RIESGOS Y RETOS DE LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL

Por: @elmagopoeta

En 1968, un año antes de que el hombre posara sus pies sobre la Luna, Stanley Kubrick maravillaba (y sigue maravillando) a los cinéfilos más exigentes con una de sus obras más ambiciosas: 2001, una odisea del espacio, ya convertida en película de culto, que relata las peripecias de cinco astronautas a bordo de la Discovery 1, rumbo al planeta Júpiter, los cuales sufren el rigor asesino y esquizofrénico de HAL 9000, un superordenador de última generación que lleva a cabo todas  las funciones de la nave, y que además está programado para no acatar órdenes que impliquen algún tipo de duda o contradicción.

Así, el equipo de exploración, al percatarse de un posible fallo operacional de HAL 9000, decide desconectarle en secreto, para lo cual se encierra en un cubículo insonorizado, con el único propósito de urdir el maquiavélico plan; pero la computadora, que domina todo a lo largo y ancho del vehículo espacial, lee los labios de la tripulación y advierte la inminente amenaza, razón por la cual desata su ira homicida sobre aquellos incómodos huéspedes que conspiran a sus espaldas. Más de cincuenta años después, es evidente que las altas expectativas planteadas en el filme, en términos de avances tecnológicos y dominio de la inteligencia artificial (IA), están lejos de cristalizarse. Sin embargo, dada la súbita eclosión de las IA en 2023, no se antoja descabellado un escenario tan hostil y distópico como el que esboza la película. Eso sí, no creo, al menos por ahora, que las máquinas lleguen a rebelarse intencionalmente en contra de los humanos, inmersas en un complot cibernético transnacional, pero quizás sí debamos temer por una degradación paulatina y casi sistemática de nuestra capacidad de discernir, crear y razonar, en favor del surgimiento de un nuevo orden mundial de superpoderosas herramientas digitales y algoritmos sumamente complejos: la era de la inteligencia artificial generativa, en claro detrimento de la raza humana, como bien lo advertía el científico británico – fallecido en 2018 – y genio de la física teórica, Stephen Hawking, en una entrevista para la revista Wired en 2014.

En la década de los cincuenta, la ama de casa perfecta norteamericana solía salir, imbuida de alegría y vigor, en las campañas publicitarias y programas de televisión, como un símbolo de prosperidad y confort en plena época de la Guerra Fría, accionando con sus propias manos artilugios mágicos, que parecían sacados de un cuento de ciencia ficción de Julio Verne: tostadoras, cafeteras, ollas multifuncionales y eficientes aspiradoras al servicio del hogar. Eran como pequeños robots que hacían de la función doméstica una labor divertida y novedosa, liberando a las mujeres de la época (todavía en una sociedad marcadamente machista – y macartista -) de una carga física considerable. No obstante, conforme la ciencia y la tecnología se han ido refinando a un grado casi exponencial, estos otrora artículos milagrosos, hoy de uso común, han ido migrando a extraordinarios aparatos, compuestos de intrincados circuitos integrados y algoritmos cada vez más elaborados, que apuntan a un futuro sin límites. Y tal parece que el punto de inflexión entre la vieja tecnología de sistema binario y la computación cuántica, con miras a una IA de orden superior, está a la vuelta de la esquina. Empero, es menester avizorar en todo ello un peligro latente y acechante, representado en la pérdida gradual de todo aquello que nos distingue como Homo sapiens.

Dados los frenéticos tiempos que corren, se ha vuelto recurrente el uso indiscriminado de la aplicación en línea chatGPT por parte de la comunidad estudiantil e incluso de los círculos profesionales. No hay cuestionamiento lo suficientemente difícil ni rama del saber tan encumbrada, que no pueda ser resuelto a satisfacción por el mágico algoritmo (?), lo que en sí se constituye en un atajo espectacular, en aras de acortar el camino que – se supone – habrá de conducir a la tan anhelada información instantánea (mas no sé cuán veraz). Pero no todo lo que brilla en el horizonte es oro, pues no deja de inquietar el hecho de que el oráculo, en teoría infalible, ni siquiera sabe lo que está respondiendo (y tampoco sabe sumar), pues carece de conciencia y sentido de la realidad; simplemente calcula la mayor probabilidad de organizar una frase de la manera más coherente posible, respetando un estricto orden gramatical, a partir de un vasto universo de palabras y textos que navegan por la web, relacionado con el tema propuesto por el interlocutor al otro lado de la pantalla. No obstante, más inquietante – y paradójico – es el hecho de que una persona que se autodenomina pensante acuda al auxilio de una máquina para que le aliviane el esfuerzo neuronal. No digo que la infinita red de datos que tenemos a disposición tan sólo a un clic de distancia deba ser desechada así nomás. Sería tonto siquiera pensarlo. Pero por lo menos procuremos que la información recopilada sea sometida a un cuidadoso escrutinio, usufructuando las bondades que nos brinda nuestra materia gris. En tal sentido, en caso de prosperar dicha práctica (y para allá vamos, de seguro), ¿con qué tipo de formación académica habrán de salir los profesionales del futuro a competir en el cada vez más exigente mercado laboral? ¿Tendrán los fundamentos teóricos y la destreza intelectual necesarios para afrontar los problemas técnicos, éticos y legales que acarrea consigo el florecimiento de las ciencias aplicadas? ¿Qué tal, pues, un científico sin el menor rastro de escrúpulos pidiéndole al ChatGPT que le escriba un libro de 500 páginas sobre los mitos y las verdades del cambio climático de origen antropogénico? Sería el pináculo de la estupidez humana: el envilecimiento de nuestra especie.

