¿A dónde se fueron los espantos?

Por: @elmagopoeta

Juan Fernando Pachón Botero

En una fría y lluviosa noche de agosto, a eso de las doce, cuando los gatos salen a cazar y los buenos cristianos duermen, alcancé a escuchar unos perturbadores susurros que se entremezclaban con el sonido metálico de las ollas y los viejos cubiertos que mi santa madre cuidaba con tanto esmero.

Mi primera reacción, apenas natural, fue resguardarme bajo las cobijas, a esperar a que el tiempo siguiera su curso y se llevara consigo esta mala hora. Pero la curiosidad venció al miedo y no tuve más opción que levantarme de la cama, aún temeroso y con la respiración entrecortada, con el firme propósito de resolver aquel misterio venido de la nada. A medida que me iba acercando, guiado por la tenue luz que provenía de la cocina, el miedo me atravesaba el cuerpo como una lanza, el miedo de un niño inerme sin un padre que lo arropara, pues esa noche en particular me hallaba solo en la casa. Ya en la boca del lobo, aún oculto en la penumbra del largo corredor, pude observar con cierta precisión a tres ancianas de aspecto sucio y malévolo, las cuales reposaban descaradamente, sentadas alrededor de la desvencijada mesa de madera donde solíamos tomar el desayuno antes de partir hacia la escuela. Se secreteaban entre sí y se reían de manera socarrona, a la vez que preparaban chocolate para amenizar el azaroso convite, el chocolate que mi santa madre nos preparaba en las mañanas con tanto amor. Entonces, en un arranque de osadía inusitada, me lancé raudo sobre ellas, cogí el salero del centro de la mesa a la velocidad del rayo y les arrojé tanta sal, tanta como mis fuerzas me lo permitieron. Fue tal la furia salina, tal mi determinación de animal acorralado, que las malditas y viejas brujas se desvanecieron como el éter, dejando tras de sí una estela de humo negro y maloliente. Nunca más volvieron a sonar las ollas en la noche, nunca más volví a escuchar esos terribles susurros”. Breve cuento basado en un relato de mi abuelo, de cuya prolífica imaginación brotaban las brujas más malvadas, los duendes más astutos y los espantos más espeluznantes, espantos que ya no asustan en las tinieblas, espantos que yacen en el olvido.

¿A dónde se fueron los espantos? ¿Qué fue de la Patasola, con su luenga cabellera enmarañada, sus ojos inyectados del fuego del infierno, sus colmillos de fiera selvática y sus hondos lamentos? ¿Qué fue de la Llorona, con su largo vestido blanco y mustio, su pálido rostro sepulcral, su mirada extraviada allende el horizonte y su llanto eterno implorando por sus hijos? ¿Qué fue del Cura sin Cabeza, con su sotana añeja y percudida, su cristo oscilante sobre el pecho y su estampa de espectro milenario? ¿Qué fue del Mohán, con su musgosa y musculosa anatomía, su tabaco fulgurante a la distancia y sus ansias de mujeres jóvenes y bellas? ¿Qué fue de la Madremonte, oh temible diosa de las selvas y los montes, con su expresión furiosa, su cuerpo cubierto de hojas secas y chamizos y sus ojos turbios y encendidos? Ya no se ven brujas sobre los tejados de las casas, ni duendes murmurando en los jardines, ni ánimas bufando entre los mortales, ni diablos raptando a malcriados niños, ni animales totémicos amparando las espesas junglas. ¿En qué extraños dominios se habrán adentrado los monstruos de nuestra infancia, los que nos acechaban en las noches más oscuras, los que poblaban nuestras pesadillas más inverosímiles y estremecedoras?

Los seres del inframundo se han borrado de este plano. Tal parece que la modernidad los ha ahuyentado. Se han esfumado los fantasmas y los diablos, en favor de la tecnología y el progreso desbocado. Las noches ya no suelen ser tan lóbregas, los caminos ya no suelen ser tan sombríos. El superávit lumínico y el ruido industrial de las urbes han conjurado el miedo sobrenatural a los demonios tras las sombras. La llegada de la televisión a los hogares, y en general de todo el paquete tecnológico (lo que Vargas Llosa acuñó como la “civilización del espectáculo”, el otrora pan y circo de los romanos) ha sepultado el rito de los abuelos en torno a la hoguera, donde la familia se reunía en pleno para compartir historias de pícaros espíritus que revoloteaban como pájaros fugaces en la niebla, de brujas escaldufas que surcaban los cielos en sus escobas voladoras y rompían el silencio con sus estrambóticas carcajadas, de hombrecillos traviesos que se colaban en las cocinas y lanzaban la vajilla contra el piso, de hermosas sirenas varadas en la costa en busca de incautos marineros. Así las cosas, hemos dejado perder una parte entrañable de nuestro acervo cultural, una herencia rica en mitos y leyendas, para atestiguar de primera mano el vertiginoso tránsito desde el mundo rural, con todas sus ideas preconcebidas e infundadas y su apego fervoroso a la tradición oral, hacia el mundo urbano, con su exceso de monotonía y exacerbado culto al esnobismo tecnológico, en detrimento de las expresiones culturales más arraigadas de la memoria colectiva de nuestro folclor, dándole el golpe de gracia, por ejemplo, a la costumbre inveterada de contar historias alucinantes acerca del más allá, o bien alrededor de una fogata, o bien en el calor de la sala del hogar.

