Breve diálogo entre un suicida y la muerte
fernando pachón
Por Juan Fernando Pachón Botero
@JuanFernandoPa5

Un joven de contextura endeble y apariencia triste se interna en el espeso bosque. Es una noche lluviosa de octubre. Su andar pesado, como si sus piernas estuvieran hechas de plomo macizo, y su mirada clavada al piso, presagian una angustia muy grande. Lleva unos zapatos mal lustrados de color marrón oscuro, que le hacen juego con el gris de su modesta ropa. A medida que se pierde entre los árboles, en su mente se tejen pensamientos escabrosos. Aún está fresco el momento en el que descubrió a su amada en brazos de otro. Damián, el protagonista de nuestra historia, es muy dado a los desamores y a las empresas perdidas. En sus casi 27 años de existencia nunca ha sabido ser correspondido por una mujer. Tal vez su estampa de sepulcral melancolía conjura en contra de sus pretensiones de romanticismo.

La Muerte

Es delgado en extremo, con silueta de enfermo terminal. Lleva unas gafas aparatosas, esas de vidrio verde y lente gruesa. Su piel es de tono blanquecino, casi fantasmal. Sus ojos hundidos e inexpresivos se extravían en su rostro severo y alargado. Es una criatura en ruinas que carga un destino que le pesa toneladas, un destino que odia como a nada en el mundo. Pero a pesar de aquel abismal dolor que lleva a cuestas, jamás se le ha visto llorar. Es un ser estoico como ninguno: arrastra su desgracia con la dignidad de un asceta hindú. No obstante, toda pena tiene un punto de quiebre, hasta para los que se habitúan al sufrimiento como si fuera un paisaje rutinario, y aquella escena en donde halló a la mujer que le ocupaba sus elucubraciones más apasionadas, fundida en un solo cuerpo con su mejor amigo, fue el detonante a la fatalidad. Aquella mujer, hermosa como la musa de Miguel Ángel, nunca tuvo la gentileza de regalarle ni siquiera un simple saludo, ni mucho menos una sonrisa. Nunca tuvo la agudeza de percatarse del encanto sobrenatural que despertaba en Damián. Ni por mero asomo de caridad le compartía una mirada, así fuera de soslayo. Así pues, todas las mañanas nuestro infausto amigo se posaba en la ventana de su lúgubre habitación, a la espera de que la bella dama saliera a sus quehaceres cotidianos. Damián la amaba en silencio, con íntimo dolor, con sufrimiento desgarrado. Pero ésa fue su elección, ése fue el precio que estaba dispuesto a pagar, a cambio de nada. Allí estaba depositada lo que se podría llamar su pequeña felicidad, en una relación amorosa unilateral y mendicante que solo él alcanzaba a comprender en su amarga soledad.

Ya volviendo al bosque: Damián continúa su lenta marcha hacia el cadalso. Ya está decidido. Aquella sombría y gélida noche de octubre debe morir. Todavía está tratando de encontrar la forma más rápida y certera de acabar con su remedo de vida, cuando se topa de frente con un robusto pino, colmado de numerosas ramas de una altura accesible. No lo medita mucho. Se saca la correa de su pantalón de dril y la sujeta con firmeza a una de las ramas. La suerte está echada. Por su cabeza pasan, como ráfagas de fuego, los momentos más álgidos de su penosa existencia: sus aventuras fallidas, sus derrotas en el amor, sus inatajables pesares. Entonces, respira profundo, cierra los ojos, pone su mente en blanco, y justo cuando se dispone a introducir su tosco cuello a través de la suerte de aro que forma su larga correa de cuero barato, atada de forma artesanal a la resistente rama, se percata de una extraña presencia que le acecha de manera sigilosa. Se vuelve tras de sí y descubre una esquelética figura. Es de una altura muy considerable, imponente como una montaña, de brazos largos, y susurrante en sus palabras. Una túnica, bañada del negro más perfecto, le cubre su osamenta afilada. Le acompaña un penetrante hedor a carne podrida. Lleva una hoz intimidante de fino acero, que amenaza con blandir. Damián, desconcertado, le lanza una mirada osada y le espeta a la cara con suma agresividad: “¿Quién eres?”. “Soy la Muerte”, le responde con serenidad solemne, su interlocutora milenaria.

– Damián: “¿Y por qué no ha dejado que acabe con este suplicio? ¿Por qué aparece de la nada, cual gato nocturno, e impide que cumpla mi cita con usted?”

– Muerte: “¿Acaso es este tu destino próximo? ¿Qué sabes tú de la muerte? ¿Por qué crees que es lo mejor para ti en este momento? O mejor te pregunto: ¿Qué sabes tú de la vida?”

– Damián: “Solo sé que la aborrezco, y deseo con toda mi alma arrancármela de un tajo.”

