Redes sociales: reflejo de nuestra sociedad
Por: Juan Fernando Pachón Botero

@elmagopoeta

Para lograr cierto nivel de entendimiento acerca de nuestros comportamientos tribales no es necesario leer un complejo tratado sobre sociología latinoamericana, basta con oprimir el mouse o pulsar la pantalla del celular y acceder a uno de los tantos foros de internet o, en su defecto, a las infrautilizadas redes sociales; epítome de la decadencia intelectual reinante, símbolo de lo peor de la civilización del espectáculo (como bien lo interpretó Vargas Llosa en su magistral ensayo), y refugio de “francotiradores” en serie, agazapados a la espera de que salte la liebre.

Allí, en donde debería prevalecer un alto sentido del juicio y la buena educación, prolifera, salvo contadas excepciones, la patanería, la intransigencia, el mal gusto y, como si no fuera suficiente, la falta de ortografía, así como los buenos hábitos de escritura. Yo, en particular, y dado mi carácter reservado, trato de abstenerme de participar de estas manifestaciones socioculturales, por estos días en franca caída libre; prefiero exponer mis ideas en otro tipo de escenarios, mucho más íntimos y si se quiere confiables, lo que de ninguna manera indica que debamos renunciar a ejercer el legítimo derecho que nos otorga la Constitución, de expresar libremente nuestros puntos de vista sobre cualquier tema en particular. Sin embargo, es procedente revisar las formas y bajarle el tono a la conversación.

Somos como una Patria Boba anclada en el tiempo, con una marcada tendencia histórica a repetirse en sus errores, por ejemplo, a dejarse polarizar con suma facilidad, al vaivén de las conveniencias e intereses particulares de sus líderes de turno. No les oponemos mayor resistencia, y nos dejamos embaucar por las hábiles artimañas fraguadas por sus community manager, que urden maliciosamente desde sus “ratoneras online”. No hay lugar a los tonos grises, a las posturas de centro, la mal llamada tibieza de carácter; un peligroso hábito maniqueísta que nos remonta al oscurantismo medieval y su trasnochada tesis sobre el bien y el mal. Todo queda reducido a un anticuado sistema binario, donde sólo es válido el uno o el cero, arriba o abajo, blanco o negro, izquierda o derecha, ángel o demonio, luz u oscuridad. No hay términos medios. Así pues, nos vemos inducidos a diario a participar en discusiones bizantinas y estériles, promovidas por falsos mesías, que alimentan el odio endémico profesado por una y otra horda de fanáticos rabiosos, prestos, si es del caso, a adoctrinar el mayor número de incautos, valiéndose de arengas y consignas perniciosas. Es como si tuviéramos la obligación moral de tomar partido necesariamente, sí o sí, por alguno de los bandos en discordia, dispuestos en orillas diametralmente opuestas e irreconciliables, los cuales defienden sus corrientes ideológicas mediante la vía del menor esfuerzo intelectual, apelando al discurso incendiario y estereotipado, falto de toda cohesión y contundencia. Y lo más triste aun, con eso les basta,… y hasta les sobra.

