Otra manera de entender el fundamentalismo islámico
fernando pachón
Por Juan Fernando Pachón Botero

@JuanFernandoPa5
Oriente Medio: región de la media luna fértil, ruta deliciosa del incienso; oasis de sabios ancestrales, sultanes lujuriosos y mezquitas que se alzan al cielo; cuna de las civilizaciones más antiguas, manantial de los dogmas más sagrados, madre de las guerras más épicas; tierra mágica y exótica, enaltecida por caravanas de beduinos y camellos, de la cual brotaron milagrosos poetas, cuya rica tradición oral nos brindó para la posteridad: alfombras voladoras, genios en botellas y harenes custodiados por eunucos.

Su suelo ha sido bendecido con un océano de arena, que en su contemplación magnética induce al espíritu humano a abandonarse en su sobrecogedora soledad, solo resuelta por dioses atentos que acuden al rescate divino. Desde una mirada judeocristiana, Yahveh llenó ese vacío. A la luz del atávico rito musulmán, Alá ocupó ese espacio. Ésta es una historia que viene desde los tiempos del patriarca Abraham, quien se puede identificar como el gran tronco común, de donde germinaron las tres religiones monoteístas que más fervor despiertan en el planeta (copiando varios conceptos básicos del mazdeísmo: antigua religión persa).
Fundamentalismo islámico

Pero así como el misticismo de sus tierras desérticas ha dotado a sus habitantes de una espiritualidad profunda y arraigada, sus fronteras geográficas y su ubicación estratégica en el mapa la han convertido en una zona voluble e incendiaria, plantándose como una barrera infranqueable entre sus pueblos. Del mismo modo, sus incontables riquezas (en particular ese combustible viscoso que yace bajo su suelo, el cual adquirió real relevancia en la época industrial de mediados del siglo XX) han empujado a los grandes imperios, a lo largo de la historia, a observarle con sigilosa avidez, acechando de manera peligrosa sus amplios territorios. Así pues, y sirviéndose de su condición de puente comercial entre Europa, Asia y África, han confluido allí: egipcios, griegos, cartagineses, romanos, macedonios, turcos otomanos, ingleses, franceses, rusos y norteamericanos; arrancándole de tajo sus preciados bienes y, en algunos casos, absorbiendo lo mejor de su cultura milenaria, lo que ha dado lugar a una conciencia colectiva que ha hecho su curso en la historia con la sangre en el ojo. Pero también, al mismo compás, de sus tierras han florecido civilizaciones poderosas, que han permitido encontrar un punto de equilibrio entre sus gentes: babilonios, sumerios, asirios, fenicios, persas, acadios, cananeos, árabes, quienes, dada la dinámica convulsa de la región, se han turnado en el poder, estampándole una impronta de grandeza, que hoy a la distancia se observa como un espejismo remoto, cargado de un alto contenido de nostalgia y dolor.

Grandes líderes se han posado sobre su superficie: Nabucodonosor II, autor intelectual de los jardines colgantes de Babilonia, una de las siete maravillas del mundo antiguo; Ciro el grande, Jerjes y Darío, máximos exponentes de la época dorada de la civilización persa; Saúl, David y Salomón, la trilogía de reyes israelitas que sentaron las bases del proverbial orgullo judío; Saladino, el sultán más influyente de su época en el mundo islámico; Jesús, cuya portentosa oratoria, dominio de las masas y probada sabiduría, hizo que la historia de la humanidad se partiera en dos: en un antes y un después de su venida a la tierra; T. E. Lawrence, el inglés que se enamoró de Arabia y supo ser correspondido. Pero como una ley casi inexorable, también ha recibido el azote de legendarios gobernantes: Alejandro Magno, quien detuvo el avance voraz de las hordas persas; Ramsés II, el mismo que esclavizó a los israelitas en tiempos de Moisés; Julio César, el célebre dictador romano que persiguió el sueño de unificar Oriente y Occidente; Gengis Kan, el guerrero mongol que asoló las tierras de casi todo Oriente Medio; Solimán el magnífico, el brillante legislador otomano que solidificó la supremacía turca sobre suelo árabe. Todos ellos, tanto los hijos de la tierra como los usurpadores, han sembrado una compleja atmósfera de discordia irreconciliable que ha perdurado hasta nuestros días.

