Maradona vs Diego: «la pelota no se mancha»
Por: Juan Fernando Pachón Botero

@elmagopoeta

Vengador de las Malvinas, santo patrono de Nápoles, prócer de Villa Fiorito, el “carasucia” más auténtico, el sueño del pibe, el gol del siglo, la mano de Dios, México 86, la Santísima Trinidad del Fútbol. El Diego, su nombre artístico de genio Todopoderoso, la alegría de un pueblo; Maradona, su divina creación, su amarga condena; “el pelusa”, su alias para la eternidad; el balón, su credo; la noche, su dulce pecado.

Y antes de que salgan los moralistas y las venerables señoras del Carulla a rasgarse las vestiduras, invoco la frase del maestro Fontanarrosa: «No me importa lo que hizo con su vida, sólo me importa lo que hizo con la mía». Dicho esto, queda clara la sentencia: no se pueden desligar el hombre del futbolista, el santo del demonio, el genio del personaje polémico, transgresor. Ésa fue su cruzada interior, su trágico destino. Primero hablemos del genio: el Diego, ungido por la gracia divina. Siempre vital, fluyó como un haz radiante sobre el césped, dotado de una zurda mágica, bendito entre los mortales. Él solito libró las causas más extraordinarias, como el día que derrotó en frenética carrera a media docena de súbditos de la Corona británica. Su primera gran gesta fue escapar de la miseria, fruto de su vínculo sagrado con la pelota. En Argentinos Juniors empezó a escribir la novela de sus sueños, el best seller más rotundo; de sus piernas brotó la semilla del milagro, y un día con su mano, sí, con esa pícara mano, le pondría el sello notarial ante una multitud incrédula, apostada en el Estadio Azteca. Y de allí saltó al Boca de sus amores, el club que le adoptó como su hijo eterno, donde cada domingo consumaba una hazaña tras otra, como si fuera parte de un contrato bilateral entre la hinchada y su persona. A tierras europeas llegaron noticias del nuevo mundo, acerca de un maravilloso tesoro de poco más de metro y medio y melena alborotada. Primero hizo escala en Barcelona, donde dejó trazos de su portento extraterrestre, pero la vida nocturna, las malas compañías y el exceso de testosterona de un picapiedras de nombre Goicoetxea le cortaron el vuelo. Y pasada la tormenta… no vino la calma; se desencadenó un huracán vestido de cortos y con un diez en la espalda: el campeonato del mundo de 1986, su obra maestra, su pintura más hermosa, la expresión más sublime que jugador alguno haya desplegado sobre un campo de juego. Antes cabe recordar, que tanto Diego como sus compañeros de selección salieron de la Argentina por la puerta de la cocina y regresaron en carro de bomberos, recibidos con los más altos honores, como libertadores, como los vencedores de la Tercera Guerra Mundial, gracias a los regates indescifrables y al férreo caudillaje del “cebollita”. Valdano, primero poeta que futbolista, resumió, tiempo después en una de sus tantas crónicas, el valor de semejante epopeya: «si Diego hubiera llegado en un caballo blanco a la Argentina lo hubiesen recibido como al mismísimo General San Martín». El santoral de la patria recibe a un nuevo integrante, junto a Gardel y a Evita Perón. Y por si no bastara un mundial a cuestas, autoría casi en exclusiva suya, únicamente suya, el Diego puso su mira telescópica en una pequeña y pintoresca ciudad del sur de Italia, que lucía ínfima y desvalida al lado del norte opulento, engreído e industrializado. El humilde Napoli no existía en el mapa del fútbol, … hasta que aterrizó de tierras catalanas un barrilete cósmico (con la venia de Víctor Hugo Morales, el relator del gol de goles). De sus pies forjados en el potrero nacieron las jugadas más gloriosas, las tardes más rutilantes, los rostros más felices; el fútbol como obra social, como expresión de arte, como fenómeno de multitudes, como bálsamo liberador. Fue tal el impacto que generó en el pueblo napolitano, que luego de los triunfos más inverosímiles frente a los más encopetados rivales, los eufóricos tifosi visitaban las tumbas de sus seres queridos para hacerles partícipes de su desbordado gozo, al grito de «no saben lo que se están perdiendo». Hoy día, el fervor de aquella ciudad a la vera del Vesubio se divide entre San Genaro y este santo moderno y pecador. A pesar de no haber pisado en su vida un claustro universitario, ostenta un título que define su esencia metafísica: “maestro inspirador de sueños”, otorgado por la asociación de ex alumnos de la Universidad de Oxford.

