Sexo: lujuria, pecado y poder
Por Juan Fernando Pachón Botero
@JuanFernandoPa5
A menudo, solemos interiorizar aquella vieja noción del sexo sólo en términos de reproducción y placer, simplificando el amplio espectro de matices que deben ser tomados en consideración. Así, resulta de suma importancia realizar una lectura integral, desde un punto de vista antropológico, biológico y cultural, en aras de comprender satisfactoriamente el fenómeno a un nivel macro, a partir de un enfoque holístico y minucioso. Por ende, la sexualidad humana no debe ser escrutada bajo una mirada reduccionista, dada su marcada complejidad, que obedece a múltiples factores de intrincados significados, más allá de esa elevada carga moral que las religiones monoteístas han incubado en las dóciles mentes de su grey.
¿Por qué es divertido el sexo?, se pregunta el antropólogo Jared Diamond, en el marco de su exitoso libro divulgativo. Porque es la carnada perfecta para que la especie se perpetúe a través de la transmisión eficiente de sus genes. El sistema de recompensa del cerebro juega un papel fundamental en dicho proceso. De otra manera, sin este aliciente extra de hedonismo puro y duro, de placer gratuito, nuestra información genética no viajaría de generación en generación, portando consigo los atributos y características distintivas que definen la herencia y el grado de consanguinidad, de una forma confiable y segura. En tal sentido, la lujuria, más que un pecado capital digno de ser expiado en el Segundo Círculo del Infierno – según la pluma onírica del poeta Dante – funge como un rasgo evolutivo sofisticado que promueve la reproducción sexual, lo cual riñe decididamente con la proverbial postura retardataria de la Iglesia católica frente al sexo: el origen de todos los tabúes en torno a éste
El sexo, según la visión maniquea y puritana de la Iglesia, está concebido meramente para fines reproductivos, obviando de forma sistemática su propósito lúdico y recreativo. Aunque en esencia, ambas ideas no son excluyentes. En el reino vegetal el proceso de la polinización sirve como un claro ejemplo ilustrativo. A este respecto, el éxito de una flor consiste en valerse del dulce sabor que emana su néctar, en función de seducir y atraer a una abeja desprevenida, la cual ha de servir como agente polinizador, propiciando así la reproducción sexual de la planta. Bajo la misma lógica, una bella mujer de anchas caderas y senos prominentes, símbolos de fertilidad y buena salud, ha de ser una excelente candidata, en términos de selección natural, para ser “la madre de mis hijos y portar mis genes”. No obstante, diferentes culturas han concebido la sexualidad de diversas maneras, de acuerdo a su escala de valores, códigos morales y costumbres atávicas. De tal suerte, lo que hoy es satanizado, motivo del linchamiento mediático, otrora era ampliamente aceptado, digno del elogio y el aplauso, y viceversa, pues en materia de sexo el componente sociocultural se reviste de especial relevancia en lo que atañe al grado de tolerancia.
En la Antigua Atenas, verbigracia, la homosexualidad, en especial la pederastia, era una práctica común entre la aristocracia; pero también estaba regida por un conjunto de normas, determinadas por el estrato social, el rango jerárquico y el rol asumido durante el acto. Así el estado de cosas, era bien visto que un maestro tuviera relaciones con su alumno, un amo con su esclavo, un adulto con un adolescente o un alto funcionario del Estado con un joven aspirante a un cargo público. El quid del asunto radicaba en las formas, en cómo se consentía el íntimo encuentro, pues era una condición sine qua non que el papel activo lo ejerciera quien ostentara una mayor edad, dignidad o gobierno. Incluso, la sociedad condenaba el acto sexual entre adultos de similar o igual condición social, sancionando moralmente a los infractores. Alejandro Magno y su amante Hefestión, sufrieron los rigores del escarnio público, al igual que Julio César, a quien se le acusó de haber sostenido un affaire de juventud con el rey Nicomedes de Bitinia. En contraste, los espartanos tenían una visión mucho más pragmática, pues consideraban que el adiestramiento marcial debía ser sellado con una alianza sacra entre amantes guerreros; un lazo tan estrecho y sólido, capaz de fortalecer su desempeño y cohesión en las arduas campañas militares. El caso más célebre fue el del Batallón Sagrado de Tebas, una columna de 150 parejas de amantes masculinos, que marcharon invictos hasta la batalla de Queronea, cuando apenas fueron derrotados por el formidable ejército macedonio, al mando de Filipo II y su hijo, el futuro conquistador Alejandro Magno.
