Evocando las fabulosas vacaciones de antaño


Por Juan Fernando Pachón Botero
@JuanFernandoPa5
El bucólico aroma a pasto fresco, a tierra húmeda y negra, a mango maduro recién caído del árbol; el grato sabor de un helado casero, de un pan esponjoso hecho por las manos de una abuela, de unos dulces fiados en la tienda que venden de todo; la sólida textura de una pelota de carey, del asfalto azotado por la lluvia, del tronco de un guayacán caído; el magnífico espectro de colores de un arco iris al atardecer, el azul celeste de un caluroso día de verano, el verde profundo de un bosque virgen donde habitan quimeras y monstruos: ¡asuntos cotidianos de un maravilloso día de vacaciones, de las vacaciones de ayer!, donde todo cuanto nos rodeaba se tornaba de un brillo luminoso, de una magia especial: el perro sin dueño que se atravesaba en medio de un contragolpe letal, la solterona entrometida que espiaba a los novios entregados al frenesí del amor, el mar de piernas escuálidas que inundaba la calle, los rostros alegres, plenos, serenos.
No había lugar para las preocupaciones ni para las penas del alma; todo se revestía de un matiz optimista, pese a la precariedad y a las condiciones adversas que muchos tenían que sortear.
Los primeros rayos del sol se filtraban tímidamente por entre los resquicios de las cortinas de la ventana, como pidiendo permiso, fabuloso presagio de un día prometedor, colmado de aventuras sin fin y épicos momentos. Apenas los pies tocaban tierra un soplo de felicidad surcaba nuestro cuerpo, una corriente eléctrica súbita, poderosa. El destino esta vez no sería el patíbulo, la ducha de agua fría, ni tendríamos que sufrir la eterna cantaleta de una amantísima madre que osaba arrebatarnos de los brazos de Morfeo, aún envueltos en el plácido calor de las cobijas. Ahora correspondían menesteres mucho más amables, acaso pergeñar la rutina de un día entregados al placer del ocio, emancipándonos del tedio y de las horas largas. Escasamente daba el tiempo justo para embutirnos el desayuno casi de un sólo golpe, pues resultaba mucho más apremiante afinar los sentidos para así poder captar cualquier indicio de actividad más allá de la puerta de nuestras casas, ya fuera una esfera rodante de cuero dando botes sobre el cemento, una opereta de risas y bullicio enfervorizado, el crujido de los pedales y los piñones de una vieja bicicleta o el eco de un tropel de niños y adolescentes sumidos en el caos más perfecto.
Y ya entrados en gastos, con apenas unas cuantas galletas y acaso un chocolate aguado en el estómago, sin bañarnos siquiera, pero con la mejor disposición posible, teniendo muy claro el orden del día, es decir, sin ningún tipo de orden ni plan preconcebido, entregados entonces al libre albedrío, ajenos a la voluntad de los dioses del aburrimiento, conjurando cualquier amago de caer en el vicio de lo habitual. El todo era correr, jugar, trepar, reír, gozar, explorar … en fin, cualquier verbo en infinitivo que denotara deleite y fervoroso entusiasmo. Ésa era la premisa innegociable, fundamental: el arte de vivir y dominar así el poder del ahora – el secreto milenario de la felicidad -, de edificar los recuerdos más bellos y perdurables, aquellos que habrán de quedar grabados a fuego en la memoria, esos mismos que ahora ocupan mis pensamientos más venturosos.
No había mayor honor y orgullo que llegar a nuestros hogares transpirando como caballos briosos, exhibiendo pequeños raspones en las rodillas y codos, auténticas heridas de guerra en el marco de una fértil experiencia lúdica. En algunos casos, un ojo morado, fruto de una pelea con algún hijo de vecino o incluso con un amigo, fungía como un símbolo de aprendizaje y nobleza, pues nos enseñaba lo importante de cultivar la inteligencia emocional y el autocontrol en lugar de irnos a las trompadas, además de resaltar el verdadero valor de la amistad y la reconciliación… y de meternos a clases de artes marciales para pelear cual Van Damme enfurecido, ¡cómo no! En otras ocasiones, el sudor seco que cubría nuestro rostro encendido, rubicundo, agitado, exultante de júbilo, se erigía como un testimonio vívido de un día feliz. Algunos intrépidos se atrevían incluso a darse un baño de agua helada, pues en nuestros días las tinas eléctricas eran poco más que un artículo de lujo, y la red de gas, poco más que ciencia ficción. Así pues, el resto de los mortales caíamos de bruces en la cama, envueltos en una espesa capa de sal y mugre, pero siempre esbozando una sutil sonrisa, pletórica de satisfacción.
