. Ni más ni menos. Incluso, los objetos y los organismos vivos que observamos en la vida cotidiana, como nuestro simple reflejo en el espejo o nuestro perro que yace durmiendo plácidamente sobre el sofá, no los vemos como son, sino como eran. Claro que estamos hablando de fracciones de tiempo insignificantes, pero en todos los casos su luz nos ha de llegar con un pequeño retraso, del orden de los nanosegundos. Así pues, siempre estamos observando el reciente pasado de cualquier evento de nuestra vida, así nuestro sentido común no sea compatible con este sutil engranaje. ¡Los entresijos de la óptica y la luz!

Luna, no te alejes; Sol no te mueras

La Luna es el astro más cercano a la Tierra. De hecho, funge como su único satélite natural, producto, se especula, de una descomunal colisión entre nuestro recién formado planeta y un protoplaneta del tamaño de Marte, llamado Tea, cuyo disco de escombros resultante se agrupó en torno a su centro de gravedad. A partir de este espectacular acontecimiento, una joven Luna se vio condenada a seguir una órbita elíptica de baja excentricidad alrededor de la Tierra, fruto de la interacción gravitacional entre ambos cuerpos esféricos. En la actualidad se observa serena y dominante, y da la impresión de permanecer inmutable, como detenida en el tiempo. Nada más erróneo, pues la Luna se aleja de la órbita terrestre a un ritmo de casi cuatro centímetros por año, lo que indica que en los días de la Tierra primitiva la Luna se encontraba 18 veces más cerca. ¡Tan sólo imaginen el maravilloso cuadro visual que hubiese representado si hubiéramos estado allí para atestiguarlo! La razón para tal distanciamiento obedece a la relación inversa de la velocidad entre ambos sistemas (acción -reacción); es decir, mientras la Tierra se mueva más despacio, la Luna ha de acelerar, y viceversa. En estos tiempos que corren, la Tierra se está ralentizando debido a la violenta fricción entre su superficie y la enorme masa de agua que se asienta sobre ella. Como resultado de dicho fenómeno, la Luna está incrementando su velocidad segundo a segundo y, por consiguiente, tiende a salirse de su órbita (igual que un objeto atado a una cuerda es empujado hacia afuera a medida que va aumentando su velocidad de giro). Por ende, al girar la Tierra más despacio sobre su propio eje, los días tienden a ser cada vez más prolongados. A muy largo plazo, muchas consecuencias sorprendentes se habrán de desprender de tal hecho: los mares se volverán tan calmos como un lago, ya que los niveles de las mareas descenderán drásticamente; los eclipses pasarán a la historia como un curioso suceso astronómico, los inviernos serán más fríos y los veranos más cálidos, y quizás varias especies desaparecerán de la faz de la Tierra, incluso nosotros. Pero no prendamos las alarmas, pues llegará un punto en que la Luna ya no podrá escapar más, y tanto ésta como nuestro planeta se sincronizarán de tal forma que lograrán un equilibrio imperturbable. No obstante, antes de que dicho evento ocurra, nuestro Sol se ha de convertir en una gigante roja, y la Tierra, o será devorada inexorablemente por una apocalíptica bola de plasma, o será lanzada ferozmente fuera de su órbita, dependiendo de qué tan intensa sea la merma del tirón gravitatorio, dada la dramática pérdida de masa de nuestra estrella, ya en los estertores de la muerte. La buena noticia, si se quiere, es que todavía faltan cinco mil millones de años para dicho cataclismo, tiempo suficiente para que nuestra especie, si consigue superar su naturaleza autodestructiva, desarrolle la tecnología necesaria para emigrar hacia confines más seguros y lejanos.