Pero las monedas tienen dos caras, así como la Luna y como el mismo Diego. Ahora hablemos de sus demonios, de su lado humano, de sus más hondas contradicciones. El Diego escaló las cuestas más empinadas e imposibles y una vez allí, fue víctima de su grandeza, siendo devorado a fuego lento, en un extraño acto de antropofagia, por su alter ego ingobernable: Maradona. Mujeriego, adicto, ególatra, irresponsable, paridor de hijos espurios, explosivo, lenguaraz, borrachín, pequeño bribón, enfant terrible; un hijo de puta con todas las letras, pero un hijo de puta encantador, divertido, contestatario, carismático, el más humano de los humanos, un dios de carne y hueso, el Zeus que raptó a la princesa Europa, disfrazado de toro blanco y lujurioso. Razón tenía Francisco Maturana, primero filósofo que hombre de fútbol: «A Maradona no hay que tratar de entenderlo, sólo hay que disfrutarlo». Ya lejos de las canchas, de la adrenalina que provoca el olor a pasto fresco, de los flashes en las ruedas de prensa, distanciado de su amante, la veleidosa esférica, libró el partido más duro de su vida: su lucha consigo mismo, disputa que perdió por goleada catastrófica. Fue prisionero de su propio éxito, de ese personaje mitológico que construyó en torno a sí, y que fue derrumbándose in crescendo cual castillo de naipes. Y es que no debe ser fácil ser Maradona, estar en su piel por un segundo, soportar el peso de sus épicas proezas, de su imagen de héroe popular, de figura de culto. Su pecado original fue haber nacido pobre, en cuna humilde, privado de los bienes más elementales, puesto que la fama y el dinero le atropellaron sin previo aviso, como sigue sucediendo con muchos de nuestros ídolos de barro. Su imagen de redentor, de dios viviente, de arquitecto de utopías  le mantuvieron prisionero en una jaula de oro, rodeado de hienas insaciables, de esos que llamamos amigotes. Pero más allá de sus miserias y bajezas, fruto de su entorno enrarecido y su enigmática naturaleza, supo ser amigo de los más desfavorecidos y los más débiles. Dicen los que tuvieron el privilegio de pertenecer a su círculo más íntimo, sus amigos verdaderos, que su generosidad y don de gentes siempre le acompañaron. De otro lado, sus declaraciones incendiarias no tuvieron buen recibo entre los poderosos. A su particular manera defendió los intereses de las minorías y de sus más cercanos. La FIFA, los gobiernos de ultraderecha, los corruptos dirigentes, todos fueron blanco de sus dardos venenosos.

Y llegó el día señalado, el día D, el día que se veía muy próximo, dados sus continuos desenfrenos y avatares; pero consumada la profecía nos dimos cuenta de que nadie se lo tomó muy en serio. Yo, por lo menos, quedé aturdido con la triste noticia. Atrás han quedado sus galopadas infinitas, sus gambetas endiabladas, sus poses de divo indigerible, sus frases ingeniosas, su Ferrari negro sin pasacintas, sus fiestas con la camorra, sus orgías con las putas, sus expresiones balbucientes, la iglesia que se fundó en su nombre, su amistad con Fidel Castro, su tatuaje del Che Guevara, sus cordones sueltos al son de “Live is life” de Opus, su sonrisa de niño tierno, su miedo a la soledad, su bondad encubierta en su papel de ogro. Ha partido un hombre con mil vicios (como cualquiera de nosotros) y una virtud que bien vale por mil. Pero como él mismo lo dijo en su emotivo discurso de despedida en la Bombonera, tras reconocer su condición de ángel caído: “La pelota no se mancha”. Tanto en el terreno de juego como en la vida enseñó lo mejor y lo peor de su repertorio. Así pues, ha partido un hombre que al mismo tiempo fue muchos hombres. Se fue el Diego. Se fue Maradona. Se fue una parte entrañable de mi niñez. Se fue un genio. Se fue  el hombre mitad héroe, mitad villano, un villano que clamaba ser salvado, quizás el villano más amado. Muere el mejor futbolista que ha pisado este planeta, nace un mito: un “10” para la eternidad.