No quero que sea malinterpretada mi posición. La tecnología siempre será bienvenida, pero ésta debe ser abrazada a partir del buen juicio y la razón. La Revolución Industrial, por ejemplo, gracias al desarrollo de la máquina de vapor, significó un hito sorprendente respecto a los métodos de producción convencionales, impulsando consigo la era de la modernidad; pero en su avance furioso y arrollador se llevó por delante el bienestar básico y la paz espiritual de cientos de miles de familias, que veían impotentes cómo sus niños eran lanzados cual carne de cañón a las fábricas, cumpliendo extenuantes jornadas laborales de hasta ¡doce horas seis días a la semana!, en medio de las condiciones más infrahumanas y adversas, a cambio de una paga miserable. Muchos inocentes tuvieron que perder la cordura, enfermar gravemente y hasta morir, para que los sindicatos y los entes gubernamentales les brindaran condiciones mucho más dignas, tanto a ellos como a la clase obrera en general. Ahora, en el amanecer del nuevo milenio, y en lo que atañe al espíritu de este artículo, se sienten pasos de animal grande, dado el auge de las nuevas tecnologías, las redes blockchain (por ejemplo las criptomonedas, como el bitcoin) y la inteligencia artificial en sus más diversas manifestaciones, cuya atmósfera enrarecida se cierne sobre la sociedad tecnológica, pues nuestra especie per se ya ha demostrado largamente, salvo honrosas excepciones, que es muy proclive a anteponer sus delirios de grandeza y desbocado afán de progreso a la ética y la moderación.

El Renacimiento, movimiento cultural que exaltaba el conocimiento en grado sumo, propició la aparición en masa de hombres cuya erudición desbordada y curiosidad por el mundo que les rodeaba los llevó a escudriñar más allá de sus ojos, buceando en el mundo de las ideas. En dicho periodo medraron las artes y las ciencias a un nivel nunca antes imaginado, y tal parecía que el hombre nunca dejaría de perseguir esa quimera. Y quizás nunca llegue a ocurrir, pues su norte puesto en las estrellas y otros mundos habitables a millones de años luz le obligue a emplearse bien a fondo, en términos cognitivos. Sin embargo, la humanidad atraviesa ahora mismo una encrucijada de difícil solución: el uso racional y sensato de la IA, en el sentido de velar por el pleno ejercicio intelectual en el marco de dicha disciplina científica, cosa que se intuye improbable, al menos de momento, si nos atenemos a la dinámica actual en el ciclo académico, verbigracia. En este sentido, ya es posible crear una pintura de estilo impresionista, escribir una novela policiaca, elaborar el guion para una película de vaqueros, redactar la constitución de una nueva república o hacer un ensayo sobre el simbolismo velado en la poesía de Rimbaud, valiéndonos meramente de softwares sofisticados, diseñados para emular a los grandes artistas e intelectuales de carne y hueso. Ya Vargas Llosa lo había augurado en La civilización del espectáculo, obra que señala de manera descarnada el grado de idiotez y mediocridad cultural al que están abocadas las nuevas generaciones. Con todo, el nobel peruano jamás se imaginó fungir como un profeta de su tiempo, pues sus más pesimistas revelaciones se vislumbran en el horizonte cercano. Ideas tan románticas y reconfortantes como el ocio creativo, la epifanía artística, la plácida contemplación, la serendipia, el libre pensamiento, el método científico y el placer de dar vida a las ideas tienden a naufragar irremediablemente en un mar de artificialidad y furor informático online.

A pesar de los múltiples beneficios y el enorme potencial que ofrecen las IA, con un amplio campo de acción aplicable en el mundo de las finanzas, el clima, la carrera aeroespacial, la ciberseguridad, la ingeniería genética, la nanorrobótica y la neurociencia, es preciso entender que se trata de una tecnología todavía en su etapa embrionaria, lo cual la hace susceptible de una infinidad de mejoras y retoques. Así, antes de siquiera soñar con alcanzar un grado de refinamiento y confiabilidad a todos los niveles, es indispensable solucionar primero aquellos problemas éticos y legales que subyacen en ella, tales como determinar la sutil frontera que divide la realidad de la virtualidad, la tergiversación de la verdad, la disyuntiva del acervo probatorio en las instancias jurídicas mediante ayudas tecnológicas, el derecho a la privacidad (la dictadura del Gran Hermano: el ojo que nos ve), la deshumanización de nuestra especie, el nuevo orden laboral, la interfaz máquina-hombre, entre muchos otros aspectos. Y tal vez llegue el día en que conquistaremos los confines del espacio exterior a bordo de naves pilotadas por algoritmos increíblemente avanzados. ¿O acaso seremos víctimas de una legión de implacables robots asesinos, conscientes de sus actos y de su propia existencia, con un código moral que salvaguardar y un único plan que acometer: arrasar con esos molestos y presumidos bípedos que no cesan en su torpe empeño de librar guerras estériles y de contaminar el medio ambiente con sus desperdicios industriales?, contraviniendo decididamente las tres leyes de la robótica, propuestas por Isaac Asimov, en virtud de su cruzada personal por un futuro tecnológico responsable. Las generaciones venideras quizás podrán tener la respuesta, sino es que antes un arma de aniquilación masiva, creada y manipulada por una inteligencia artificial bélica, nos borrase de la faz de la Tierra.