Por: Juan Fernando Pachón Botero
Jufepa40@hotmail.com

Prepárense para conocer la reveladora historia de dos hombres que señalaron el curso de la historia contemporánea, tratando de llevar su mensaje a las masas, cada uno a su manera, y dejando enseñanzas tan incompatibles como el agua y el aceite. Y que en una maroma del azar, se vieron ocupando un mismo privilegio, que puesto hoy bajo la lupa desde el estricto revisionismo histórico, deja flotando en el ambiente un gran manto de duda. ¿Pero cómo fue posible que pasara tal cosa? Es la pregunta que quedará rondando en sus cabezas.

El hombre que pudo haber sido y no fue
Empecemos con el personaje más desconcertante, que quiso tomar múltiples caminos en su vida, pero solo le fue posible transitar por la senda más innoble. Ya verán el porqué.En el amanecer de su existencia, cuando aún su conducta estaba en etapa de construcción, el médico de su familia excavó en los rincones más íntimos de su mente, tratando de encontrar alguna pista acerca de su anómalo comportamiento, que tanto inquietaba a su madre. Ante su estéril exploración buscó auxilio en su amigo y consultor de cabecera, Sigmund Freud, presentándole el complicado cuadro clínico de aquel paciente que le ocupaba. El diagnóstico, según el padre del psicoanálisis: “un grave desorden en el comportamiento que amerita inmediata atención y tratamiento especializado”. Su padre se negó de manera rotunda, negándole la posibilidad al niño de enderezar su andar, o al menos de intentarlo.
Pasaron los días, y el asunto quedó en el olvido. Incluso, al compás de sus travesuras infantiles se vio seducido por la solemnidad que le producían los actos religiosos, que de cuando en vez observaba con cierto agrado. El niño le dijo a su familia que cuando creciera quería vestir la sotana, pero su padre no pensó que fuera una buena idea, pues añoraba que siguiera sus pasos como funcionario de aduanas. Pronto, su vocación temprana se hizo humo.
Luego, años después, cuando un bigotito insípido gobernaba su inexpresivo rostro, se refugió en la pintura, tal vez para exorcizar los demonios que le aquejaban desde niño. Se presentó a la academia de artes en calidad de aspirante. Los profesores que observaron con detenimiento su técnica con el lápiz y el pincel le agacharon el dedo. Aquel atormentado chico no entendía, según su percepción idealizada de los hechos, la ceguera de aquellos necios que se negaron el privilegio de tenerle en su escuela. La suerte, o más bien el talento artístico, conspiraba en su contra. No le quedó más remedio que alejarse, masticando su gran desazón.
El muchacho aún convivía con ese “otro yo” siniestro que le azuzaba al oído, pero estaba obsesionado en convertirse en la encarnación viviente de aquellos pintores renacentistas que habitaban en sus sueños más optimistas. Solo tenía una misión en la vida: pintar las más hermosas obras que ojos algunos hubieran visto jamás. Pintaba de día. Pintaba de noche. No escatimaba esfuerzo alguno en perfeccionar sus trazos. Luego, cuando se sintió preparado para el gran reto, lo intentó una vez más, presentándose nuevamente a la academia. El final de la historia fue el mismo. Su furia, en forma de bestia acorralada, se confundía con su honda amargura. Pero no le quedó más remedio que aceptarlo con el estoicismo que más adelante le abandonaría. Tal parecía que la vida le tenía reservado otro destino.
Pero no, aquel tenaz adolescente, ya camino a la adultez, y todavía con serias contradicciones espirituales e imbuido en una rebeldía sin causa, propia de su edad, estaba empeñado en triunfar. Como la pintura le dio la espalda, se inclinó por la arquitectura. Elucubraba sin cesar, viendo pasar ante su mente los más bellos edificios y los más imponentes monumentos públicos jamás concebidos. Confiaba en el buen juicio de sus examinadores, pero una vez más recibió una dura bofetada de la vida. Pesó mucho en su nuevo revés el hecho de que no tenía el diploma de grado del colegio, requisito fundamental para continuar con la nueva carrera de sus amores. Era como si un sino trágico se hubiera cernido sobre su humanidad.
Algún tiempo después, mientras seguía alimentando ese aciago ser que le ardía desde las entrañas, intentó forjarse una exitosa carrera miliar, pero tanto los altos mandos, que no le daban mayores posibilidades, dada su escasa capacidad para el liderazgo, así como sus iguales, que solo veían en él a un cabo zalamero y lisonjero con sus superiores, le cortaron las alas en su nueva empresa. No obstante estos factores adversos, tuvo el honor de recibir la cruz de hierro de primera clase por sus actos valerosos en la primera guerra mundial. Pero ni siquiera eso le alcanzó para convencerlos de que estaban equivocados.
