Historia secreta de los papas Por Juan Fernando Pachón Botero @JuanFernandoPa5
A menudo, se suele considerar al sumo pontífice como el sucesor de San Pedro, el apóstol devoto y obstinado que negó tres veces a Jesús, según la tradición católica. No obstante, ni el propio Pedro era consciente de tal dignidad, en el sentido de ser la cabeza de la cristiandad, a la sazón incipiente, pues fue sólo hasta el año 1870, cuando la Iglesia lo hizo oficial a través del Concilio Vaticano I, sentando entonces las bases de la sucesión apostólica. Así pues, desde los tiempos de la Iglesia primitiva de Pedro hasta nuestros días ha habido 267 papas (sin contar a la papisa Juana, cuya existencia se fundamenta en un mito medieval), los llamados vicarios de Cristo en la Tierra. Pero más allá de su acentuado carácter religioso, la historia del papado también es una larga historia de intrigas y poder, tan propia de la naturaleza humana, pues antes que figuras ungidas de un aura de santidad no son más que simples mortales de carne y hueso, con los mismos vicios y virtudes de cualquier ciudadano de a pie.
Amparado en la tradición oral y la divulgación de la palabra de Dios a través de las escrituras, de una generación a otra, con la rapidez y fiabilidad que lo permitía la rudimentaria tecnología de su época, el cristianismo fue adquiriendo cada vez más ese halo de solemnidad y simbolismo místico-espiritual, espantando cualquier trazo de superchería (¿?).Sin embargo, no fue sino hasta el siglo IV d.C. que al fin se pudo consolidar como la religión oficial del Imperio, constituyendo uno de los hitos más grandes de la historia, gracias a los buenos oficios de un supersticioso emperador romano. En este contexto, Constantino I el Grande, inmerso en una cruenta disputa por el poder con su cuñado, Majencio, tuvo un sueño revelador, en el cual vislumbró una gran cruz de fuego con la inscripción “con este signo vencerás”. Así, estremecido por aquella epifanía, en la batalla siguiente ordenó sustituir el águila imperial por la cruz cristiana en las insignias de su ejército. Al final ganó la contienda, por los motivos que fueran, y en clara muestra de gratitud, o quizá como parte de una jugada proselitista, en términos geopolíticos, estableció el cristianismo en el mundo occidental, dejando atrás los sombríos días de los mártires en la arena.
Una vez consolidado el poder eclesial, en franca alza, se hizo necesario fortalecer una forma de gobierno, digamos espiritual, a la usanza de los emperadores romanos, que dictara los designios de la grey, y que, de paso, administrara de manera eficiente las arcas de una Iglesia emergente y boyante. En dicho sentido, el papa, más que un líder espiritual, un puente entre el Cielo y los hombres, se había convertido en una figura política con inmensa injerencia en los asuntos mundanos. Y si bien la Iglesia ha jugado un papel vital en pro de la comunión de los pueblos, fungiendo en ocasiones como madre protectora de los más desamparados y débiles, brindando algún tipo de auxilio emocional y promoviendo el amor fraternal y la caridad, también ha tenido sus horas bajas. Prueba incontestable de ello son las cruzadas, la caza de brujas, la “santa” inquisición, la matanza de los cátaros (cruzada albigense), la brutal evangelización colonial, la negación de la ciencia, la venta de indulgencias, los abusos sexuales y pederastia sistemáticos, entre muchos otros pecados más, fruto apenas lógico de nuestra imperfecta condición humana, pues no hay que perder de vista que la religión es un invento hecho por el hombre y para el hombre, ajeno a toda voluntad divina. A este respecto, uno de los casos más controvertidos, en el cual un sumo pontífice se extralimitó en sus funciones, fue el de Benedicto IX, el papa adolescente, quien ostentó el título ¡hasta en tres ocasiones!, de la manera más vergonzosa posible.