Y es aquí donde quiero hacer un alto en el camino, pues desde que tengo pleno dominio sobre mi razón, he venido siendo testigo de la tóxica manipulación que vienen ejerciendo los medios internacionales en torno a este conflicto de muy vieja data (que el Medio Oriente ha venido sufriendo en carne propia), en el sentido de abordar de manera sesgada el caso del fundamentalismo islámico, tan cacareado por estos días. Es muy claro que aquellos pueblos árabes, dado su acentuado acervo cultural, tienen tatuada en su genética una posición decididamente intransigente frente a la civilización occidental; pero también es cierto que en muchas de sus etapas históricas han sido sometidos duramente por el opresor venido de tierras lejanas, el cual no ha ahorrado esfuerzos en su afán inmutable de conquista, llegando a patrocinar, incluso, desgastantes luchas fratricidas. Entonces, no entiendo la postura ampliamente parcializada de gran parte de la opinión pública de Occidente en torno a los hechos acaecidos en este último tiempo, muy en especial los referentes a los atentados en EEUU, Francia, Inglaterra y España, llevados a cabo por corrientes fundamentalistas, practicantes del credo musulmán (Al Qaeda, Talibanes, Hamás, ISIS, etcétera); y en manifiesto contraste con la indolente mirada de aquella misma gente a los ataques e invasiones perpetradas por estados con serias intenciones capitalistas, que actúan a la usanza de primitivos bucaneros de alta mar (EEUU, Israel, Inglaterra, Francia y URSS, entre otros), en una ecuación donde la indefensa población civil de pequeños países del Medio Oriente y del norte de África se llevan la peor parte (Irak, Líbano, Irán, Libia, Siria, Afganistán, etcétera). Es evidente que ninguna de las dos posiciones es digna de aplaudir, pero lo que sí debe ser evaluado es el diferente rasero con que se miden ambas situaciones, a todas luces un insulto al sentido de igualdad que tanto se publicita en las democracias modernas. Ahora me pregunto: ¿Acaso es más valiosa la vida de un europeo que la de un árabe? ¿Tiene más peso un ataque suicida en París que un bombardeo en Irak? Pero antes de continuar con las disertaciones existenciales, demos un pequeño paseo por la historia para entender las razones de peso de mi profunda molestia.