Pero entonces, cuando su suerte parecía echada, y como si de una epifanía bíblica se tratara, descubrió un nicho donde podría ser ampliamente aceptado: la política. Su poderosa oratoria, pese a su sencilla figura; sus poses histriónicas, ensayadas con disciplina prusiana, siempre al son de las óperas de Wagner; su determinación de acero, condimentada con sus discursos nacionalistas, le valieron el respeto del pueblo. Escaló meteóricamente en su intención de manejar los hilos del poder. Hipnotizó con sus arengas incendiarias a las multitudes. Encantó a los círculos sociales más altos con su disfrazada amabilidad. Y mientras observaba desde lo alto, al fin, su sueño cumplido, decidió dar a luz al engendro que le carcomía el alma. Ya embriagado de poder, se entregó a su diabólico proyecto: conquistar el mundo y fundar una nueva raza de súper hombres. Corría el año 1939, y la guerra más devastadora que la humanidad haya conocido estaba por asomar su monstruosa cabeza. El resto es historia harto conocida.
Así pues, aquel otrora niño, abrumado por esa sustancia malsana que le quemaba en su interior, y que alguna vez quiso ser sacerdote, pintor, arquitecto y militar, terminó convirtiéndose en el campeón de la maldad a una escala nunca antes vista. Su nombre: Adolph Hitler, epítome del terror y la infamia.

El hombre que libró dos batallas
Ahora es el turno del personaje menos aparatoso en su andar, que siendo hijo de un influyente funcionario del estado, terminó vistiendo harapos al final de su vida, y cuyo símbolo de poder estaba representado en un simple bastón, mismo que no pudo protegerle de las inclementes balas que le cortaron la respiración, no sin antes arrojar un grito suplicante al cielo: “¡Oh Dios!”
De su infancia no hay mucho que decir, más allá de su discreto rendimiento escolar, a pesar de su privilegiada posición social, más aún en un país como el suyo, donde el represivo sistema de castas coartaba las libertades más elementales. Ya a los trece años la vida le atropellaba con la bravura de una tempestad en alta mar, pues se vio en la obligación de cargar bajo su lomo un pesado ladrillo: el matrimonio. Como era la costumbre ancestral de su pueblo, todo fue arreglado por conveniencia. La noche nupcial en vez de consumar ese fuego inaplazable, solo atinó a cerrar la cortina de la habitación, lanzando un tibio reproche a su padre por aquel trago amargo que le estaba haciendo pasar. Sin embargo, contrario al otro niño de la historia, en su interior se gestaba una desbordante fuerza espiritual, que no tardaría mucho en salirse de su cauce.
Cuando rondaba los 16 años de edad sus hormonas le jugaron una mala pasada. Mientras cuidaba a su agonizante padre, ya entregado a los últimos coqueteos con la muerte, se permitió una pequeña licencia para irse a acostar con su joven esposa, dando rienda suelta a las artes amatorias. Pero la vida le hizo una broma macabra que le marcaría por el resto de su existencia, pues a la par que se fundía en un solo cuerpo con su consorte adolescente, su padre dejaba escapar el último suspiro que le acompañaba, evaporándose hacia la eternidad. Fue un fuerte impacto, como si una estampida de búfalos le hubiera pisoteado su corazón. Sin embargo, este duro revés también le sirvió para fortalecerse en su eterna búsqueda, camino a la perfección moral.
Tiempo después, con una visión más serena sobre la vida, emprendió la aventura inglesa. Ya radicado en Londres, inició la carrera de abogacía, donde encontró un espacio idóneo para desarrollar su proyecto espiritual. Inglaterra le impactó de tal manera, que ocasionalmente dejaba de lado su faceta de hombre impasible para entregarse a la magnificencia del capitalismo y al brillo que le ofrecía la capital del mundo, por aquel entonces. Incluso, soñaba en convertirse en un caballero inglés a la vieja usanza. Pero algo dentro de sí le indicaba que su horizonte apuntaba en otras direcciones menos prosaicas.
Luego de su periplo por Inglaterra, y con el cartón de abogado bajo el brazo, se asentó en Sudáfrica, donde su idilio con los ingleses se vería abruptamente interrumpido. Allí se dedicó a ejercer con gran éxito las enseñanzas adquiridas en leyes, pero aún estaba en tránsito hacia su mejor versión. Algunos historiadores sostienen que en esta etapa de su vida acusó algún rastro de racismo. La historia dirá que allí luchó incansablemente por los suyos, pero evadió sus responsabilidades a la hora de poner el pecho por los locales, en su gran mayoría de raza negra, de las cuales afirmaba: “son sucios y viven casi como animales”. Al mismo ritmo que transpiraba en los juzgados en favor de su coterráneos, libraba una dura batalla contra sí mismo, tratando de apaciguar sus más álgidas pasiones. En este sentido, recientemente se descubrieron una serie de cartas que intercambió durante un largo periodo de su vida con un prestigioso arquitecto alemán, en las que se desvela un amor frenético entre ambas partes. En una de ellas le dice a su amante, en un tono bastante suplicante: “Has tomado posesión de mi cuerpo”. No obstante, este sendero espinoso formará parte de su duro aprendizaje.