Tal parece que estamos asistiendo a la fundación del paraíso del absurdo, eufemísticamente bautizado el país del Sagrado Corazón; el Macondo por antonomasia, donde la realidad supera al realismo mágico (en su versión más indecente), y los asuntos realmente importantes, que debieran concitar el interés general, son obviados de manera casi sistemática, para abrirle paso al circo de las banalidades y la estupidez. Basta echarse un vistazo por Facebook o Twitter para darse cuenta de los intereses que mueven a las masas, tan insustanciales como efímeros. Lo que hoy está de moda, en tres días yace en el olvido. Los líderes de opinión marcan las pautas que, según ellos, se deben adoptar, y el coro de áulicos replica sin pudor, inmerso en un círculo vicioso de supremacías y egos, que a fin de cuentas sólo habrá de beneficiar a aquellas familias enquistadas en el poder y, en menor medida,  al tejido social que le circunda, siempre atento a recoger las migajas sobrantes del “gran banquete”. Es inquietante, por decir lo menos, observar cómo se justifican los erráticos procederes de cualquier figura del acontecer nacional, en especial los de aquellos matriculados en el ejercicio de la política, abrigados en un sistema podrido, contaminado de “aguas negras” y “sedimentos tóxicos”, por el mero hecho de enarbolar la bandera del partido; la eterna y tonta disputa entre “godos” y liberales. Así las cosas, ha hecho carrera en el mundillo político, y de los poderes fácticos en general, la fea y prosaica costumbre de escudarse en argumentos peregrinos, sin ningún tipo de fundamento ni planteamiento sólido, alegando intrigas palaciegas, complots internacionales, alianzas siniestras, y toda suerte de disparatadas teorías de la conspiración, como único mecanismo válido de defensa a la hora de dar la cara a la opinión pública respecto a sus malas andanzas, en muchos casos ampliamente probadas. Y así, sin más ni más, se terminan saliendo con la suya. Si seguimos fomentando la cultura de la paranoia barata y continuamos alcahueteando las “travesuras” de nuestros “santos próceres”, será muy difícil que logremos erradicar la corrupción rampante, o por lo menos rebajar de forma satisfactoria los elevados índices que se reflejan en la actualidad, lo que a final de cuentas terminará, inexorablemente, por azotar el bolsillo de todos nosotros, los contribuyentes de a pie: el eslabón más débil de la “cadena alimenticia” en términos de recaudación fiscal.

Un punto muy desconcertante, y que merece toda nuestra atención, es el acentuado desprecio que se profesa hacia todos aquellos que se atreven a pensar de manera diferente, como si fuera un deber civil abrazar determinados ideales, un compromiso casi religioso, so pena de ser lapidados por la “jauría” enardecida, sometiéndolos al escarnio público. Ah. Eso sí. Es muy fácil dárselas de valientes y resueltos caudillos detrás de un ordenador personal, desde la clandestinidad virtual (aunque ahora resulta mucho más difícil resguardar la identidad, dadas las avanzadas herramientas tecnológicas con que cuentan las autoridades competentes) y la comodidad del hogar o la oficina. Palabras de grueso calibre, de hijuetantas para arriba, y virulentos agravios son el pan de cada día; misiles de estiércol que se lanzan a diestra y siniestra, sin ningún tipo de discernimiento ni filtro. Y lo peor aun, ya la gente se está acostumbrando a este modus operandi cavernario, y la excepción se ha vuelto norma.

Ya hablamos de lo divino, ahora hablemos de lo humano: la redacción, uno de los grandes vacíos del grueso de la población colombiana. No es sino dar un breve repaso por Facebook (los usuarios de la red social del pajarito azul tiene una mejor formación académica) para dar fe de las esperpénticas estructuras literarias que desafían todas las reglas del buen castellano. Produce escozor la nula capacidad de armar una frase coherente siquiera de tres líneas. Pero más allá de la carencia de un orden lógico gramatical, las ideas allí expresadas evidencian la ignorancia manifiesta (acaso supina) que adolece la nación y, en particular, la escasa capacidad de análisis de muchos de nuestros profesionales. Otra cosa es la ortografía. O mejor dicho, la ausencia absoluta de ésta. Es decir, aparte de que no se formula nada medianamente inteligente, se escribe de forma incorrecta, ¡y a borbotones! Se falla en el fondo y en la forma, y cada vez son más los suscritos al penoso club. En este sentido, cada día está tomando más fuerza entre nuestra juventud la esnobista manía de intercambiar el rol de algunas letras del abecedario, tal vez con la idea de lucir más sofisticados e interesantes. Por ejemplo, es muy común ver una “k” en lugar de la combinación “qu”: “te kiero conocer”, le manifiesta el pretendiente a la cortejada. En fin. ¿Qué diría Cervantes al respecto? ¡Ni me lo kiero imaginar!