El fenómeno del extremismo islámico se debe manejar con mucha cautela para no caer en enfoques inapropiados. Como punto de partida, debemos entender bien a fondo las raíces del asunto: Luego de cinco siglos de dominio romano, desde los tiempos de Cristo, Europa quedaba a merced de legiones de bárbaros incultos y descuidados, que sólo se especializaron en el pillaje y las guerras fugaces, dejando de lado las buenas maneras políticas, lo que derivó en una seria pérdida de identidad cultural. Aquel periodo fue conocido como la Edad Media, la etapa más oscura del viejo continente. Fueron casi mil años de oscurantismo y desesperanza. Y como si fuera poco, la peste negra arrasó con la tercera parte de su población (S. XIV). Pero mientras allí se nublaba el panorama hasta límites insospechados, en tierras lejanas nacía un nuevo orden mundial: la civilización árabe, fruto del impulso que supo darle un hombre excepcional, Mahoma, padre fundador del islam: movimiento político-religioso que se constituyó en una especie de bálsamo edificante, dándole el estímulo espiritual a un pueblo perdido en el desierto, que se lanzó de manera impetuosa hacia la conquista de nuevos horizontes. El punto de inflexión de aquella epopeya árabe estuvo marcado por la hégira (la huida del profeta de La Meca a Medina – Arabia Saudita – en el año 622 D.C), el año cero para los creyentes del Islam. Fue tal la fuerza de su espada y de su fe que aquel pueblo no tardó en abandonar su naturaleza nómada y pastoril para convertirse en un vasto imperio, comprendiendo un área que abarcaba desde el oriente en la India hasta el occidente en España, y pasando por toda la región de África del norte. Pero más allá de la gesta como tal, lo notable de aquella expansión musulmana por el viejo mundo, fue su prudente manera de gobernar (desde el siglo VII hasta el siglo XV), acogiendo de forma justa a los demás pueblos que dominaban a su paso. De tal suerte, musulmanes y judíos celebraron una alianza muy ventajosa, conviviendo en mutua paz y armonía. Fue como un pacto silencioso, un refinado eclecticismo donde cada cultura sacaba lo mejor de la otra. La época de mayor esplendor se evidenció en el califato de Córdoba (siglo X), la ciudad más luminosa y fastuosa de aquel tiempo, donde la ciencia y el arte eclosionaron de una manera nunca antes vista, gracias al sincretismo más pragmático y eficaz que civilización alguna haya desarrollado jamás.

Pero luego de ochocientos años de hegemonía musulmana, compartiendo honores con el imperio bizantino (el imperio de Roma en oriente, asentado en Constantinopla – la actual Estambul en Turquía-), los árabes no lograban reponerse del duro golpe que les significó las invasiones mongolas (siglo XIII) y de las infames cruzadas (a pesar de que no perdieron ninguna de las cinco acontecidas), impulsadas por papas católicos de línea dura. Fue así como la Europa cristiana relevaba en el poder a los árabes, quienes a su vez también iban cediendo terreno valioso con los turcos otomanos. A este periodo se le conoció como el Renacimiento, una de las etapas más brillantes del antiguo continente. Aquél fue un cambio trascendental que torció el rumbo de la historia. La Europa rural daba un salto de calidad, despidiéndose del atraso medieval que arrastraba desde el colapso de la Roma imperial, para así darle la bienvenida a un universo mucho más refinado, pletórico de una exquisita cultura y saberes sofisticados (muchos de ellos, tomados de la civilización árabe). Al otro lado, cruzando el Mediterráneo, la Gran Arabia se derrumbaba a la sombra de un nuevo flagelo: el naciente imperio otomano, hundiéndose irremediablemente sobre sus propias arenas. Pasarán quinientos años, con sus ires y venires, y ambas sociedades transitarán por sendas diametralmente opuestas. Y así, daremos un salto en la historia hasta finales del siglo XIX y principios del XX, donde el poder lo compartían Francia e Inglaterra. Mientras tanto, el imperio turco otomano aún estaba anclado en tierras árabes, pero ya sin el vigor de otros tiempos. Así pues, llegó el periodo entre la primera y la segunda guerra mundial, y con éste cambiaría drásticamente el decorado en el Oriente Medio. Los turcos otomanos caían de manera definitiva, gracias a la revolución de los jóvenes turcos y a las revueltas de los países árabes, situación muy provechosa para ingleses y franceses, quienes esperaban con calculada paciencia, cuales aves de rapiña, para entrar en el juego de poderes, buscando ejercer su dominio absoluto sobre estos pueblos.