Casi veinte años después regreso a su país natal, donde fortalecido por la valiosa experiencia sudafricana, intensificó su lucha en pro de su raza. Fueron días difíciles, pero siempre estuvo iluminado por un aura de grandeza que le ayudó a sobreponerse a las vicisitudes. Sorteadas estas piedras en el camino, se convirtió en la brújula de su pueblo. Reyes y gobernantes del mundo le observaban con respeto. Su mensaje de paz trascendió las fronteras. Era visto por sus seguidores casi a la altura de una deidad. Pero en su círculo más íntimo todo era oscuridad. Se le acusa de intransigencia familiar y descuido de sus deberes de hogar. Su esposa pasó a ser un artículo decorativo e incluso se sospecha que su negativa para que ella recibiera penicilina para tratarle una penosa enfermedad, aceleró su muerte, pues era reacio a aceptar la medicina occidental. Su primogénito buscó amparo en la prostitución y las drogas a raíz del abandono al cual fue sometido. Fue un costoso tributo el que tuvo que pagar. Para él era mucho más importante llevar a buen puerto su misión de emancipar a su pueblo del yugo británico que los menesteres que le demandaban la vida doméstica. Aunque su misión más importante en la vida aún estaba en etapa de experimentación.
A medida que el tiempo transcurría y sus gestas se multiplicaban, su mística figura adquirió el estatus de leyenda viviente. Cada segundo de su existencia lo dedicaba a su causa por los más desfavorecidos. Y en cuanto a su eterna lucha, continuaba firme en su cruzada interior hacia una pureza absoluta. Aunque sus métodos poco ortodoxos le ocasionaron muchos problemas entre los colaboradores más cercanos. Desde que cumplió los 36 años se convirtió en célibe, a raíz del incidente con su padre, que tanto le atormentaba, pero esta trascendental posición le obsesionó aún más con su propia sexualidad. Desde su punto de vista era consiente que para alcanzar la santidad, su último fin, debía despojarse de todo vestigio de hedonismo, y para conseguirlo era necesario exponerse tanto como fuera posible. En este sentido, es bien sabido que durante gran parte de su vida solía acostarse con jovencitas desnudas para probarse a sí mismo su dominio sobre la carne. Incluso llegó a experimentar con su sobrina nieta. Corría el año 1939, y su espiritualismo exacerbado, casi llevado al límite de una dictadura, incluso comulgando con el atraso tecnológico de su pueblo, estaba a unos cuantos años de rendir sus frutos. La resistencia pacífica le ganaría el pulso a la parafernalia inglesa.
De esta manera, aquel lejano niño, que conforme evolucionaba hacia un refinamiento de su interior, librando dos frentes de batalla – uno en el terreno de los derechos humanos vulnerados a su pueblo, representado en su némesis más recalcitrante, la corona británica, y el otro en el terreno espiritual, representado en su santo grial, el dominio de su propia sexualidad – se convertiría en el padre de la nación india y en el máximo exponente de la No violencia. Su nombre: Mohandas Karamchand Gandhi, el mahatma (gran alma), no obstante sus grandes falencias y notorias imperfecciones (derrumbando el mito de la película hagiográfica de Richard Attenborough de 1982, donde se muestra a un Gandhi decididamente divinizado), propias de nuestra conducta humana. Ahí radica su verdadera grandeza, en haber dejado una huella indeleble a su paso, a pesar de lidiar con su álter ego, mucho más mundano.

El año de la discordia
Ahora es el turno de detenernos en este año en particular, 1939, momento histórico donde convergen ambos personajes. El premio Nobel de la paz es uno de los reconocimientos más controvertidos, dada su naturaleza política, pero ese año en especial fue fértil en decisiones descabelladas. Mientras media Europa temía por su soberanía, el nombre de Hitler se barajó entre los posibles candidatos al galardón. Incluso se abrió un encendido debate en torno a los pros y los contras de su nominación. Así pues, su nefasto nombre quedó inscrito en los registros que descansan en Estocolmo, así fuera en calidad de aspirante. Por si esto no bastara, Benito Mussolini también gozó de ese privilegio en 1935 y Joseph Stalin lo tuvo por partida doble, en 1945 y 1948. ¡Vaya grupo de tiranos y genocidas! Afortunadamente ninguno se alzó con el trofeo.
Pero las sorpresas no acaban allí, pues ese mismo año Gandhi también fue nominado, cosa apenas lógica, pero el hecho significativo fue la negativa del comité para entregárselo, prefiriendo declarar el premio desierto. No valió siquiera la carta que le envió al mismo Hitler, tratando de detener la barbarie que se avecinaba. Ahora me pregunto: ¿Cómo es posible que Gandhi, el símbolo de la resistencia pacífica en un siglo plagado de las guerras más atroces, nunca recibiera el premio, a pesar de haber sido nominado en cinco ocasiones? Nunca se entenderá.
He ahí la historia de cómo dos seres tan diametralmente opuestos es su percepción del poder y con luchas personales tan disímiles, se vieron obligados, por esos caprichos del destino, a compartir una misma dignidad, no así, un mismo legado.