Lo que el paro nos dejó-Colombia grita

Por: Juan Fernando Pachón Botero

@elmagopoeta

El derecho a la protesta es legítimo y democrático, y está consagrado en la Constitución como la herramienta más efectiva y poderosa en aras de expresar la inconformidad y el descontento general de un pueblo; pero en su ejercicio subyace una muy delgada línea que tiende a desnaturalizar su razón de ser; una zona roja en la cual convergen dos orillas irreconciliables del conflicto que nos convoca: el vandalismo recalcitrante y desbordado de unos cuantos pero ruidosos desadaptados (eso sí, menos nocivo y peligroso que el vandalismo consuetudinario que se practica desde las altas esferas del poder) y el exceso de autoridad que profesa la Fuerza Pública.

Nunca se sabrá a ciencia cierta a qué responde el accionar nonc santo de estos ciudadanos sin ley ni bandera. No es tan fácil establecer si son formaciones, o bien espontáneas, o bien estimuladas por fuerzas oscuras. Se tejen muchas teorías de la conspiración, carentes de pruebas sólidas en todos los casos. Siempre ha rondado en el ambiente la cuestión acerca de la conveniencia de que las marchas pacíficas se intoxiquen de “cuerpos extraños” que le restan legalidad. ¿A quién le favorece semejante vorágine urbana? Surgen varias respuestas. A los grupos insurgentes, claro que sí, que se alimentan del caos y la desesperanza. Al gobierno de turno, sin lugar a dudas, que se quiere armar de razones para declarar la conmoción interior, buscando de paso satanizar a los marchantes. A la oposición, es innegable, que aspira a pescar en río revuelto y sacar provecho político. Sin embargo, solo se trata de percepciones vagas, muchas veces infundadas, meras conjeturas. Nuestro pueblo se ha caracterizado históricamente por ser sumiso en términos de hacer valer sus derechos y apático en asuntos de democracia. Desde los albores independentistas, casi a la par de la fundación de la Patria Boba, hemos sido castigados por la mano rapaz de políticos ruines y miserables, los saqueadores mayores de los bienes de la Nación, para los cuales el pueblo representa solo una cifra de potenciales votantes, un frío dato estadístico, y no mucho más que eso. Las sonrisas estériles, los tamales y el aguardiente al por mayor y los puños en alto sobresalen en campaña electoral, pero ya con su curul o silla presidencial al hombro, los otrora radiantes paladines de la justicia y el orden retornan a su estado natural de insaciables devoradores de los fondos públicos, resguardados desde lo alto de sus egos, en sus universos paralelos donde la hierba crece verde y frondosa, los unicornios de colores vuelan y el país de cuento de hadas prospera en santa paz. Y el juego parecía funcionar a la perfección, pues daba la impresión de que la ciudadanía se había acostumbrado al sabor de la mierda, y siempre toleraba con cierta complacencia y pasmosa pasividad los sistemáticos abusos y ultrajes acometidos por la corrupta clase política del país, hampones de corbata elegante y labia altisonante, víboras despreciables cuyos hábitos nebulosos hunden sus raíces en una suerte de pacto faustiano. Pero tanto fue el cántaro a la fuente que al final terminó por romperse. Así pues, las masas se han levantado en un grito unívoco y solidario, lo que en sí es una buena noticia (al margen de los graves disturbios) en medio de este mar de miserias. La mala noticia es que vino a suceder bajo el mando del más inepto de los ineptos, un capitán bisoño y chambón que ha perdido su norte, incapaz de encauzar estas aguas de cambio que nos bañan, que desoye con total descaro el clamor popular, desidioso, ajeno a la autocrítica, mal rodeado y peor asesorado, que gobierna de espaldas al pueblo y solo a favor de las elites, que rehúsa emanciparse al yugo de su partido. Pero no todas las cartas están echadas, aún se puede enderezar el rumbo de este barco sin timonel: un quimérico deseo. La verdadera voz de protesta se debe hacer sentir con vigor en las urnas, y el 2022 está a la vuelta de la esquina. ¡Ojo con el 2022! Tan solo espero que no estemos condenados a elegir al “menos peor”, al veneno menos letal, como siempre suele ocurrir, o más grave aún, al que señale el falso mesías. ¿O acaso peco de optimista e ingenuo?

