La guerra de las corrientes y la oscura historia de la silla eléctrica

Por: @elmagopoeta

Juan Fernando Pachón Botero

LA SILLA ELÉCTRICA: EL INFAME TRONO DE LA MUERTE

En una fría madrugada del 6 de agosto de 1890, en la ciudad de Nueva York, el convicto William Kemmler tuvo el dudoso privilegio de estrenar la primera silla eléctrica de la historia, ideada, en principio, para mitigar el dolor y sufrimiento de los acusados.

No obstante, lo que ocurrió aquel día marcó el inicio de un largo y aciago camino de suplicio y padecimiento inefables para miles de condenados que sucumbieron al abrazo letal de la corriente eléctrica. Así pues, el infausto reo, un vendedor ambulante de Filadelfia, señalado de haber matado a hachazos a su novia y luego encontrado culpable, fue sentado sobre el infame trono, ante la mirada morbosa de los asistentes, cuales si estuvieran ad portas de un fabuloso número circense. La faena no pudo haber salido peor: luego de aplicada la primera descarga mortal en voltios, el señor Kemmler empezó a echar humo por la cabeza; diez y siete segundos duró retorciéndose como un animal herido, profiriendo alaridos horrísonos, incendiándose desde sus entrañas, pues dada la poca experticia del verdugo, los electrodos (una esponja mojada en la cabeza y otra en la espalda del preso, con el fin de crear una diferencia de potencial por la cual habría de circular la corriente asesina) no fueron instalados correctamente, lo que incrementó de manera considerable la resistencia de su piel y órganos internos, manifestándose en forma de un calor abrasador. La operación tuvo que repetirse de nuevo. Un pútrido olor a carne quemada se esparció por la sala, mientras el hombre moría lenta y dolorosamente, y lo que empezó como un vulgar espectáculo de feria, terminó en una escena dantesca: el octavo círculo del infierno. Desde entonces, este cruel instrumento de muerte fue perfeccionándose, si acaso cabe la palabra, conforme la tecnología avanzaba y las leyes norteamericanas se iban tornando más flexibles. Sin embargo, muchos criminales no lograron evadir aquella pena capital y sufrieron en carne propia – más literal que nunca – el rigor implacable de la corriente alterna. Incluso, en 1944, un inofensivo y enjuto niño de 14 años, George Junius Stinney Jr. (afroamericano, para mayores señas, en un país donde el racismo se ha enquistado peligrosamente en su sociedad), de tan sólo 150 cm de altura y 43 Kg de peso, fue ejecutado en el “solio maldito”. Murió sentado sobre una biblia. Setenta años después, el sistema legal de EEUU lo declaró inocente a título póstumo. ¡Oh, el horror! En 1977, los estados de Oklahoma y Texas aprobaron la inyección letal (la muerte intravenosa), luego acogida por casi el resto de los estados, en un intento de humanizar el último aliento de los condenados. Remitiéndonos a los hechos históricos, no cabe la menor duda, entonces, de que la silla eléctrica no fue la panacea de justicia y piedad con la cual se concibió, fruto (y he aquí el espíritu de este artículo) de una despiadada cruzada mediática, fomentada por el inventor por antonomasia, Thomas Alva Edison, en contra de su archinémesis en términos de erudición, otro genio de su época, Nikola Tesla, epítome del científico silencioso y pragmático: un choque de mentes privilegiadas cuya febril disputa dio origen a uno de los artefactos de tortura más brutales y temidos en la cultura popular del siglo XX.