Y es éste el punto coyuntural, el momento culmen, la gota que rebosó la copa de los pueblos árabes, y muy en particular de las nuevas generaciones musulmanas, que veían cómo el mundo capitalista se apoderaba de sus riquezas, sumiéndolos en la miseria más deplorable. Tanto ingleses como franceses, auténticos vendedores de humo, se valieron de todo tipo de artimañas para mantener bajo su control a los pueblos del área. A los musulmanes les prometieron unificar a su amada Arabia, haciéndoles realidad su sueño de un proyecto panarabista (lo que hoy llamamos Irak, Irán, Jordania, Siria, Líbano, Israel, Egipto). Por su parte, a los judíos también les ofertaron ese mismo territorio para ellos, garantizándoles poner fin a su diáspora de casi dos mil años. Al final, unos y otros se quedaron con las manos vacías, mientras observaban con rabia y desconsuelo cómo ambas potencias occidentales se quedaban con sus tierras, repartiéndoselas según los caprichos de las multinacionales petroleras, al mejor estilo de un juego de monopolio. Como premio de consolación, la coalición franco-británica se ideó la figura de un protectorado, que les brindaría a los árabes cierta autonomía, pero no pasó de ser otro vil factor distractor. Fue una de las jugadas más maquiavélicas de las que se tenga noticia, pues de esta falsa promesa aflorará el actual conflicto árabe israelí: un rencor envenenado y visceral que crece con el tiempo. De otro lado, aquel engaño diabólico fue el caldo de cultivo en donde se empezó a cocinar el fundamentalismo islámico en su manifestación más radical, que no es un dato menor. No obstante, su explosión definitiva sólo se vendrá a dar a mediados de siglo (aunque desde siempre se han dado manifestaciones esporádicas, como los asesinos de Alamut en el Irán del siglo XI). Luego, y para complicar aún más el entramado, la ONU, a manera de indemnización debido a los atropellos sufridos por los judíos en el holocausto nazi, aprobó en 1948 la creación del estado sionista de Israel, un cuerpo extraño que fue metido a empujones en la zona, alterando su frágil estabilidad y dando inicio al éxodo palestino, uno de los dramas sociales más conmovedores del último tiempo. Como telón de fondo, destaquemos la aparición de un nuevo condimento en la salsa: la guerra fría entre EEUU y la Unión Soviética, los grandes vencedores en el periodo de la postguerra. Como era apenas obvio, ambas súper potencias no se querían quedar por fuera de la vulgar subasta, buscando quedarse con la mayor porción de la torta; situación que enardeció aún mucho más el hondo resentimiento que se estaba gestando entre la población árabe. El caso más patético lo protagonizó el clan petrolero Bush, pues tanto el padre como el hijo se inventaron sendas guerras relámpago en el golfo pérsico, con el firme propósito de apropiarse de su preciado oro negro, el cual muy probablemente fue a parar a sus arcas personales en Texas (esta apreciación es de mi cosecha).

Ahora empecemos a acomodar las piezas en el justo lugar que les corresponde. El Islam es una religión que se fundamenta en el amor y el sometimiento, pero a su vez , también fue adoptado, desde las enseñanzas y vivencias del profeta, como un sistema político innegociable, lo que en sí puede representar una inconveniente dualidad, dando lugar a interpretaciones contradictorias (donde, además, la mujer queda muy mal posicionada). En este sentido, uno de los pilares del Islam es la Yihad, la guerra santa, que invita a sus seguidores a combatir a los infieles (todos aquellos que no profesen su fe). Sin embargo, este concepto se debe estudiar con suma moderación, pues según los textos sagrados del Corán se deben tener en consideración dos tipos de Yihad: la mayor, la cual exhorta a la lucha interior por ser cada día un mejor musulmán; y la menor, la cual persigue un ideal mucho más mundano, otorgándole un carácter belicoso, que busca imponerse al enemigo mediante las armas en tiempos de guerra. Y aquí es donde está la sustancia del asunto, ya que las nuevas generaciones islamistas, que han visto cómo son rifadas sus tierras ancestrales al ritmo que proponen las potencias occidentales, le han dado un significado a la Yihad en consonancia con sus intereses de índole totalitario, siendo coherentes con sus urgencias históricas en una época donde el capitalismo funge como una daga amenazante. Así las cosas, el modernismo, lejos de ser visto como la panacea para esta comunidad huérfana de oportunidades en el ámbito internacional, representa, en cambio, el escenario propicio para que la brecha entre ricos y pobres se extienda cada vez más, creciendo de una manera exponencial.