La nueva realidad

Tan solo unas cuantas décadas atrás, los medios tradicionales nos “enseñaban” que los malos estaban atrincherados en la selva profunda y en los montes más inaccesibles, que el enemigo común estaba compuesto única y exclusivamente por una malévola trinidad: mafia, guerrilla y paramilitarismo. De igual forma, se nos vendió la idea de un Estado Salvador y Supremo, de una Fuerza Pública inmaculada y de una clase política abnegada que solo velaba por los intereses del pueblo. Era (y sigue siendo) un discurso, salvo honrosas excepciones, amañado, sesgado, claramente distorsionado. Y tiene mucho sentido, pues los grandes grupos económicos, ligados a particulares compromisos políticos, son los dueños de los medios más importantes del país. Pero ahora las cosas son a otro precio, gracias a los avances tecnológicos del nuevo siglo y a una especie de despertar social. Cada habitante es un reportero en potencia (lo que puede ser bueno o malo según se mire), que, armado de la cámara de su teléfono celular y de sus redes sociales, muestra sin filtros, sin ambages, sin edición la realidad que nos golpea, misma que los noticieros pro establecimiento manipulan a su antojo y buen provecho. Pero cuidado, hay que aprender a leer entre líneas, pues el exceso de información es tan peligroso como el exceso de democracia. Así pues, las lentes de los medios tradicionales solo apuntan, por citar un ejemplo, a los manifestantes violentos que queman estaciones de policía, bloquean vías arterias y se atropellan con sus rostros cubiertos en las calles, hechos totalmente repudiables por supuesto, los cuales deben ser castigados con todo el rigor que exige la ley, pero se hacen los de las gafas con el sombrío proceder de la fuerza policial -dando fe a la gran cantidad de videos que circulan por las redes sociales -, lo cual me trae a la memoria los viejos vicios de las dictaduras del Cono Sur: piedras contra fusiles, torturas y desapariciones masivas. Sin embargo, y en un marco mucho más general, gracias a la mirada crítica del periodismo independiente y al poder de discernimiento de importantes sectores de la sociedad, se ha revelado ante nuestros ojos una verdad mucho más compleja: los malos no solo provienen de las espesas junglas con su fusil al hombro, ni de los barrios marginales, ni de los inmensos cultivos cocaleros; los malos también caminan muy orondos por los pasillos del congreso y de palacio, legislando a favor de los más poderosos, de sus amigos de la clase alta, contribuyendo así a la inequidad reinante, oprimiendo a los más débiles, celebrando contratos a su propia conveniencia y siempre en detrimento de sus electores. Hemos aprendido a fuerza de golpes que la corrupción es la madre de todas nuestras carencias, que no solo peca quien aprieta el gatillo sino también quien voltea la mirada, quien omite, que la maldad tiene rostro de criminal tenebroso de barba descuidada pero también de curita bondadoso de voz sosegada.

Aló presidente

Colombia, sin distingo de ideologías y partidos políticos, ha padecido a lo largo de su breve pero convulsa historia a mandatarios negligentes, indolentes, incompetentes, serviles, indigeribles, superfluos, mezquinos, pero ninguno tan nefasto como este remedo de estadista que ejerce el poder en nombre de su mentor, oculto desde las sombras, aunque evidente desde su reducto virtual del pajarito azul; un oscuro titiritero que ha puesto a su pupilo en la silla presidencial, una ficha de fácil manejo, dócil, consciente de su papel secundario, un “buen muchacho”. Iván Duque Márquez y su figura lejana, rolliza, gris, caricaturesca, su mirada ausente de ojos pequeñitos y asustados, sus rasgos de buen hombre, de idiota útil, su locuacidad vacua: habla mucho y no dice nada, sus discursos recitados al pie de la letra, el amigo de J Balvin y Maluma, el acróbata de la veintiuna, el rey de los asados, el resuelto bailarín, el bilingüe guitarrista, el presentador desangelado, el cid campeador de la “autoentrevista”; pero nunca un presidente. ¿De qué me hablas viejo? Iván Duque Márquez es doblemente nefasto, puesto que se constituye como un ave negra bicéfala, que se manifiesta por dos, tanto por su amo megalómano e insaciable, así como por sí mismo en su idiotez tragicómica. Su pecado original quedará grabado en los anaqueles de la historia. Su figura cuasi mitológica, mitad reyezuelo, mitad bufón, se desvanece como un barquito de papel a la deriva en medio del mar más bravío y torrentoso, representado en un estallido social sin precedentes, fruto de su desgobierno, de su insensatez, de su indiferencia insultante, de su desconexión con el pueblo. Todo en él es grandilocuente, cinematográfico, pero no por eso mismo loable, digno de aplaudir: su voz afectada y solemne, su labia de tecnócrata sofisticado, sus áridas diatribas en función de justificar lo injustificable, su ignorancia supina en asuntos de Estado, sus amigotes de universidad, que ahora forman parte de su imberbe guardia pretoriana, un desvergonzado comité de aplausos: la sociedad del mutuo elogio, mismos con los que otrora jugaba tenis y degustaba exquisitos cocteles en los clubes más encopetados. El caso Uribe-Duque se asemeja en algo (guardando las debidas proporciones) al de Rafael Leónidas Trujillo, el tirano dominicano que gobernó en cuerpo ajeno durante décadas, a través de innobles y pusilánimes hombrecitos, así como nuestro tristemente célebre presidente, Iván Duque Márquez. «Hemos tenido reyes malvados, y hemos tenido reyes estúpidos, pero nunca habíamos sido maldecidos con un malvado estúpido por rey» – Tyrion Lannister, el fantástico enano de Juego de Tronos. Y antes de que se me venga encima la feroz jauría con sus colmillos afilados, el coro de áulicos siempre presto al olor de la sangre, aclaro que no soy militante de ningún partido político ni profeso una especial predilección por corriente ideológica alguna, solo expreso mi inconformismo ante lo evidente, o al menos lo que yo considero evidente, despojado de todo fanatismo y apasionamiento, empujado por ese fuego interno que se desata en mi conciencia. Dicho esto, soy plenamente consciente de que no soy dueño de ninguna verdad, y cada quien tiene el libre albedrío de entender este momento histórico como bien le plazca.