El arrojo y la imaginación, a flor de piel por aquellos días, siempre estaban al servicio del divertimento: un chicle común dejaba de ser chicle, para convertirse en el accionador de un timbre. Y la mejor forma de honrar tal ingenio era largarse a correr, como antílopes en estampida, en medio de las risas nerviosas que se difuminaban en la traviesa noche. Asimismo, una simple roca dejaba de ser roca, para transformarse en temible misil de guerra, el cual solía ir dirigido con asombrosa precisión hacia los cristales de cualquier ventana que osara interponerse en su camino. En tales circunstancias, el madrazo del damnificado no hacía más que avivar las sonoras carcajadas que venían de todas partes y de ninguna, como espíritus burlones de un cuento de Edgar Allan Poe. Y de igual manera, la puerta de un garaje dejaba de ser puerta, para tomar la forma de un arco de fútbol, donde se concitaban un arquero y numerosos depredadores del área, todos con ansias locas de convertir un gol y escuchar el estruendo del metal, una y otra vez, ¡clinc!, ¡clonc!, ¡clang! … hasta que la dueña del arco improvisado, o bien llamaba a la policía, o bien salía armada con su escoba, apuntando a la cabeza del cancerbero de turno. ¡Y ay qué tal que emprendiera el vuelo la susodicha matrona!
Pero también había lugar para juegos menos temerarios, más moderados y si se quiere candorosos. Quizá ahora se antojen piezas desvencijadas del museo de nuestros recuerdos, por obra y gracia de las nuevas tecnologías y la era de la informática, pero otrora se constituían en un patrimonio cultural inmaterial de inestimable valor. Cómo olvidar aquel juego donde una turba de pequeños demonios se escondía en los rincones más inaccesibles, mientras otro contaba juiciosamente del uno al cincuenta de cara a una pared, para luego lanzarse a la febril cacería, custodiando su fortaleza de los intrusos, ávidos de usurparla: ¡un, dos, tres por éste y por el otro! O aquel juego donde se escogía a alguien al azar para que se diera a la persecución frenética, cual si fuera un oso hambriento detrás de una manada de cervatillos, ostentando, el uno, el buen ojo y la táctica; y los otros, los reflejos felinos. Ah, y luego estaba una versión un tanto más atrevida, ¡con beso incluido para el famélico oso … y el pobre cervatillo! También se me viene a la mente uno en donde se elegía arbitrariamente a un lanzador, una suerte de pícher criollo, el cual se daba a la tarea de ponchar con una pelota liviana al resto de almas en fuga. Por supuesto, ganaba el último guapo que quedara en pie de guerra. Simplemente, no había excusa para pasarla mal.
Y ya pasada la hora del vértigo y las “fechorías” pueriles, tocaba el turno para la quietud placentera y la relajación, apostados en una acera, en un antejardín o en cualquier muro de acceso. Era el momento de la conversación ágil, fluida, pero sin mayores pretensiones, del debate en torno a los acontecimientos del día, de la película de moda, de la nueva vecina, del gol in extremis del equipo de nuestros amores, de cómo diablos se movió la moneda en la ouija, del fantasma que creímos ver en la habitación, del duende malévolo que importunó a éste o aquél. Aunque eso sí, había que medir muy bien las palabras, con la sensibilidad de un relojero suizo, pues cualquier salida en falso, cualquier comentario fuera de tono, cualquier gazapo o tontería que saliera de nuestra boca era motivo suficiente para propiciar las burlas más ácidas y virulentas, desatando una furiosa reacción en cadena de bromas y tomaduras de pelo, sin filtro ni misericordia, lo que hoy los psicólogos llaman bullying a secas. Era la ley de la selva, donde el más fuerte sobrevivía, acaso una leve manifestación de un darwinismo social incipiente; era un mundo, pues, a pesar de su naturaleza inocua, en cierta forma cruel, pero también noble y dignificante, ya que todo quedaba en la mera anécdota, en el chiste oportuno, sin lugar al rencor ni al odio.