THOMAS ALVA EDISON: EL MAGO DE MENLO PARK

Temido y odiado por sus opositores, respetado por sus empleados y colegas, y amado en grado sumo por su círculo más íntimo, Thomas Alva Edison fue el arquetipo del exitoso empresario norteamericano que impulsó a EEUU, en una carrera frenética y sistemática, hacia el desarrollo tecnológico y científico. Asimismo, su nombre quedará grabado en letras de oro por haber sido uno de los inventores más prolíficos de la historia, sino el más. 1093 patentes de inventos registró a su haber a lo largo de su existencia, certificando su muy bien ganada fama. Nacido en el seno de una familia presbiteriana – en 1847 -, en un entorno humilde pero revestido de dignidad, supo beber de las fuentes literarias y científicas que reposaban en los estantes de la vieja biblioteca de su padre, inspirado por la férrea disciplina que le impartió su madre, pródiga en el arte de educar, y empujado por esa innata curiosidad de inventor indomable, la cual le acompañó por el resto de su vida. De su inquieta y fértil mente brotaron inventos tan extraordinarios como disímiles: el telégrafo cuádruplex, el quinetoscopio (precursor del proyector cinematográfico, razón por la cual se lanzó en una batalla legal contra los hermanos Lumière), el micrófono de carbón, las baterías de níquel-hierro, el primer vehículo eléctrico (luego Henry Ford, su amigo entrañable, inventó un motor a base de gasolina y desarrolló la cadena de montaje, haciéndose al monopolio de la industria automotriz), el fonógrafo y la primera red de alumbrado público a base de corriente directa. Capítulo aparte merece la bombilla eléctrica, la cual no formó parte de su vasta lista personal de creaciones, pues varios inventores antes que él ya habían esbozado artilugios similares, que, empero, no resultaban viables para el mercado. No obstante, gracias a su empeño y obstinación, Edison halló la manera de crear un filamento – de carbono – lo suficientemente delgado y consistente sin que se vieran afectadas sus propiedades resistivas, dando lugar a un proceso sumamente eficiente de incandescencia e irradiación de luz, lo que le permitió comercializar a gran escala su bombilla eléctrica incandescente “made by the wizard of Menlo Park”. Cabe destacar que Edison, más que un teórico de la antigua escuela, era un científico empírico muy proclive al ensayo y error, consagrado sobremanera a la aguda observación y a su refinado sentido de la intuición, pero sin ningún tipo de formación académica, en especial lo que refiere a la física y a las matemáticas, el lenguaje universal de los hombres de ciencia, hecho por el cual fue denostado hasta el cansancio por Tesla, su más acérrimo rival. Así las cosas, una vez consumada la bombilla de sus amores, se lanzó a la tarea de implementar un sistema masivo de distribución de energía eléctrica que le diera un sentido práctico a su reciente invento: un tendido de cables conductores alimentados mediante generadores de corriente continua, para así abastecer la creciente demanda de la industria, el comercio y los hogares en un grado nunca antes visto. Edison estaba en la cresta de su popularidad; era tratado a la altura de una celebridad y su reputación de fecundo genio inventor crecía como la espuma, lo que avivaba su carácter megalómano y narcisista, y cualquier proyecto, por imposible que pareciera, era acogido con profundo entusiasmo por él y por su grupo de colaboradores… Hasta que la invención del motor asíncrono y el descubrimiento del sistema polifásico – por obra y gracia de Nikola Tesla, el padre de la criatura – irrumpió con el ímpetu de un fuego voraz. Edison murió a los 84 años de edad debido a complicaciones derivadas de su diabetes e hipertensión crónica, rodeado de sus seres queridos en el calor de su hogar, bañado de honores y gran riqueza, portando la proverbial panza del sibarita … y quizás masticando una vieja amargura.