Los romanos bebieron de la tradición helénica e importaron muchos de sus hábitos, incluidos los sexuales. En aquella sociedad, el sexo era considerado un presente de Venus, y como tal las licencias estaban al orden del día, pero sus prácticas no eran tan explicitas como las de los griegos. Con todo, era una experiencia asequible; siempre estaba a la mano, en cualquier taberna o esquina. Los servicios de una prostituta promedio valían lo mismo que una copa de vino de mala calidad. Por otra parte, los doce primeros emperadores llevaban vidas de escándalo. Todos, a excepción de Claudio, sucumbieron a las mieles del sexo sin límites, febril, indómito. Tiberio, ya en su vejez, solía nadar desnudo en la isla de Capri junto con sus preciados “pececillos”. Nerón, el césar que vio arder Roma, se casó con un esclavo eunuco llamado Esporo y mantenía relaciones incestuosas con su propia madre, Agripina la menor. Calígula estaba perdidamente enamorado de su hermana Drusila y profesaba una devoción esquizofrénica por su caballo Incitatus, incluso nombrándolo cónsul. Heliogábalo, el emperador adolescente, se disfrazaba de doncella en sus fiestas privadas, para luego entregarse a la depravación total y saciar sus apetitos. En el caso de Claudio, ajeno a estos vicios, su bella esposa Mesalina le pagó de muy mala manera su corrección sexual, si se admite la expresión, pues su desenfrenada promiscuidad hizo del emperador un hazmerreír de época entre sus nobles más cercanos.
En la tradición cristiana, un manto oscuro se cierne sobre la sexualidad. El pecado original, un delito heredado por obra y gracia del Espíritu santo, actúa como un pesado piano que deben cargar sobre su conciencia, sin comerlo ni beberlo, los afiliados al credo católico. Así pues, Eva representa la tentación hecha carne; la manzana, el fruto prohibido que no ha de ser probado, la perla oculta que no ha de ser revelada; y Adán, la debilidad hecha hombre, el acto final consumado de una absurda alegoría sobre la moral y la fragilidad humana. En la otra orilla, el islam, a pesar de su recalcitrante visión sobre los asuntos mundanos, otorga ciertas prebendas en lo que al libre desarrollo de la sexualidad se refiere. Prueba irrefutable de ello: los harenes de los sultanes otomanos, espléndidos santuarios donde se daba rienda suelta a los placeres del cuerpo. Sin embargo, se debían respetar estrictos códigos de justicia, equidad y género, pues al fin y al cabo era una institución gobernada exclusivamente por varones musulmanes. De otro lado, el judaísmo conviene que el sexo es un regalo de Dios, ¡y vaya que sí lo es!, pero también adolece de ciertas carencias, como ya lo veremos.
El relato bíblico de Onán deja en evidencia el gran sesgo moral que profesan aquellos que abrazan la fe ortodoxa del patriarca Abraham, en torno al gozo de la sexualidad per se. A Onán, hijo de Judá, le fue encomendado un mandato divino: casarse con la viuda de su hermano y preservar, así, su descendencia, en estricto cumplimiento de la ley del levirato. Pero éste se negó a cumplir con sus obligaciones maritales, por lo cual osó derramar su simiente sobre la tierra (un coitus interruptus), dejando inconclusa su misión procreativa. Tal atrocidad (?), a los ojos de un dios vanidoso y vengativo (el que describe el Antiguo Testamento, que en la línea de tiempo es la misma entidad de paz y amor del Nuevo Testamento, pero con un carácter más agrio y beligerante: confusa contrariedad teológica), la saldó con su propia vida, cuya ambigua interpretación de los exegetas de la Biblia, aparte de dejar muy en claro que con Yahveh no se juega, dio origen al término de onanismo, en el sentido de censurar la masturbación, tachándola de conducta innoble y pervertida, cuyo ilícito objetivo es alcanzar la autocomplacencia, pues, ¡oh pecado!, aquel flujo vital no ha de ser desperdiciado en menesteres tan prosaicos.
Pero si de exabruptos dogmáticos se trata, Grigori Yefímovich Rasputín, el monje loco y libertino, parido en la inhóspita y gélida Siberia, elevó el sexo a la categoría de propósito superior, sacrosanto, dada su peculiar percepción respecto a éste. Rasputín, el favorito de la zarina Alejandra, fundó su palacete personal de orgías pseudo espirituales, conformado por un selecto ramillete de incautas damas de la alta nobleza (y se especula que hasta por la propia zarina), siempre prestas a satisfacer las fantasías místico-sexuales y los deseos más bajos de su “gran faro de luz”. E incluso se atrevió a ir mucho más allá, pues en ausencia del vacilante y débil Nicolás II, a la sazón zar de todas las Rusias (el último zar, el último de los Romanov), Rasputín supo ejercer su acrecentado poder desde las sombras. Pero ya volviendo al ámbito sexual, su modus operandi, tan excéntrico como ingenioso, consistía en invocar al Altísimo, cual mantra de redención, en el momento culmen del encuentro carnal, aduciendo que sólo a través del orgasmo se podía interactuar con Dios, pues creía (?) que el arrepentimiento se alcanzaba mediante el pecado, lo que se configuraba de manera perfecta y armónica en el instante de mayor regocijo entre amantes: ¡el clímax hecho epifanía! Actualmente, en el Museo Erótico de San Petersburgo, se conserva el supuesto miembro viril de Rasputín, a modo de trofeo fetiche (se especula que sólo se conservan 28,5 cm de los 40 cm originales), como un testimonio fehaciente y abrumador de su agitada vida concupiscente.