Corría el año 1032 cuando Benedicto IX se proclamó papa. Apenas transitaba su pubertad, y por obra y gracia del poderoso influjo de su ambicioso padre, el conde Alberico III, se halló portando la férula papal, cuyo único propósito no era otro que satisfacer las exigentes demandas y ansias de poder de su familia, usufructuando de la forma más vil y descarada los feudos de la Iglesia, así como los diezmos de los fieles. En su primer periodo fueron más las orgías que las homilías. Se comportó como el más licencioso y depravado de los emperadores, oculto tras su sotana y su estola: un émulo de Heliogábalo disfrazado de santo, que, en lugar de honrar sus votos a través de la oración fervorosa y un sincero acto de contrición, era más proclive al asesinato y la violación. Pero tras casi doce años de un papado escandaloso, la sociedad romana, harta de sus excesos, expulsó al corrupto y promiscuo pontífice hacia tierras lejanas. Sin embargo, ¡oh sorpresa!, a los seis meses de exilio decidió volver a Roma, al mando de un pequeño pero aguerrido ejército, haciéndose con el poder nuevamente.
Pero tan sólo transcurrieron unos cuantos meses para que Benedicto IX dejara a disposición su cargo por segunda ocasión, invocando esta vez el poder del amor, pues se había enamorado perdidamente de una mujer. Así, osó ponerle precio a su ministerio, cual si fuera mercancía de cambio, y por 1500 libras de oro (20 millones de dólares actuales) cedió la Cátedra de San Pedro a Gregorio VI. Y como el que es caballero repite, el ahora papa fugitivo, agobiado por la inesperada negativa de su prometida a ser desposada, volvió a sus andanzas y, mediante el pago de generosos sobornos y a fuerza de intrigas políticas, gestionó de nuevo su arribo al trono papal. No obstante, su tercer periodo fue igualmentebreve y aún más inmoral, lo que propició que fueraexcomulgado y luego depuesto de manera definitiva, dejando tras de sí una oscura estela de crímenes y vejaciones.
Cuatro siglos después, cuando el Nuevo Mundo recién se anexionaba a la Corona española, Rodrigo Borgia, miembro de una noble familia valenciana, pasaría a llamarse Alejandro VI, el papa que dictó el destino de América, pues mediante una serie de bulas de su autoría promulgó la soberanía de los conquistadores sobre aquellos “pueblos olvidados por Dios”. Al contrario que Benedicto IX, Alejandro VI fue menos explícito y mucho más diplomático, pues a pesar de su vida disipada y hábitos non sanctos gozó de cierta aceptación entre el pueblo llano, gracias a que supo labrarse una reputación de hábil gestor de los recursos de la curia. Pero no le bastaron sus excelentes ejecutorias en el rubro administrativo para lavar su imagen de papa cruel y lujurioso, acusado incluso de haber sostenido relaciones incestuosas con su propia hija, la bella Lucrecia Borgia .¿Leyenda negra? Maquiavelo, su contemporáneo, lo tenía bien estudiado, y se refirió a él en los siguientes términos, en su obra cumbre El Príncipe: “No hizo nunca otra cosa que engañar al prójimo”.
En la Alta Edad Media era habitual que los papas llegaran al cargo, más que por sus cualidades espirituales, por su capacidad de forjar alianzas estratégicas con las familias más poderosas de la época. Uno de los casos más rocambolescos, en torno a dicho juego de intereses, tuvo lugar en la Roma de finales del siglo IX bajo la tutela del papa Formoso, quien supo llevar las riendas de la Iglesia con mano férrea, pero también con afilado tacto político. En tal sentido, para lograr su ascenso al papado nunca tuvo reparo en vender su alma al mejor postor. Así, con su mira puesta en la silla papal, tomó partido por el rey franco Arnulfo de Carintia, un foráneo en tierras romanas, en detrimento del clan italiano de los Spoleto, hecho éste que le significó una abierta oposición de los poderes fácticos locales, pues no se veía con buenos ojos que una dinastía extranjera gobernara en Roma. Pero a pesar de las adversas circunstancias que rodearon su agitada vida, logró morir de viejo, a los 80 años.
