El dominio del fuego, el bipedismo y el dolor del parto: ¿una falla de la evolución?
Por Juan Fernando Pachón Botero
@JuanFernandoPa5
Prometeo, el astuto y sagaz titán de la mitología griega, hijo de Jápeto y Clímene, en un rapto de filantropía furioso, osó robarle el fuego al Todopoderoso Zeus, para luego entregárselo a los mortales. Su alocada intrepidez desató la ira divina del dios de dioses del Olimpo, lo que le costó ser encadenado a una roca en el Cáucaso, en el filo de un acantilado, con su torso desnudo a merced de la temible Etón, un águila gigante e insaciable, que le devoraba sus entrañas día tras día, en un ciclo eterno de sufrimiento, pues su hígado se regeneraba durante la noche, una y otra vez, …
hasta que Heracles, el héroe de los doce trabajos, le rescató de aquel terrible suplicio, con la anuencia de un Zeus impredecible, embriagado de vanidad, que no obstante ya había liberado a la hermosa Pandora, la cual portaba entre sus manos una fatídica caja que contenía todos los males del mundo.
El mito de Prometeo encadenado es una exquisita alegoría acerca del progreso humano y de los peligros y retos que ello acarrea. Prometeo encarna la figura del rebelde beligerante, que no se amilana ante los poderes fácticos. El fuego representa el avance tecnológico y la capacidad de fundar civilizaciones. El castigo de Zeus simboliza los aspectos negativos del desarrollo de los pueblos, que han de ser susceptibles de mitigar mediante el buen juicio y la prudencia. Sin embargo, más allá de ficciones y metáforas, el fuego en sí mismo funge, casi por antonomasia, como fuente de vida y motor de la humanidad, además de dictar el curso de nuestra evolución cognitiva, como ya veremos más adelante.
Cuando alzamos la mirada hacia el horizonte, en el ocaso del día, solemos ver una gran bola de “fuego” que cae sobre las montañas, musa de poetas y objeto de estudio de científicos y filósofos, la cual yace a 150 millones de kilómetros de distancia (8 minutos luz). Pero, contrario a lo que nos sugiere la intuición, no se trata del fuego convencional. En el Sol la energía no se produce por combustión sino por efecto de la fusión nuclear entre los átomos de hidrógeno, que luego se convierten en helio, liberando en el proceso una increíble cantidad de energía térmica, cuya radiación se manifiesta en forma de ondas electromagnéticas, calor y luz; esa misma que le da el tono especial a nuestro bronceado y, en proporciones más elevadas, nos produce cáncer de piel por oxidación celular. Asimismo, en el espacio exterior no es posible concebir el fuego en el estricto sentido en que lo conocemos, pues en el vacío el oxígeno brilla por su ausencia, lo cual hace inviable la reacción química responsable de la combustión. Es claro entonces: el fuego es un elemento muy poco común en el Universo, extraordinariamente escaso, lo que le da cierto sentido a la naturaleza mística y sacrosanta que se le otorga en las diferentes culturas.
El descubrimiento – y buen uso – del fuego es quizá el hito más grandioso en la historia de la humanidad, casi a la par con el invento de la escritura y la rueda; un parteaguas en nuestra incesante carrera por constituirnos como individuos pensantes. Con todo, no es posible determinar con exactitud una fecha ni mucho menos un autor intelectual, aquel anónimo hombre de las cavernas que prorrumpió en fogosos gruñidos, dando saltos de felicidad desbordada, al ver consumado su gran acto de “magia” antediluviano. En cambio, debió haber sido un proceso largo y gradual de curiosa observación, de ensayo y error sistemáticos. Incluso, es preferible hablar en términos de domesticación del fuego, pues es claro que éste siempre ha existido, desde los albores del tiempo geológico, muchísimo antes de que el hombre poblara el planeta. En tal sentido, es apenas obvio inferir que el fuego formaba parte del paisaje habitual de los primeros homínidos, ya fuera producto de descargas atmosféricas, incendios forestales o erupciones volcánicas. Así pues, diversos estudios antropológicos apuntan a que el Homo erectus comenzó a usufructuar el fuego en el marco de su vida cotidiana hace aproximadamente entre 400 mil y 1,9 millones de años, en el Paleolítico, lo que le proporcionó mayor calor y abrigo, protección contra las fieras y, más importante aún, métodos sofisticados de cocción de alimentos.
