Tributo a don Ramón
Por: Juan Fernando Pachón Botero

@elmagopoeta

Recientemente me vengo a enterar de que la marca Chespirito ha salido del aire intempestivamente debido a conflictos de intereses por cuenta del vil metal, y una honda sensación de nostalgia me ha invadido. Buceo en mis recuerdos remotos y mi mente se remonta a los sábados a las nueve de la mañana varias décadas atrás, horario estelar de la franja infantil por aquel entonces, en una época donde sólo había dos canales de televisión (la mayoría de los hogares en Colombia contaban con televisores de tubos de rayos catódicos, a lo sumo de 14 pulgadas a blanco y negro, y en algunos casos, soportados en patas de madera)

y la internet no pasaba de ser una mera idea sofisticada, una de esas tecnologías al servicio de la ciencia ficción, razón por la cual la parrilla de programación del fin de semana lo significaba todo en términos de audiencia y divertimento familiar, los años gloriosos de Inravisión, lo más cercano a un monopolio estatal, que yo recuerde. Aún resuena en mi memoria lejana La Marcha turca de “Las ruinas de Atenas” de Beethoven, el genio de Bonn (Alemania), la apertura musical de uno de mis programas favoritos de infancia: El chavo del ocho, la tragicómica historia de un humilde huerfanito mexicano, amante de las tortas de jamón y los pasteles caseros, cuyo escondite, no tan secreto, era un desvencijado barril de madera, a la manera de un Diógenes (excéntrico filósofo griego del siglo IV A.C, padre fundador del cinismo, quien, en su edad adulta, optó por vivir en un barril) candoroso y desenfadado, el cual, junto a sus disfuncionales amigos de la vecindad, hacía de la cotidianidad una hilarante aventura. Todos fueron personajes entrañables, sin lugar a dudas, pero ninguno de la estatura de don Ramón (en lo que a mí respecta), el eterno “ron Damón”, la viva estampa del desparpajo y la autenticidad, el hincha más ilustre del Necaxa, … y el más holgazán, por supuesto. Afirmaba su círculo más íntimo que Ramón Valdés no actuaba, simplemente se interpretaba a sí mismo, con todos sus vicios y virtudes. Tenía el don del histrionismo natural, de la risa fácil, de la vida austera y la soberanía de sus actos.

Su esquelética figura de fumador empedernido, su rostro marchito, castigado por el rigor que dicta el implacable paso del tiempo, y su denso bigote de mero macho de cantina no le restaban encanto a su presencia escénica, luminosa y protagónica, un engranaje vital en el desarrollo de los acontecimientos, el eje fundamental sobre el cual giraban todas las historias. A pesar de su recio temperamento y expresión adusta, su elevado sentido del humor y magnética personalidad le han valido miles de incondicionales seguidores, tanto así que en la actualidad ocupa un lugar de privilegio en el santoral de la comedia latinoamericana, a la altura, sin temor a exagerar, de Cantinflas, Capulina, Tin Tan (encarnado por su hermano, Germán Valdés) y el mismo Chespirito, su mentor y alcahueta de cabecera. Su peculiar andar, parsimonioso y rítmico, al mejor estilo de la Pantera Rosa, contribuyó en gran medida a impregnarle un sello diferencial a su personaje. Siempre lucía una desteñida camiseta deportiva que dejaba descubrir sus lánguidos brazos, y portaba con orgullo un sombrerito de maestro de obra de color celeste y aspecto envejecido, marca registrada de la casa, que solía pisotear atropelladamente, a modo de fetiche en el cual descargar sus iras más profundas, casi siempre ligadas a las travesuras del chavo, aquel simpático N.N de la gorrita verde a cuadros, su archinémesis, pero también su protegido y fiel compinche. Ambos alimentaban una extraña relación de rabias y sonrisas, de reprimendas y consejos, de dichas y desventuras, de coscorrones y manos tendidas. No obstante, al final siempre prevalecía la amistad sincera y desinteresada; casi un estrecho vínculo de padre-hijo.