Un paseo por el Cosmos… y más allá, en busca de mi otro yo

Ahora les propongo una frenética odisea espacial, a bordo de la nave “Planeta Tierra”, con destino altamente incierto. Abróchense pues los cinturones y aprestémonos a la tarea de calcular a qué velocidad viajamos los terrícolas a través del Universo conocido. Puesto que no hay datos fidedignos que confirmen un punto totalmente inmóvil en el Cosmos, nunca se podrá tener certeza de una velocidad absoluta. Así las cosas, conformémonos con hallar la velocidad relativa, que no es poca cosa. Como primera medida, tomemos la velocidad de rotación de la Tierra; es decir, la ejercida sobre su propio eje. Ahora bien, tomemos como eje de referencia las coordenadas de nuestra zona geográfica. En la línea del Ecuador y sus inmediaciones tropicales, como es el caso de Colombia, la Tierra desarrolla una velocidad angular que se traduce en 1670 Km/h. De igual forma, sabemos que la Tierra viaja alrededor del Sol (movimiento de traslación), conservando un radio orbital de 150 millones de Km, a una velocidad de 107.280 Km/h. A su vez, el astro rey, con sus planetas a cuestas, viaja a través de la Vía Láctea a una velocidad de 792.000 Km/h, gracias a la exorbitante atracción que ejerce un poderoso agujero negro, situado justo en el centro de la galaxia, demorando 250 millones de años en dar una vuelta completa. De igual forma, la Vía Láctea, la cual está regida por una estructura mucho más compleja, el Grupo Local, compuesta por 30 galaxias, alcanza una velocidad de 468.000 Km/h. Como hecho significativo, cabe destacar que Andrómeda es la única galaxia de estas vecindades que puede ser apreciada a simple vista desde la Tierra. Y como dato no menor, ambas galaxias se encuentran en curso de colisión (cada segundo se acercan 300 Km), dado el estrecho vínculo gravitacional entre una y otra, superando con creces la ley de Hubble-Lemaître (ley de la expansión del Universo, que postula que las galaxias tienden a alejarse entre sí). Sin embargo, gracias a la extraordinaria lejanía entre la Vía Láctea y Andrómeda, dicho impacto se haría efectivo sólo dentro de cinco mil millones de años. Por último, el Grupo Local, con nuestra galaxia en el equipaje, viaja respecto a otro sistema cósmico, el Supercúmulo de Virgo, que a su vez viaja respecto a una superestructura muchísimo mayor, llamada Laniakea (que significa en hawaiano, cielo inconmensurable), arrastrada hacia el Gran Atractor, una anomalía gravitatoria de índole aún desconocida, a una estremecedora velocidad combinada de 2.160.000 Km/h. A partir de este punto la comunidad astronómica internacional no cuenta ni con la tecnología ni con los conocimientos idóneos que permitan desvelar qué macroentidad sigue en la jerarquía intergaláctica; pero se sospecha que aquí no cesa el periplo de nuestro pequeño puntico azul (como Carl Sagan solía llamar en tono cariñoso a nuestro planeta) a través de los confines del Espacio. En la línea de este pensamiento, la teoría de Cuerdas, a pesar de su marcado acento a ciencia ficción y a sus desconcertantes axiomas y principios matemáticos, cada día gana más adeptos entre la academia científica. Así pues, no se descarta la posibilidad de múltiples Universos paralelos – Multiversos -, viajando a vertiginosas velocidades, todavía difíciles de concebir, que hospeden múltiples Tierras (en algunas de ellas ya podría existir, incluso, la vacuna contra el cáncer); cada una con múltiples réplicas de usted mismo – sus alter egos cósmicos -, adoptando diferentes realidades y siguiendo diversos destinos y patrones de comportamiento. Siendo éste un tema que amerita un artículo completo, y en procura de no alejarnos de nuestro propósito, hallemos de una buena vez la velocidad total relativa del sistema. En aras de la verdad, es justo advertir que los vectores de velocidad de cada agrupación, llámese Sistema Solar, Vía Láctea o Grupo Local, tienden a apuntar en diferentes direcciones, por lo cual algunas veces se han de sumar y otras tantas se han de restar. No obstante, para darle sentido al ejercicio, supongamos que ocurre un evento fuera de lo común en nuestro Universo, donde la velocidad de todas las estructuras se torna unidireccional. Entonces tenemos que usted, mi estimado amigo, mientras lee este artículo desde la comodidad de su sillón, y dada la condición anterior, estaría vagando por el Universo a la escalofriante velocidad de 3.528.950 Km/h, ¡casi tres mil veces la velocidad del sonido! ¿Y entonces por qué no experimentamos dicha velocidad?, se estará preguntando usted, querido lector. Pues por la sencilla razón de que viajamos a una velocidad constante. Un pequeño incremento en la velocidad o una mínima desaceleración bastaría para desatar el caos.