Con lo que no contaba el papa Formoso era que aquel pulso de poderes entre ambas facciones le pasaría factura incluso después de muerto, pues el futuro papa Esteban VI, otrora discípulo suyo, estrechó lazos con los Spoleto, procurándose su patrocinio, en ese afán de lucir las vestimentas pontificias. Así las cosas, Lamberto Spoleto, ya coronado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, con la anuencia del novel papa, convocaron al concilio más aterrador de la historia: el Sínodo del Cadáver, un juicio póstumo al pontífice fallecido apenas unos meses antes, acusándolo de traición y simonía. Todo el colegio cardenalicio asistió, atónito, a aquel espectáculo macabro, con los restos mortales de Formoso dispuestos sobre una silla. Su esqueleto, ataviado con las prendas tradicionales del papa, fue blanco de todo tipo de señalamientos. Incluso, le fue asignado un defensor de oficio, que recitaba un parlamento a todas luces amañado. Al final del juicio sumario, como era apenas obvio, Formoso fue declarado culpable, razón por la cual le fueron cortados los tres dedos con los que impartía bendiciones, y acto seguido su cuerpo fue enterrado en una fosa común. Pero Esteban VI, no contento con la profanación cometida, hizo desenterrar nuevamente el cadáver y ordenó lanzarlo a las frías aguas del Tíber. Meses después, una turba enfurecida, casi al borde del paroxismo, capturó a Esteban VI, cobrándole su osadía, y posteriormente murió estrangulado.
Ahora hagamos un breve repaso de los últimos papas ,todavía frescos en la memoria, pues son los que han gozado de una mayor difusión, gracias al crecimiento exponencial de las tecnologías de la información. Algunos han ejercido su pontificado con relativa normalidad. ¿O no? Veamos. El aspirante a santo, Pío XII, ha sido víctima de las críticas más ácidas, dado su supuesto silencio cómplice, según sus detractores, en el marco del Holocausto en la Segunda Guerra Mundial. Incluso se le ha llegado a conocer como el “Papa de Hitler”, pues en la década de los 60 varios medios publicaron unas presuntas cartas que le fueron enviadas por un sacerdote jesuita de origen alemán, en 1942, en cuyas líneas se daban a conocer esclarecedores detalles acerca del exterminio del pueblo judío bajo el régimen nazi. Sin embargo, algunos investigadores justifican su exiguo papel como mediador, aduciendo que una voz oficial del Vaticano en torno al genocidio en ciernes hubiera significado severas represalias por parte del Tercer Reich. O acaso no quiso correr la misma suerte de Pío VII, quien fue secuestrado por Napoleón. Su sucesor, Juan XXIII, “el Papa Bueno”, sí que llegó a ser santo, según los cánones de la Iglesia, pues a ojos de sus contemporáneos su vida estuvo marcada por las buenas acciones, entregado de lleno a su misión pastoral, sin mácula alguna: el papa más amado. Hombre sencillo y afable, su pontificado será recordado por haber convocado el Concilio Vaticano II, con miras en la renovación de la Iglesia católica de aquel entonces.
Pablo VI, de nombre secular Giovanni Battista Enrico Antonio Maria Montini, fue un papa que combatió a ultranza las ideas marxistas en un mundo dividido entre dos bandos. La Guerra Fría estaba en pleno auge, y el capitalismo disputaba la supremacía ideológica con su archinémesis, el comunismo. Sus encíclicas, en tal marco de polaridad exacerbada, giraron en torno al desarrollo y la cooperación de los pueblos, buscando acortar la amplia brecha entre países ricos y pobres, así como frenar el neocolonialismo rampante de su época. Aunque también hubo de ser criticado por su ortodoxia recalcitrante, dada su renuencia respecto al empleo de los métodos anticonceptivos, otorgándole de manera casi tácita al sexo una función meramente reproductiva, en sintonía con la tradición eclesial, con lo cual desconoce su propósito lúdico-hedonista, la eterna búsqueda del placer per se; un bien supremo de la naturaleza que nos define como especie. Además, y más peligroso aún, aquella posición retardataria habría de disparar los índices de embarazos no deseados, y con ello el aborto, así como la proliferación de enfermedades venéreas.
A Pablo VI le sucedió Juan Pablo I, un papa jovial pero breve, cerrando así la seguidilla de papas italianos. A diferencia de sus dos antecesores y coterráneos, el nuevo pontífice ansiaba una Iglesia progresista, inclusiva y mucho más austera. Entre sus planes más ambiciosos estaba el de sanear las cuentas del Banco Ambrosiano, con lo cual habría de pisar muchos callos en las más altas esferas, pero un infarto fulminante de miocardio, según la versión oficial, le segó la vida abruptamente. Las teorías conspirativas sugieren un envenenamiento paulatino, eficaz y fríamente urdido al interior de la Santa Sede, lo que no se antoja para nada descabellado, máxime considerando el hermetismo absoluto del Vaticano en torno al caso, como bien lo señalaba el autor británico David Yallop en su libro En nombre de Dios; pero a falta de pruebas concluyentes y un pronunciamiento claro al respecto, he de quedarme con el guiño de Francis Ford Coppola en El Padrino III.