Anteriormente representaba toda una odisea difundir a las multitudes los hechos en tiempo real. Ahora, gracias a las redes sociales y a los notables avances tecnológicos, las noticias viajan con la rapidez del fuego propagándose sobre la llanura; pero esto acarrea la imperiosa necesidad de examinar con máximo rigor la veracidad de las mismas, buscando frenar la acelerada expansión de las fake news y los hashtags malintencionados, orquestados, en algunos casos, por fuerzas maquiavélicas al servicio del establishment. Tal caudal desenfrenado de información tiende a salirse de su cauce, con la amenaza latente de desembocar en un voraz alud de tierra y lodo, si no se digiere con sentido común, ética y responsabilidad. Debemos ser conscientes de nuestro papel clave como gestores de la transparencia y la verdad, y qué mejor herramienta que ampararnos en los preceptos, siempre vigentes y confiables, de la antigua escuela cartesiana y su duda metódica: encontrar una verdad segura. No obstante, todavía queda un largo y rocoso camino por recorrer, pues los hechos recientes indican todo lo contrario. Toda sociedad se instituye en los pilares de una democracia robusta y sana, que respete la libertad de opiniones, por más incómodas que resulten, pero hasta eso se está perdiendo en esta patria de risa, que evoca algunos rasgos de las rancias dictaduras de la ultraderecha latinoamericana del siglo pasado (sin querer significar que la izquierda populista sea la panacea, ¡cómo no! Todo extremo es vicioso). Estamos pues ante una solapada cacería de brujas, promovida por amplios sectores reaccionarios y puritanos del gobierno en curso, y acolitada por la indiferencia generalizada de la gente; pero es éste el momento de torcer el rumbo al que estamos siendo empujados, cuales reses al matadero. Aunque suene contradictorio y no menos utópico, tenemos a nuestra disposición el material humano, así como los canales masivos de difusión para concretar dicha empresa; sólo es cuestión de apuntar en la dirección correcta, propendiendo por un nuevo tipo de líder, ajeno a los viejos vicios del aparato político, que tenga la virtud de montar un proyecto ganador, que aglutine en torno suyo a todas las capas de la sociedad en pro de un bien común, avivando, así, una gradual evolución de la conciencia colectiva. De seguro nos tomaría varias generaciones de una puesta en marcha de ensayo y error, y probablemente no seríamos testigos de tan grata revolución, pues la idiosincrasia de una región está estrechamente vinculada al material genético de sus habitantes, razón por la cual podría llevar décadas, incluso siglos, advertir algún avance significativo. Dadas las circunstancias, hay poco qué perder, y en cambio, mucho qué ganar; pero hay que empezar cuanto antes. No sea que nos deje el tren.

De otro lado, y no obstante el panorama poco alentador, en algo reconforta la encomiable labor de algunos “lobos solitarios”, que fungen como faros del conocimiento y el saber en medio de tanta oscuridad. De lejos, el aspecto más positivo de las plataformas sociales radica en su potencial facilidad para impulsar la cultura, las artes, las ciencias, las letras, gracias a la callada y digna labor de aplicados divulgadores, y de uno que otro ciudadano iluminado, que se lanzan a la libre enseñanza y a brindarnos reflexiones e información de calidad, otorgándole su principal razón de ser a las redes sociales. Ojalá algún día les concedamos el estatus que se merecen, y releguemos al baúl de los recuerdos a tanto “youtuber” frívolo y presuntuoso, así como a un sinfín de “trinadores” compulsivos que no se cansan de escupir su veneno al ciberespacio. Claro que al otro lado de la pantalla, nosotros en la función de jueces supremos, también tenemos la misión de refinar nuestros sentidos y agudizar nuestra mente, de tal forma que podamos identificar al “enemigo” común. Sólo así podremos vencer la trivialidad, la imbecilidad, la mediocridad y la incultura que abunda en la Red, cual plaga tercermundista. Tal vez la suma de nuestras intenciones individuales contribuya, de la misma manera que una buena semilla se dispersa sobre un prado fértil, a propiciar un marco ideal que nos haga mejores internautas; en definitiva, mejores seres humanos. Suena difícil, mas no imposible.