Antes de lograr domeñar y darle un uso controlado al fuego, la especie humana estaba abocada a consumir sus alimentos en esencia crudos, lo que le acarreaba un desmesurado impacto energético al cerebro, pues la ingesta de carne, tubérculos y algunos tallos en su estado natural requería de ingentes cantidades de energía. Por citar un ejemplo, un chimpancé necesita casi un 50 % de la energía que demanda su cerebro, exclusivamente en función de procesar su comida, lo que se adivina muy poco eficiente, pues su masa cerebral representa tan sólo el 2 % de la totalidad de su masa corporal, proporciones muy similares para el caso de nosotros, sus parientes más cercanos. Caso contrario, gracias a la conquista del fuego y al refinamiento en el modo de cocinar sus alimentos, los homínidos dieron un salto exponencial en torno a su evolución cerebral, pues ya sólo requerían de un pequeño porcentaje (del orden del 4,7 %) de la energía – desproporcionada – que otrora su cerebro empleaba en las labores digestivas, lo cual propició un escenario ideal, en aras de desarrollar sus capacidades intelectuales a un grado superior, destinando su tiempo de ocio creativo a inventar novedosas herramientas y armas de piedra, depurar tácticas de caza, estudiar el cielo y el comportamiento de los astros, desarrollar el lenguaje y erigir sólidas edificaciones.
A medida que el hombre asimilaba su nueva realidad, en términos culturales y gastronómicos, su cerebro fue adquiriendo cada vez más un mayor volumen y complejidad, a un nivel nunca antes visto. De un lado, ya podía sintetizar una amplia gama de vitaminas y minerales, pues el fuego tiene la propiedad de romper los lazos moleculares y descomponer las fibras de los alimentos a una escala infinitesimal, lo cual, en efecto, los hace más sabrosos y nutritivos. Y de otro lado, ya contaba con la energía suficiente, en pro de optimizar otras funciones vitales, como por ejemplo las cognitivas, que implicaban una mayor cantidad de materia gris y, por ende, una actividad más profusa en lo que atañe al tejido neuronal. Así las cosas, esta cadena de sucesos – afortunados – conspiró a favor del cerebro humano, incrementando su tamaño de manera paulatina y muy eficaz, de generación en generación, en un proceso tardío que duró cientos de miles de años. Pero la naturaleza, en su aparente equilibrio perfecto y orden casi imperturbable, no contaba con este cambio para nada sutil.
Entonces confluyeron dos hechos fundamentales, aunque no de manera simultánea. Por una parte, el aumento excepcional del tamaño del cerebro humano, ya ampliamente ilustrado en líneas anteriores. Y de otra parte, pero millones de años antes, los homínidos empezaron a bajar de las ramas de los árboles, de modo lento y creciente, y fueron adoptando su morfología erecta, lo que ocasionó que a las hembras se les estrechara de manera progresiva su pelvis – el canal del parto -, para así poder caminar erguidas, libre y cautelosamente a lo largo y ancho de la ignota sabana africana, atentas ante una súbita amenaza o depredador natural. Ambas transformaciones, en cualquier caso dramáticas, una detrás de la otra, con innumerables generaciones de por medio, hicieron del parto una experiencia harto peligrosa y en exceso dolorosa, pues, a diferencia de sus ancestros primitivos, las hembras tuvieron que adaptarse a bebés cada vez más cabezones y a pelvis cada vez más estrechas. No en vano, acaso a excepción de las hienas, que dan a luz a través de un angosto conducto, semejante a un pseudopene – o clítoris prominente -, la mayoría de las hembras mamífero tienen a sus crías con relativa facilidad, sin riesgos considerables, y no requieren de atención veterinaria en lo absoluto ni de cuidados especiales para alumbrar.
Y fue así como la especie humana, el sexo femenino para ser más justos, hubo de pagar un alto impuesto en virtud de su magnífica aventura expeditiva, en un mundo colmado de infinitas posibilidades, que se manifestaba cada vez más estimulante y asombroso, pero a la vez más incierto e intrincado. En este contexto, el dominio del fuego, tal vez el mayor logro tecnológico del hombre; un cerebro que medraba de modo espectacular, en su afán de entender su entorno; y la eclosión del bipedismo, en beneficio de una locomoción más ágil y eficiente, hicieron del milagro biológico de la gestación un accidente evolutivo con el cual lidiar: la hipótesis del dilema obstétrico, no obstante la maravillosa recompensa en juego: la transmisión confiable de la información genética. En fin, paradojas de la selección natural: la encrucijada del darwinismo.