Tal vez Juan Pablo II haya sido el papa de mayor impacto en términos mediáticos, así como el más influyente en términos políticos, pues supo sortear con éxito acontecimientos tan relevantes como la caída del muro de Berlín, el colapso de la Unión Soviética, la proliferación de regímenes totalitarios en la Europa Oriental y el liderazgo hegemónico de EE. UU. en el concierto global. Fue un papa itinerante, provisto de un carisma especial, cuya diplomacia y discreción le permitieron afianzar sólidos vínculos con los jefes de Estado y las personalidades más poderosas del planeta. Pero también tuvo que convivir con su lado b, no tan amable. No cabe duda de que Karol Wojtyla era, más que un pastor de almas, un exitoso líder político. No obstante, su apatíarespecto a la teología de la liberación y el pluralismo religioso, su mano blanda – y encubridora – en lo que atañe al manejo de los pederastas y depredadores sexuales en la Iglesia y sus tesis ultraconservadoras en torno al rol de las mujeres en la misión evangelizadora han manchado de alguna manera su legado.
Y de tal palo tal astilla. Joseph Alois Ratzinger se habría de convertir en Benedicto XVI, un papa a imagen y semejanza de su mentor, Juan Pablo II, aunque menos laxo en lo que concierne a la plaga que azota a la Iglesia desde sus cimientos: la pederastia y los abusos sexuales. Benedicto XVI, un papa intelectual cuya preeminencia en teología y filosofía reñía con su expresión taciturna y poco amigable, fue un erudito silencioso y sin el carisma de su predecesor, lo que intentaba paliar con su exquisita elegancia y sofisticación. Sin embargo, en sus apariciones públicas seadivinaba a un hombre sumido en una honda encrucijada moral, luciendo, eso sí, sus relucientes zapatos rojos, que contrastaban con su lánguida mirada, casi delatora. Con todo, quizá su punto de quiebre, de no retorno, se dio con el caso de los «Vatileaks», aquel escándalo de filtración de documentos del Vaticano, cuya información clasificada dejaba entrever una profunda crisis al interior de la institución, una denodada lucha de egos y testimonio decorrupción al más alto nivel, que amenazaban con resquebrajar dos mil años de tradición. Así el estado de cosas, Benedicto XVI dimitió del cargo de manera irrevocable, algo que no sucedía desde hacía casi seis siglos – con la renuncia de Gregorio XII -, escudándose en su precario estado de salud y avanzada edad. Pero bajo el cielo nada hay oculto, y es muy probable que la verdadera razón de su “paso al costado” haya sido otra muy diferente: su faltade idoneidad y de temple para afrontar la tormenta que, él intuía, se avecinaba.
Y llegó el turno de Francisco, el papa más auténtico y transparente que yo recuerde, pese a la controversia suscitada a causa de su presunto mutismo e indiferenciadurante la última dictadura argentina, cuya sombra aún se cierne sobre su memoria. En cualquier caso, Jorge Mario Bergoglio, un otrora modesto superior provincial de los jesuitas en Argentina, nunca se imaginó que algún día ocuparía el lugar de San Pedro. Pero tal vez esa misma sencillez y conducta moderada, sumado a su don de gentes y calidad humana, lo llevó a escalar posiciones en la jerarquía eclesial, hasta llegar a la máxima distinción. Ya en plena función de sus labores, Francisco acrecentó su fama de hombre íntegro e incorruptible cuyo propósito de vida era fundar una Iglesia más cercana al pueblo, no tan pomposa y presuntuosa, cautiva de sus tediosos ritos atávicos y fórmulas teológicas trasnochadas. Ahora bien, con la triste partida del entrañable Francisco, le corresponde el turno a León XIV, el primer papa nacido en suelo norteamericano, quien ha de recibir el testigo, en aras de fortalecer una Iglesia que urge de cambios, acordes a los convulsos tiempos que corren. El tiempo dictará su sentencia.