– Muerte: “Esto que voy a decir atenta contra mis intereses, pero creo que deberías de replantear tu posición. No debes romper el ciclo natural de tu existencia; deja que fluya el devenir que se te ha brindado.”

– Damián: “No entiendo. Acaso no me quiere entre los suyos.”

– Muerte: “No te equivoques. Todo tiene su momento y el tuyo ha de llegar. Ten paciencia (ríe de manera tibia). Es cierto que mi jurisdicción se halla cruzando más allá de lo que ustedes llaman la luz al final del túnel, pero mi deber también es entender la dinámica que rige los actos de la raza humana. Sabes, son ejemplares bien particulares.”

– Damián: “¿Y a usted qué le ha de importar lo que hagamos o dejemos de hacer? Solo le basta saber que algún día llegaremos inexorablemente a su reino, uno tras otro, en una fila que no tendrá fin.”

– Muerte: “Te vuelves a equivocar mi querido amigo. Yo debo comprender la naturaleza errática que domina a los hombres, para alimentarme de sus miedos y dudas. No ves que mi mayor gozo radica en ese temor primario e irracional que despierto. Sin aquel miedo dejo de ser importante. Ése es mi eterno juego. Es ajeno a todo entendimiento pero funciona. Aunque te confieso aquí entre nos, la gente de La India, con su espiritualismo exacerbado, se me hacen difíciles de someter.”

– Damián: “Muy conveniente su posición (interrumpe de manera abrupta), pero insisto en lo inútil y vacío de esa búsqueda.”

– Muerte: “Cállate, déjame terminar la idea. No te imaginas lo feliz que fui durante la peste negra que asoló a media Europa en el siglo catorce (suspira). Sin embargo, mi época de mayor júbilo, sin lugar a dudas, se dio en la primera mitad del Siglo Veinte. No te lo puedo negar, ese pequeño demonio de Hitler con su embeleco de una raza superior, y el megalómano de Stalin con su régimen ultra comunista soviético me fueron de suma utilidad. ¡Ah, qué tiempos aquellos!”

– Damián: “¿Y qué hay de otros grandes tiranos de la historia? La lista es extensa.”

– Muerte: “Claro, hubo otras épocas y otros grandes caudillos, consagrados heraldos de mi causa: Pol Pot, Napoleón, Julio César, Gengis Kan, Atila, Nerón, Gadafi, Idi Amin, Vlad Tepes, Mussolini, Franco. Ellos también hicieron lo suyo. No puedo ser desagradecida. Pero como Adolph (Hitler) y Joseph (Stalin), pocos. Créeme.”

– Damián: “¡Qué lista tan infame por Dios! Pero tengo la impresión de que en estos últimos tiempos la materia prima está escaseando. Se ha de sentir muy defraudada. O no sé si enojada”

– Muerte: “Es cierto. Es muy lamentable, mi estimado Damián. Ése es el problema con estas benditas democracias modernas. Aunque ahora están repuntando los extremistas islámicos que se han enquistado en las grandes capitales de la Europa Occidental, y ese loquillo de Corea del Norte, Kim Jong-un, quien va por buen camino… y eso me gusta. Ya veremos.”

– Damián: “Bueno, usted me entenderá, pero creo que ya es hora de que demos por concluida esta conversación. No le puedo negar que me ha resultado interesante, pero debo terminar el asunto que dejé iniciado.”

– Muerte: “Me sorprende tu frialdad. Me lo dices así no más. Pero está bien, veo que aún no comprendes la raíz del asunto, y francamente poco me interesa. Solo te diré algo más, y escúchame con atención, muchachito: seres como tú son un problema para mí. Ustedes no me temen como debieran. En cambio, le tienen pánico a la vida, a mirarla de frente, a levantar las piedras que yacen atravesadas en los múltiples caminos de que disponen. Son unos cobardes redomados, siempre huyendo al menor contratiempo. Sin embargo, yo no clasifico en sus miedos. Eso me ofende realmente.”

– Damián: “¡Ah!, ya empiezo a entender. Es una cuestión de ego.”

– Muerte: “Y también de principio de gobernabilidad. Mira te explico: los suicidas son insensatos, son frágiles, son necios, y no contentos con su insolencia manifiesta, andan vagando por ahí, sin rumbo, como seres anárquicos, indómitos, caóticos; siempre quieren regresar al lugar de los hechos para revivir sus últimos instantes sobre la tierra, aletargados aún por la infamia perpetrada. Muchas veces no son conscientes de lo que acaban de cometer. Se niegan a responder por sus actos, a aceptar la realidad, a aceptar lo irreparable de los hechos. Y no sabes el problema tan grande que esa situación representa para mí. No hay nada peor que soportar a esas almas errantes en busca de la oportunidad perdida. Verás, no los tengo completamente para mí, siempre quieren volver al mundo terrenal. Así las cosas, me tienen harta los poetas húngaros, los bohemios depresivos, los jovencitos sin carácter que caen rendidos al amor, los débiles de espíritu. Y para colmo, ahora me tengo que aguantar esta nueva ola de mártires fundamentalistas de Oriente Medio. Qué manía la suya, la de morir en nombre de Alá. Pero ésa es una discusión harto compleja, que quiero tocar en otro momento. En fin.”