Nosotros: el gran problema, pero también la solución

A pesar de la idea generalizada, ampliamente difundida cual axioma de fe, el verdadero problema nunca han sido (ni son ni serán) el ELN, las FARC, las AUC, el Cartel de Medellín o del norte del Valle, ni mucho menos Duque, Uribe, Petro, Pastrana, Samper, Barco o cualquier otro representante de nuestra diversa fauna política; el problema somos todos nosotros como colectividad y como individuos, nuestra idiosincrasia, nuestra corrupción endémica, desde el que unta la mano al agente de tránsito en su afán de salvarse de un comparendo hasta el que compra películas piratas a granel. Así las cosas, toda sociedad del crimen organizado, cartel o guerrilla, así como también todo aquel que llegare a portar la banda presidencial o a ejercer un alto cargo público con torcidas intenciones, en mayor o menor grado, estará representando nuestros valores morales extraviados, nuestros códigos éticos cuyo fundamento es el bien propio, nuestra conducta tribal exacerbada, nuestro ADN pendenciero e incendiario, legado de las hordas españolas en su febril travesía por estas geografías. Basta darse un paseo por las redes sociales, cuna de lo mejor y lo peor de todos nosotros: gente que defiende a capa y espada a ideologías trasnochadas en vez de a ideas innovadoras, gente que lanza hijueputazos a diestra y siniestra a todos aquellos que no comulgan con su credo político, “ciudadanos de bien” que pontifican acerca de las buenas costumbres sin la más mínima autoridad moral, gente que empeña su dignidad defendiendo ideales ajenos, basados en relatos dogmáticos y enemigos invisibles. Ahora bien, más allá de nuestra virulencia congénita, que alcanza su punto de ebullición en las redes sociales, también se vislumbra una nueva conciencia, un pequeño rayo de luz y esperanza: el ciudadano que escruta sus pensamientos antes de emitir un juicio, antes de poner sus dedos sobre el teclado, antes de convertir sus palabras en actos; un ciudadano que antepone sus deberes sobre sus derechos. ¿Cuántas generaciones habrán de pasar, si es que alguna vez se consuma tal hito, para que la sensatez y la decencia se conviertan en la norma? No lo sé. A lo mejor siglos, a lo mejor nunca. Sin embargo, quiero soñar con aquel día en que surja de nuestros escombros un líder que haga aflorar lo mejor de nosotros, que nos señale el sendero a seguir, que sea una fiel copia de lo que somos: un buen producto, ¡al fin una sociedad restaurada y viable! Mientras tanto, el país se halla inmerso en un fuego cruzado, atizado por doctrinas diametralmente opuestas; un país a merced de las torpes manos de un principiante, elocuente y doloroso resumen de lo que nuestra tierra produce, un país que somos todos y ninguno.