Y había días en los que amanecíamos imbuidos de un especial romanticismo, para lo cual un baile de garaje se alzaba como la mejor alternativa, en aras de aliviar nuestras urgencias juveniles, la oportunidad ideal para declararle nuestro “amor” a la niña, o niño según fuera el género, que nos robaba el corazón, quizá el primer amor, que a fin de cuentas, ya visto en retrospectiva, difícilmente era amor; era más bien, entonces, una intensa atracción, acaso un anhelo sexual disfrazado de amor, con todo lo que aquello significaba. Absolutamente todo en aquel cálido espacio conspiraba a favor de la pasión adolescente: baladas sensuales y emotivas (y convengamos que algo dulzonas) de Air Supply, REO Speedwagon, Chicago, Elton John o George Michael – en una Silver doble casete o un tocadiscos -, susurros en medio de la oscuridad cómplice y celestina, jóvenes siluetas fundidas en un vaivén lento y cadencioso al ritmo de “Hotel California”, mejilla contra mejilla, miradas almibaradas, ojos vidriosos, sonrisas resplandecientes, respiración exaltada, las hormonas en su pico de hervor, los besos robados, las mariposas en el estómago, los latidos a mil.
Pero a su vez, un baile de garaje también representaba un potencial escenario de tensión e incertidumbre, una empresa vacilante y hostil, pues nada garantizaba lograr ser correspondido plenamente: el espejismo que deviene en honda desazón. Muchas veces lo que parecía ser no lo era tanto, para lo bueno y para lo malo. En el juego del amor no siempre se han de mostrar las cartas. La indiferencia, por ejemplo, suele ser una estrategia bastante efectiva, la mejor táctica de seducción desde tiempos inmemoriales, y en tal sentido era frecuente transitar arenas movedizas, en términos de decidir el momento justo para lanzarse al agua y no morir en el intento. Todo dependía, en gran medida, de la intuición, de una buena lectura de la situación, de la sagacidad. Pero en cualquier caso, Cupido hacía de las suyas más o menos de manera exitosa, empleándose muy a fondo para satisfacer los afanes amorosos de los allí congregados, máxime que ni siquiera había licor de por medio, a duras penas pasabocas y gaseosa al clima, lo que entorpecía sobremanera la misión de conquista de príncipes y doncellas en ciernes, … y uno que otro desdichado sapo a la espera de su besito.
Por desgracia para las nuevas generaciones, el concepto de entretenimiento ha mutado de manera extraña, sobre todo en estos convulsos tiempos de la IA y la innovación tecnológica, trampa en la que también solemos caer vilmente, pero ahora ya en plan de adultos responsables (?). En consecuencia, los celulares de alta gama y lo gadgets sofisticados han sustituido a los entrañables juegos de nuestra infancia, así como la amistad más pura ha sido profanada por esa entelequia de los amigos en línea, perfectos desconocidos que reparten like a diestra y siniestra a nuestras historias y estados, como pistoleros desbocados en el desierto, y no mucho más que eso. ¿Qué virtud hay en aquello? ¿Cuán loable es un pulgar hacia arriba o una carita feliz de alguien a quien apenas distinguimos? Ya los parques y los verdes prados lucen como reminiscencias lejanas, en favor de la ebullición desquiciada de las redes sociales: la vorágine cibernética en su expresión más voraz y distópica.
En el estéril reino de las pantallas y los tiernos emojis, todo ocurre a un clic de distancia. Tan cerca. Tan lejos. Huestes de autómatas confinados en una habitación de tres por tres, enjaulados por gusto propio; una desconcertante elección. De tal suerte, se ha perdido la íntima conexión que brinda una charla entre amigos, directa, sincera, cordial. Y lo que es más inquietante aun, se ha ido desnaturalizando el ingenio, la capacidad de asombro, el sabor de la calle, el probado valor de las cosas pequeñas: ascender hasta la copa de un frondoso guayabo a la usanza de nuestros ancestros primitivos, desafiar al viento a través del vuelo de una cometa artesanal, preparar un convite callejero a base de papa, plátano maduro, huevo y salchichón, vestirnos de avezados exploradores, al mejor estilo de Indiana Jones, para adentrarnos en las profundidades del sótano de una casona antigua o para extraviarnos en la ignota espesura de un solar abandonado. En fin, quizá todo tiempo pasado sí fue mejor. O quizá no. ¿Qué sé yo? La nostalgia suele restar objetividad.