– Damián: “Es un punto de vista muy respetable. No obstante, la decisión ya está tomada, y nada de lo que usted diga me hará cambiar de parecer. Y le pido un favor, aléjese de mi vista. No me confunda más con su perorata filosófica.”

– Muerte: “Aún no he terminado, desvergonzado. Debes escuchar de manera atenta esto otro. Es una percepción que siempre he tenido y ahora te lo quiero decir. Los humanos son la especie más egoísta que he conocido. Cuando se les muere algún ser cercano no hacen otra cosa que llorar y lamentarse por su infinita desgracia, pero si lo analizas con detenimiento te darás cuenta de que lloran por ellos mismos, porque nunca volverán a ver a esa persona. El fallecido pasa a un segundo plano; todo gira en torno a lo que les pasa a ellos.”

-Damián: “Nunca lo había visto de esa manera. Pero ya está bien, no quiero escuchar más sus quejas existenciales. Se lo ruego, déjeme en paz.”

– Muerte: “Veo que no hay mucho por hacer. Eres un caso perdido. De acuerdo, tú ganas. Me iré. Solo espero que cuando estés en mis áridas tierras no me aturdas con tus alaridos de desesperación por no haber atendido mis consejos. No siendo más, te dejo tranquilo. Pero por favor, piénsalo muy bien antes de cometer una estupidez. Te sonará extraño viniendo de mí, pero aún tienes mucho por vivir. Lo oyes, mucho (ríe estruendosamente).”

La Muerte se pierde sobre el horizonte y deja una estela de niebla a su paso. Damián, aún conmocionado por aquella bizarra vivencia, y de manera súbita e inexplicable, quiebra en llanto como si fuera un niñito asustado en medio de la noche, como nunca lo había hecho antes en su corta vida. Luego de varios minutos de lágrimas y sollozos inconsolables, prosigue, pero ya titubeante, con el ritual suicida, aún sin consumar. Sin embargo, ya no está tan seguro de sus actos. Aquel discurso tal parece que le ha calado hondo en su ser. Así pues, Damián se postra sobre una roca húmeda a pensar largamente. Se le vienen a su atormentada mente las imágenes de su madre bondadosa, de su padre de carácter fuerte pero justo en sus actos, de sus hermanos traviesos, de toda su familia que le espera en casa. Por fin puede proyectar algo bueno en muchos años. Entonces, decide que todavía no es la hora de partir. Se tranquiliza un poco, toma un largo aliento, y retoma el camino hacia su hogar, en busca de sus seres queridos. Todo tiene un matiz diferente. Lo inunda un ligero sentimiento de alegría, algo que no experimentaba hace muchísimo tiempo. Está dispuesto a empezar una nueva vida.

Sin embargo, ya camino a su morada, se vuelve a encontrar con la Muerte, y ésta con una sonrisa socarrona le frena el paso y le dice de manera sutil a su oído: “sabes algo, mi amado Damián, solo los muertos, los que han cruzado el portal hacia lo desconocido, hacia lo inescrutable, pueden hablar conmigo y sentir mi presencia. Solo he jugado un poco contigo. Me sentía algo aburrida y necesitaba hablar con alguien. Espero me sepas disculpar. Ah, y mucho cuidado con Caronte, mi barquero, hoy no anda de buen genio. Te deseo un feliz viaje por el inframundo.”. Y acto seguido, se desvanece en la bruma. Damián, quien no da crédito a lo que está escuchando, enloquece en mil formas, se toma su cabeza fuertemente, cierra sus ojitos apagados, enmudece de un golpe y se suelta a correr como una bestia herida. Luego, trata de despejar su mente, y al fin puede recordar con cierta claridad sus últimos momentos. Solo han pasado unas cuantas horas de aquel trágico suceso, donde creyó apagar sus penas. Damián se entrega a un dolor supremo y todo se le hace tan vívido que parece que estuviese ocurriendo en ese mismo instante: siente aquella correa cortándole la respiración, siente el estrepitoso crujir de su garganta indefensa, siente cómo la vida se le escapa a cuenta gotas, siente cómo sus piernas flotan, cortando el aire frío, mientras su corazón deja de latir. Solo entonces, se da cuenta de que la Muerte le gobierna. Se da cuenta de que ya es uno de los suyos. Damián arroja un grito lastimero al bosque, que se confunde con el aullido de los lobos, y es invadido por un dolor que atraviesa su alma. Ya está escrito, Damián cada noche regresará a su ventana a esperar a que salga su amada.