Ya los miedos más primarios, las quimeras importadas del mundo de los muertos, acaso el legado más delicioso del oscurantismo medieval, se han ido disipando conforme evoluciona la ciencia y los diversos saberes, siempre cobijados por un manto superior de sentido común y frío raciocinio, hitos en cualquier caso maravillosos, no se vaya a malinterpretar mi posición, pues soy un férreo defensor de la erudición en todas sus manifestaciones. No obstante, respecto al tema en particular que nos atañe, y desde una mirada netamente romántica, a medida que se forjan las bases del desarrollo intelectual, científico y tecnológico, el espacio para la superstición y las ficciones y mitologías vernáculas se va achicando, en una sociedad cada vez más industrializada y moderna, lo que en sí se constituye en una gesta digna del elogio, pero en aras de tratar de entender el ocaso de nuestros mitos y leyendas fundacionales, he ahí la explicación más loable. Sin embargo, el bouquet del vino francés, en materia de engendros y seres de ultratumba, aún nos deslumbra con sus aromas sofisticados: Frankenstein, el moderno Prometeo de Mary Shelley y paradigma de la novela gótica, todavía camina a pasos lerdos cual autómata decimonónico, ataviado de partes de cadáveres y rústicos tornillos oxidados; el Hombre Lobo, aquel legendario licántropo de habilidades sobrehumanas y olfato refinado, todavía aúlla en luna llena en busca de carne humana; Drácula, el aristocrático y seductor vampiro de los Cárpatos, todavía irrumpe a través de las ventanas, ávido de clavar sus colmillos en el cuello de alguna indefensa dama victoriana. Ni qué decir de las incorporaciones friki de los ochenta, aporte exclusivo del Hollywood más extravagante: Chucky, un muñeco de pelo lacio y rojo y diabólicos ojos de un intenso azul celeste – poseído mediante magia vudú por el espíritu de un despiadado criminal -, siempre presto a lanzar niñeras por la ventana; Freddy Krueger, el execrable demonio del suéter a rayas y sombrero de ala ancha, el cual se revela a través de los sueños en modo asesino serial; Jason, el psicópata de la máscara de hockey, el cual siega la vida de jóvenes promiscuos valiéndose de un enorme cuchillo de cacería; Pennywise, también llamado It (Eso), el alopécico y cósmico payaso bailarín de sonrisa luciferina, el cual se alimenta del miedo que suele despertar en sus víctimas. En fin, vicios de la globalización.

Ahora bien, a lo largo de la historia, a pesar de que en estos tiempos que corren la noche ya no es el terreno fértil y propicio para cultivar los espantos que solía ser, los hombres han hallado cierto gusto morboso en las historias de terror. Está claro que las formas han cambiado drásticamente. El patriarcal hábito de contar historias de miedo alrededor de la lumbre se ha mudado a la industria de la televisión y el cine de terror y, en menor medida, a los libros y los videojuegos del mismo género, encontrando su nicho en la franja de la población más joven, y por ende más fácil de impresionar. ¿Pero por qué nos gusta tanto sentir miedo? Al respecto se tejen varias teorías. En mi opinión, la más plausible se enfoca en el complejo sistema de castigo y recompensa que gobierna a nuestro cerebro reptiliano, pues es bien sabido que al final de una experiencia aterradora, ya consumado el susto, los elevados niveles de dopamina que puede llegar a experimentar una persona, subsanan con creces el sobresalto que le antecede, brindando una reconfortante sensación de alivio, una excitante bocanada de placer. Cabe señalar que dicha hipótesis es fiable en tanto no esté comprometida la integridad física del individuo, es decir, que todo ocurra en el marco de la metafísica, abstracción cognitiva que suele engañar con suma facilidad a la mente humana (aunque dicho concepto también es válido para explicar la inclinación que profesan algunas personas hacia las emociones fuertes y las actividades que acarrean un alto riesgo, tales como los deportes extremos o el consumo desmedido de sustancias psicoactivas, en donde la integridad física – y psicológica – se ve seriamente comprometida).

¡Qué vuelvan, pues, los espantos!, las risotadas burlonas en las noches tempestuosas, los maliciosos murmullos y el resuello agitado de pequeños seres azulados que custodian los vergeles, los aquelarres que se celebran – con macho cabrío a bordo – en el corazón de los bosques, los llantos de misteriosos niños que buscan a sus madres a la vera del río, los pasos frenéticos de bestias colosales a través del zarzal, las monjas sin rostro que deambulan en los solitarios parajes, las hechiceras de ásperos cabellos, nariz prominente y piel marchita que preparan sus demoniacas recetas en mágicos calderos, los diablos de cachos afilados, cola ensortijada y tridente en son de guerra que aparecen de súbito en las aldeas más remotas, dejando tras de sí el acre olor del azufre. Lamentablemente, la naturaleza de aquellos miedos, antaño del ámbito meramente paranormal, se ha tornado mucho más cruda y mundana, tan implacable y cierta como un encapuchado con motosierra eléctrica en mano, como un campo minado sembrado a lo largo de zonas densamente pobladas, como un escuadrón de la muerte que se abre paso a sangre y fuego, como una madre imbuida de dolor que clama piedad por sus hijos. Así pues, los espantos se han despojado de su lienzo de lino blanco y de sus pesadas cadenas; ya no están hechos de ectoplasma verdoso, ya son de carne y hueso… y cargan pistola y machete al cinto. De otra parte, el terror que solía habitar la mente ancestral, atropellando nuestra intuición primitiva, ese miedo atávico que nos fue transmitido desde el hombre de las cavernas, el cual iba descubriendo aquel mundo rudimentario y exótico mediante la superchería, los mitos tribales y la explicación facilista, se ha ido domesticando conforme la luz del pensamiento crítico y del escepticismo científico ha ido llenando el profundo vacío, en términos de la razón y la lógica empírica. Sin embargo, sigo añorando aquellas noches en las cuales me guarecía entre las almohadas, aguardando a que un espíritu chocarrero o una maléfica bruja a bordo de su escoba cruzara volando por la ventana.