NIKOLA TESLA: EL CIENTÍFICO LOCO CONDENADO AL OSTRACISMO

De figura estilizada, rostro afilado y obsesiva pulcritud en el vestir, Nikola Tesla rivalizaba con su otro yo, un ser misántropo, supersticioso, devoto partidario de la eugenesia y adicto al billar. Más que animadversión, profesaba un temor exacerbado hacia las mujeres. Nunca probó las mieles del amor erótico. En cambio, su corazón estuvo reservado a inusuales querencias: en el ocaso de su vida sostuvo un romance con una paloma (sí. Es cierto. Él mismo se lo confirmó a un periodista en una entrevista. Dijo amarla como un hombre ama a una mujer). Nació en una noche tempestuosa de julio de 1856, en medio de relámpagos y salvajes truenos (acaso un presagio), bajo el régimen del poderoso Imperio Austrohúngaro (en la actual Croacia) y muy joven se trasladó a EEUU. Sólo le acompañaban una carta de recomendación, dos o tres pertenencias y unos cuantos centavos en los bolsillos. Allí trabajó por un breve periodo en la empresa de Edison, quien a la postre se habría de convertir en su más ácido contradictor. Su talante de genio absoluto le abrió múltiples puertas, pero su personalidad excéntrica y huraña y su misticismo irracional le alejaron de la gloria en vida. Ingeniero electricista ungido por la musa inspiradora, con trazos de poeta maniático y santón hindú, de quien Einstein dijo alguna vez: “es el hombre más inteligente sobre la Tierra”, encontró refugio en su laboratorio de la Quinta Avenida, bajo la égida del empresario y magnate estadounidense George Westinghouse (inventor del freno neumático ferroviario), a la sazón su gran mecenas y protector. Allí, ataviado de alambres, electroimanes y circuitos integrados, supo servirse satisfactoriamente de las siempre bellas ecuaciones de Maxwell, así como de la elegante solución que planteaba la ley de Faraday, en aras de brindar una interpretación brillante y audaz respecto a la teoría electromagnética, llevando a feliz término un sinnúmero de inventos, no al nivel de Edison (en cantidad), pero sí lo suficientemente funcionales e innovadores, en una época donde la modernidad aún estaba por inventar. Eran tales su genialidad y portentosa memoria, que los bocetos y planos de construcción de sus máquinas los elaboraba en su mente, y allí se quedaban, en las honduras de aquel feudo prodigioso; casi nunca los plasmaba sobre el papel. Fue pionero en las investigaciones sobre el radar, las luces de neón y los rayos X. Pero sin lugar a dudas habrá de pasar a la posteridad por su invaluable contribución en el campo de la transmisión y la distribución de la energía eléctrica a un nivel macro. En este sentido, sus aportes más representativos fueron el generador de corriente alterna y el motor de inducción, pilares del sistema actual de suministro de energía eléctrica. Sin embargo, de su mente también afloraron muchas otras ideas, no tan factibles y afortunadas, tales como dispositivos productores de ozono, un rayo de la muerte para contener posibles ataques de naciones invasoras, un motor a base de radiación cósmica, un oscilador mecánico (según el propio Tesla, una versión a pequeña escala de uno de estos osciladores ocasionó un mini terremoto en su laboratorio, propagándose a las calles vecinas del centro de Nueva York), y la niña de sus ojos, su creación más polémica, la cual nunca pudo cristalizar: el sistema inalámbrico mundial, mediante el cual esperaba proveer energía eléctrica a todo el planeta – de manera gratuita – sin necesidad de recurrir a los tradicionales hilos conductores de cobre, valiéndose de una especie de “mega malla electromagnética” de extra alta tensión y extra alta frecuencia viajando a través de la atmósfera terrestre, con la ayuda de una intrincada red de globos suspendidos, receptores, transmisores y electrodos dispuestos a 9.000 m de altitud; toda una odisea que hubiera hecho sonrojar al mismísimo Julio Verne. Quizás este tipo de proyectos faraónicos, a todas luces descabellados y utópicos para la época, además de la feroz campaña de descrédito que promovió en su contra Thomas Alva Edison desde las altas esferas, conspiraron en detrimento de su imagen, relegando su nombre al olvido, … casi hasta 1990 (47 años después de su muerte), cuando la ciencia y la opinión pública especializada pudieron valorar en su real dimensión el tamaño de sus aportes. Su mayor logro y más rotundo éxito, la corriente alterna aplicada, también fungió como su azote inclemente (de cuenta de un vanidoso y celoso Edison). Tesla murió a los 86 años de edad, víctima de un infarto de miocardio, en un céntrico hotel de Nueva York, sin más compañía que una polvorienta caja de pulsadores y cables sueltos (su controvertido rayo de la muerte), acosado por las deudas, lejos de su querida patria natal y en olor de castidad.