No todo lo que brilla es oro

No todo lo que se presenta ante nuestros ojos es lo que parece ser, ni todo lo que nuestra mente cree comprender es la verdad revelada. A veces el sentido común y la intuición colapsan frente a las confusas leyes que gobiernan al Universo, pues nuestro cerebro ancestral no está entrenado para lidiar con conceptos tan etéreos y poco familiares, y mucho menos con una geometría que exceda las tres dimensiones. Por ejemplo, la Gravedad no es una fuerza misteriosa que atrae a los objetos (con el perdón de Newton), sino una manifestación geométrica que expresa la curvatura del Espacio-Tiempo en función de la masa. Sobre una superficie esférica la línea recta no es la distancia más corta entre dos puntos ni los ángulos interiores de un triángulo proyectado han de sumar 180 grados. No hay más estrellas en el Universo observable que átomos en una gota de agua. La fuerza que requieren los protones para permanecer unidos en nuestros núcleos atómicos es infinitamente más intensa (¡un uno con treinta y ocho ceros a la derecha veces mayor!) que la fuerza que necesita una estrella para atrapar en su órbita a un planeta. Según la teoría de la Relatividad, ningún objeto en el Universo puede ir más rápido que la luz, pero el Universo mismo tiene la sorprendente propiedad de expandirse más rápido que ésta, debido a la dilatación del Espacio-Tiempo y al efecto de la enigmática y escurridiza energía oscura. No existe la noción de un centro del Universo, ya que la Gran Explosión (Big Bang) ocurrió en todas partes y al mismo tiempo, hace 13.800 millones de años, y por consiguiente no se puede señalar un punto exacto en el Espacio; pero en cambio sí podemos tener la certeza de un centro del Universo observable (el horizonte que nos permiten vislumbrar los instrumentos de medición con que contamos en la actualidad), el cual vendría siendo cualquiera de nosotros en calidad de observadores, pues el Cosmos se expande homogénea e isotrópicamente, y el punto de referencia sería usted mismo, alcanzando a contemplar, en el hipotético caso, una esfera con un diámetro de 93.000 millones de años luz. Y así me podría extender hojas enteras, ilustrando nuestra visión claramente sesgada acerca del mundo que fluye más allá de nuestras narices. En dicho sentido, ni siquiera han bastado 2.500.000 años de evolución cognitiva de la especie humana, para lograr resolver en una sola ecuación las cuatro fuerzas fundamentales que rigen al Universo. Incluso genios de una estatura intelectual superior, como Faraday, Heisenberg y Einstein, naufragaron en aquellas aguas. Y Si a este hecho le agregamos que el 96 % del Universo está compuesto por materia y energía oscuras, conceptos ajenos al entendimiento científico contemporáneo, estamos ante una evidente y acentuada ignorancia en cuanto a la comprensión del Universo mismo, pues la física clásica, la Relatividad General y la Mecánica Cuántica, con toda su rimbombancia y pergaminos, sólo está en capacidad de abarcar el 4 % restante, que corresponde a la materia bariónica, es decir, a la materia visible (galaxias, nubes difusas entre galaxias y partículas subatómicas), y todavía está a medio camino de unificar el conocimiento en una Teoría del Todo. Es pues menester de nosotros, los Homo Sapiens, embriagados de esa infinita vanidad, mirar al cielo (o bien dentro de nosotros mismos) y reconocer nuestra absurda pequeñez frente a las maravillas que aún no alcanzamos siquiera a interpretar.