Nunca pudo gozar de un empleo fijo. Aunque en honor a la verdad, el trabajo no estaba entre sus prioridades. Es más, siempre temió salir a buscar oportunidades laborales, no fuera a ser que encontrara lo que no se le había perdido. Con razón decía sin sonrojarse: “ningún trabajo es malo, lo malo es tener que trabajar”. En cambio, fue el campeón de los oficios informales. A saber, fungió de boxeador, torero, guitarrista, cantante, músico, albañil, plomero, zapatero, carpintero, yesero, mecánico, vendedor de churros y de globos, peluquero, jardinero, lechero, ropavejero y hasta profesor de fútbol americano. Tales menesteres apenas le alcanzaban para suplir las necesidades básicas del hogar y para brindarle modestas atenciones a su pecosa y pequeña hija, aficionada al llanto y a las pataletas. Eso sí, su discreto capital nunca le alcanzó para pagar la renta. ¡Llegó a acumular hasta catorce cuotas de arriendo sin abonar un solo céntimo! Pero tuvo la suerte de dar con la quintaesencia de la filantropía y la paciencia: el señor Barriga, exitoso empresario de rebosante anatomía, propietario del conjunto residencial en cuestión, quien a pesar de las reiteradas disculpas que recibía mes tras mes por parte de su inquilino moroso, además de los certeros balonazos de cierto infante que todos conocemos, nunca hizo efectivas sus periódicas amenazas de lanzarlo a la calle con todos sus trastos y sus muebles viejos.

Sus escasas dotes de galán de barrio apenas le bastaron para conquistar, muy a su pesar, a su vecina entrada en años y de muy finos modales, doña Clotilde, la popular bruja del 71, una solterona ajada, dotada de ninguna gracia (aunque no lo parezca, dada la caracterización del personaje, en sus años mozos, Angelines Fernández, la actriz española que la interpretaba, era excepcionalmente hermosa y sensual; toda una bella donna), la cual nunca fue correspondida en tales apetitos. Fueron varias las mujeres que pasaron ante sus ojos coquetos y picarones, pero con pocas, por no decir con ninguna, pudo consumar sus aspiraciones de infalible casanova, y le tocaba conformarse con migajas de pan y botines menores, con estériles muestras de afecto, con sonrisas impostadas y, en el mejor de los casos, con algún beso en la mejilla a cambio de un favor en particular. Sin embargo, hubo una mujer en especial que se tornó amarga en su existencia, doña Florinda, viuda arribista (los medios locales aseguran que detrás de cámaras, Florinda Meza, quien le daba vida al personaje, era igual o más conflictiva que su homónima ficticia) y de pantorrillas delgadas que, en aras de salvaguardar el honor y el buen nombre de su malcriado hijo de mofletes inflados y ridículo traje de marinerito, le vulneraba su dignidad una y otra vez, al calor de una clamorosa bofetada, casi de manera sistemática y rutinaria, ante la mirada impasible del chavo, mismo que cerraba el círculo de agresiones domésticas, haciéndose merecedor de un cocotazo de metálica resonancia, cortesía de nuestro iracundo mártir mexicano, dadas las preguntas impertinentes acerca de “su abuelita”. Pipipipipipipi… Y no te doy otro nomás porque….

Fue hombre de muy pocos amigos. Lo más cercano a una amistad lo halló en el profesor Jirafales, longilíneo y garboso maestro de escuela, quien, puro en una mano y ramo de flores en la otra, vivía en función de cortejar a doña Florinda, la luz de sus ojos; un amor sólo comparable al que Pedro Abelardo profesaba por Eloísa en la Paris del siglo XII, pero en una versión mucho menos escandalosa y más puritana y aburrida, sin el fragor de los besos y el crepitar de las pieles. Dicha relación, entre don Ramón y el profesor enamorado, estuvo sustentada en la camaradería, el respeto y un cierto aire de superioridad intelectual por parte del segundo. Sin embargo, también hubo ocasiones para el cruce de golpes, en las cuales el bueno de “ron Damón” siempre llevaba la peor parte, pues era casi tan flojo como mal pugilista. Como era de esperarse, la insufrible matrona de rulos, alias la vieja chancluda, y su vástago de abotagados cachetes, arengaban en primera fila, velando por el triunfo de su donjuán boxeador y padre putativo respectivamente. Y he aquí nuevamente uno de los aspectos más polémicos y recurrentes de la serie, en especial para aquellos muy dados a hilar fino y lanzar dardos desde las tinieblas del anonimato, en algunos casos: los acentuados rasgos de violencia familiar y su supuesto discurso de intolerancia y discriminación. De haber existido las redes sociales, paraíso de los cobardes sin rostro, con su proverbial furia histérica y moral selectiva, ya me imagino la tendencia por aquellos días: #NoMasViolenciaEnElChavo. En cualquier caso, no había lugar para el rencor y la discordia, y la riña parroquial, hematoma ocular de por medio, quedaba enterrada en el olvido; un testimonio más de la probada nobleza de nuestro querido rorro, como le solía decir, en uno de sus tantos arrebatos hormonales, la siempre acalorada bruja del 71.