Ahora revisemos la problemática de los jóvenes árabes, herederos de las guerras más atroces y estériles, diseñadas metódicamente por el invasor occidental, que sólo busca hacerse con el petróleo de la zona, tan agitada como potencialmente próspera. En este orden de ideas, es perfectamente entendible, mas no justificable, el hecho de que aquellos seres olvidados y golpeados por la vida, que hierven de una ira exacerbada, se refugien en las dadivosas ofrendas del Corán para con sus mártires, pues según rezan algunos de sus versos capitales (suras), todo aquel que muera por la causa de Alá tendrá garantizada una vida eterna en un reino de sensualidad, colmado de los placeres más apetitosos: Bellas vírgenes con senos exuberantes y piel de terciopelo, ríos por cuyo cauce corre la miel más pura, frutas y manjares de sabores exquisitos, aromas de jardines nunca antes vistos en la tierra, linos y sedas de texturas que desafían los sentidos, y un sinfín de maravillosos regalos, propios del califa más hedonista en los tiempos gloriosos del Islam. Es una lógica sencilla pero desconcertante, que se resume de una manera simple: niños que crecen resentidos, con los corazones endurecidos y desbordados de un odio encendido hacia sus verdugos (aunque no debemos perder de vista las disputas tribales entre musulmanes chiitas y sunitas – en muchos casos, fomentadas por gobiernos despóticos del área -), cuyo sombrío legado les ha ido moldeando una rústica y apática conciencia, alentándoles a enarbolar las banderas de una causa perdida; para luego mudar hacia la adultez, alimentados por un fuego malsano e inspirados por esa confusa espiritualidad que les arroja hacia un abismo sin fondo, con la única esperanza de alcanzar un estatus de inmortalidad, repleto de lujosas prebendas y finos tesoros, que contrastan con la existencia miserable que padecen en el plano terrenal.

El fundamentalismo religioso no solo debe ser observado como un patrimonio exclusivo de la doctrina musulmana, pues mucho antes fue echado a rodar por los cristianos europeos, dóciles hasta entonces, en la época de las cruzadas y de la Santa Inquisición, así que no caigamos en el error de emparentarlo únicamente con la religión islámica. La historia siempre ha sido escrita por los vencedores, y ése es el impuesto que han de pagar los subyugados. Así pues, tendremos que esperar hasta el fin de los tiempos para emitir una sentencia definitiva. Por el momento, solo nos basta entender lo que nuestro sentido común tenga a bien indicarnos. Yo, por si acaso, entiendo que aquel “Frankenstein” llamado fundamentalismo islámico, igualmente condenable, es la réplica apenas lógica, matizada por un efervescente contexto geopolítico, de una generación extraviada en el tiempo que no tiene nada que perder, y sí, en cambio, mucho terreno por recuperar. Quizás este flagelo contemporáneo, marca registrada del mundo árabe, sea una respuesta desesperada a la insaciable codicia de aquellas sociedades cimentadas sobre las bases de un colonialismo desbocado, donde es mucho más importante la extracción sistemática de los bienes materiales, que la preservación de la salud de los pueblos que supuestamente amparan. Soy consciente de que este peliagudo asunto merecería muchas más líneas, no obstante, confío en mi capacidad de síntesis para invitarlos a reflexionar un poco más acerca de una región con un pasado extraordinario, con más de cinco mil años de historia a sus espaldas, pero que en la actualidad carga con una pesada cruz, del tamaño del implacable régimen instaurado por los que hoy ostentan el poder. Pero siempre habrá un mañana, y con éste, la ilusión de un cambio de roles que propicie la caída del statu quo establecido. Y ojalá esta vez, sí sea para propinar ese golpe contundente que al fin ponga las cosas en el sitio que se merecen. ¡Qué así sea!