EL VIL FRUTO DE UNA GUERRA INTELECTUAL – Y COMERCIAL –

La humanidad experimentaba su Segunda Revolución Industrial. Las viejas máquinas de vapor les abrían paso a los novedosos artefactos eléctricos. EEUU, hecho un crisol de culturas y en plena ebullición económica, se proyectaba, raudo y resuelto, hacia la conquista más allá de sus fronteras, imbuido en esa quimera ancestral de convertirse en superpotencia mundial. El espíritu indómito del Salvaje Oeste se mudaba a las emergentes urbes, recién pobladas de modernas plantas de producción, anchas vías y majestuosos rascacielos, de la mano de grandes visionarios, en su mayoría inmigrantes europeos. Tesla y Edison fueron dos insignes representantes de aquella camada milagrosa que forjó la exitosa historia contemporánea de los Estados Unidos. Conocido ya el perfil de ambos contendientes, y en mi condición de ingeniero electricista, cómo no, me permito ilustrar brevemente las nociones tecnológicas que cada uno defendía a ultranza. A finales del siglo XIX la corriente directa (o continua) era ampliamente utilizada para la transmisión de la energía eléctrica, en particular para surtir las redes de alumbrado público, pero presentaba grandes limitaciones y evidentes dificultades. En primer lugar, sólo podía ser transportada a través de muy cortas distancias, dada la robusta infraestructura (cables de calibres muy gruesos para atenuar la caída de tensión) que se requería, pues al ser una tecnología fundamentada en la baja tensión (110 V para uso domiciliario), la elevada corriente resultante (del orden de los miles de amperios) redundaba en un excesivo aumento de temperatura (de acuerdo a la ley de Ohm, la relación entre la intensidad de corriente y el voltaje siempre ha de permanecer constante) debido a la fricción de los átomos del material, propiciando considerables pérdidas de energía cinética en los conductores (efecto Joule), lo que la convertía en un sistema altamente ineficiente y poco práctico. Caso contrario ocurría con la corriente alterna que, al ser excitada por una fuente de voltaje de polaridad variable (el flujo de corriente cambia periódicamente de dirección y frecuencia), podía recorrer largas distancias a través de las líneas de transmisión de media y alta tensión, sufriendo bajas pérdidas. Para tal fin, se procedía a aumentar la tensión mediante un transformador elevador a la salida del circuito. Luego, al llegar a su destino, se aplicaba el proceso inverso, disminuyendo nuevamente la tensión a niveles tolerables para la red doméstica, mediante un transformador reductor (y ahora una revelación: la energía que llega a nuestros hogares viaja por el campo electromagnético – paquetes infinitesimales de energía, invisibles al ojo humano – que envuelve al cable conductor y no gracias a la acción de un enjambre de electrones desbocados en su interior, como se suele enseñar de manera errónea en la escuela y hasta en las universidades). He aquí el gran truco. Sin embargo, para la época en cuestión, aquel enmarañado tendido de cables representaba un serio peligro para los transeúntes y en especial para los inexpertos operarios de las redes, hecho que fue usado para su provecho por un inescrupuloso Edison y toda su cohorte de ingenieros. Y en efecto, una seguidilla de accidentes fatales por electrocución en dichas redes le dio los motivos que necesitaba el genio de Ohio para enfilar su mira telescópica en contra de George Westinghouse y su socio comercial, Nicola Tesla. Es preciso advertir que Edison aspiraba potenciar su emporio económico sobre la base de una comercialización masiva de la corriente continua, acaso como eje fundacional de la naciente sociedad industrializada. Y tal parecía que la suerte le sonreía, pues por aquellos días el estado de Nueva York aprobaba la implementación de una pena capital alternativa, mucho más eficaz y compasiva: la silla eléctrica (claramente no lo fue), toda vez que el castigo de la horca no ofrecía mayores garantías en este sentido. Semejante suma de acontecimientos confluyó en beneficio de los intereses marcadamente maquiavélicos del padre de la bombilla incandescente. Fue así como le encomendó la espinosa tarea a uno de sus ingenieros estrella, Harold P Brown: desarrollar un prototipo universal (de silla eléctrica), equipado convenientemente con un generador de corriente alterna, con el claro propósito de desacreditar a su par intelectual. Pasaron por el cadalso y sintieron la furia de la electricidad, en nombre de un falso altruismo: varios perros callejeros, un caballo cojo y hasta una elefanta de circo. Pese a la indigna empresa difamatoria fraguada desde Menlo Park, la balanza empezaba, al fin, a inclinarse del lado de la corriente alterna: en 1893 el contrato de la iluminación de la Feria Mundial de Chicago le fue adjudicado a la empresa de Westinghouse y compañía. Tres años después, la Compañía Hidroeléctrica de las Cataratas del Niágara se hizo a los servicios exclusivos de la Westinghouse Electric & Manufacturing Company. Era el acto final de aquella ardorosa pugna por el monopolio energético, bautizada por los medios en tono amarillista como “la guerra de las corrientes”. Tesla, el serbio loco que odiaba las perlas, derrotaba al todopoderoso Edison. En la actualidad, la red global de alimentación eléctrica se rige casi en absoluto bajo los estándares técnicos de la corriente alterna. Ahora bien, con el creciente auge de las energías alternativas, los páneles solares y los aparatos electrónicos ultrasensibles de última tecnología – los cuales funcionan a muy bajo voltaje y operan con corriente directa – parecen soplar vientos de cambio a favor de la corriente continua. En los caprichosos dominios del azar y del tiempo tal parece que aún quedan muchas páginas por escribir.