Casi medio siglo después, el Chavo del ocho, llamado así no porque viviera en el apartamento número ocho o porque tuviera ocho años, sino porque se transmitía en el canal ocho de la televisión azteca, sigue tan vigente y refrescante como en sus primeras emisiones. Fue una apuesta valiente y arriesgada, pues los niños eran interpretados por actores adultos, algunos de ellos frisando los cuarenta abriles, que a la sazón no gozaban de un gran cartel, la puesta en escena distaba mucho de ser ostentosa y su sencillo formato no presagiaba mayor suceso. Asimismo, la fórmula se antojaba anacrónica y estereotipada, pues la comedia física de situaciones ampulosas y accidentadas: de pastelazos en la cara, sonoras cachetadas y ladrillos de icopor volando por los aires, tan en boga en la era dorada de Hollywood, parecía poco innovadora, acaso una brisa del pasado. Sin embargo, y a pesar de los clichés mecanizados y la pobreza franciscana de la producción, evidenciada en el anticuado y rudimentario set de grabación, la serie fue in crescendo como una bola de nieve incontenible, adquiriendo una popularidad inusitada, gracias al carisma y brillo de sus personajes y a los divertidos aunque poco pretensiosos libretos, en los cuales se glorificaban los valores de las clases más desfavorecidas y precarias, urgidas de un espacio en donde desahogar el tedio y la desazón reinante, máxime en una época plagada de cruentas y feroces dictaduras a lo largo y ancho de América Latina. En este sentido, y más allá del propósito social de su obra artística, Roberto Gómez Bolaños tuvo que lidiar por largo tiempo con el hecho de no haber levantado su voz de protesta en contra de los gobiernos tiránicos que “amablemente” le invitaban a llenar sus estadios de fútbol, como es el caso del Estadio Nacional de Chile, epicentro de las torturas y asesinatos más inenarrables, en el marco de la infame dictadura de Augusto Pinochet. En sus memorias, años antes de morir, expresó no haber tenido una clara visión sobre el acontecer histórico de aquellos días. En fin, asuntos de la fama y la política. Además, quién soy yo para juzgar al mismísimo Chapulín Colorado, armado de su mortífero chipote chillón, el superhéroe más humano y auténtico que haya pisado el planeta Tierra, con el perdón de los gemelos fantásticos y el superhéroe americano, cómo no.

Lástima que, a razón de una disputa de derechos entre el Grupo Televisa, productora mexicana de televisión que ha usufructuado a raudales la exitosa serie setentera, y la familia Gómez, el programa Chespirito (en alusión a un pequeño Shakespeare, es decir a un Shakespearcito, dada la exquisita pluma y humor blanco de Roberto Gómez Bolaños, el padre de la criatura), haya salido del aire junto a toda su colección de personajes icónicos que empiezan por “ch”, entre ellos el chavo y compañía, … y por supuesto, don Ramón, objeto de admiración (y adoración) en la cultura popular iberoamericana; el gran genio humorístico de la improvisación, que a 32 años de su prematura partida, víctima de una penosa y larga enfermedad, aún nos acompaña en nuestras más desternillantes evocaciones pueriles. Y con permisito dijo Monchito…