fernando pachón
Por: Juan Fernando Pachón Botero
jufepa40@hotmail.com

Nosotros, los seres humanos, somos arquitectos de una compleja red de sentimientos. Todos ellos nos acechan constantemente durante el día y la noche, siempre caprichosos, indescifrables, incontenibles, caóticos, ingobernables. Podemos pasar, casi a la velocidad de un pensamiento, de una alegría que no cabe en el cuerpo a una tristeza sin fondo; de la ira más encendida a la paz de un mar calmo de verano; de un abismo de melancolía a una cúspide de euforia; de un amor puro y exacerbado, digno de novela, a un odio que se desliza por el fango; de una pasión desatada a un gris arrepentimiento. Así somos. Así es nuestra disparatada naturaleza. Así estamos diseñados.

Y así mismo tenemos que aceptarnos irremediablemente, tal y como nos ha esculpido la evolución.
Aquel conjunto de sensaciones, en algunos casos desconcertantes, aflora desde lo más recóndito de nuestro ser como una exhalación mística, casi mágica. Es como si dentro de nosotros convivieran huestes de seres extraños que emergen de nuestras entrañas como aluviones etéreos, construyendo nuestro destino a su propio ritmo. Ya los griegos, fundadores del pensamiento occidental, y los romanos, amos y señores del mundo antiguo, se aventuraron en su estudio detallado. Fue tal su obsesión que hasta los divinizaron. Así pues, hay un dios asociado a cada sentimiento: Poseidón y Neptuno encarnan la ira; Eros y Cupido, el amor; Momo, la alegría; Afrodita y Venus, la pasión; Fobos, el miedo… Y así me extendería largamente en otros dioses, mayores y menores, de éstas y otras culturas, con atributos muy propios de nuestra condición humana, imperfecta e impredecible. Lo que me da pie para pensar que, a lo largo de la historia de la civilización, cada uno de los dioses que constituyen las diferentes mitologías y religiones, propias de cada región y época, son fruto exclusivo del imaginario popular, fundado en su vaga percepción de la realidad y en sus más íntimos temores, incluido el Dios de los católicos, por abordar un asunto cercano. Dicho de otro modo: cada dios ha sido creado a imagen y semejanza de nosotros mismos, sin desconocer, claro está, que debe existir una fuerza poderosa y oculta que mueve los hilos del universo. Llámenla como ustedes quieran. Pero no quisiera desviarme del tema principal, aún más, con temas tan espinosos.
Y haciendo honor a nuestros ancestros, me daré a la tarea de personificar, más bien en tono poético, algunas de nuestras emociones más comunes y arraigadas; unas, demonios clandestinos y voraces; otras, remansos del alma, pero en todos los casos, inseparables alter egos, tan diversos como indómitos. Veamos pues.
El amor
El amor
Bella dama de aspecto gentil y distinguido. Su mirada cristalina desnuda el alma de quien se atreva a retarla. Su sonrisa, tan radiante como un amanecer, se esparce sobre el horizonte, iluminándolo como un haz de luz infinito. Su caminar es delicado y elegante, casi levitante. Dueña de un rostro aristocrático, mejillas rosadas, nariz fina, mentón pequeño, tez suave como la seda y labios que al juntarse forman un corazón. Es la clásica representación de la belleza femenina, plasmada en los cuadros de la época del renacimiento. Domina todas las artes de la deliciosa conversación. Su voz emula el cantar de las aves del paraíso, viajando por el viento en forma de coros celestiales. Sus manos, que parecen talladas por el más virtuoso de los escultores, son capaces de tocar el arpa a la manera de las musas del Olimpo, así como también de dibujar el paisaje más sublime, capaz de conmover al más frío de los escépticos. Nunca se le observa mal puesta. Siempre está impecablemente vestida, no necesariamente ostentosa. Es solo una cuestión de clase y estilo. Se le suele ver muy a menudo, paseándose con esa gracia sin par, en el rincón que oculta a dos adolescentes entrelazados en busca del almíbar en los labios cercanos, en la cómplice oscuridad de una sala de cine, en una acogedora mesa a la luz de una vela, en el altar de la iglesia que ampara a los novios ansiosos, en la habitación que esconde los murmullos de la luna de miel, en la sala de partos que se alumbra con el llanto de una nueva vida, en La Venus de Botticelli, en las sinfonías de Beethoven. Oh gran señora, heroína de leyenda, gracias por existir.

La ira
La ira
Señor de apariencia hostil, ojos inyectados de un fuego volcánico, rostro enrojecido y una barba tan áspera como el torso de un árbol viejo. Tiene la altura de un oso erguido. Su expresión es imperturbable y a la vez rudimentaria. Tiene la fuerza de cien bueyes y a su paso la tierra se estremece. Vive solo y abandonado en una cabaña rasgada por el tiempo, donde ni las ratas son bienvenidas. No conoce de cordialidad ni de buenas maneras, y su voz grave, como de ultratumba, jamás emite una palabra amable. Su mente es patria de siniestras elucubraciones, incluso en sus pensamientos más oscuros habitan demonios que le invitan a la locura. Aborrece la belleza de un atardecer, la inspiración de un poeta, el delicado canto de un turpial en primavera. Ama la confusión de la noche, el rugido de la tormenta, el frío de los mares del norte. Pero también teme. Le teme a la alegría de un niño, a la sabiduría de un anciano, a la suavidad de un canto de sirena. La razón es una jurisdicción desconocida para él. Solo sabe de barbaries, de desesperanza, de infortunios. En su alma envilecida, gélida y despoblada, solo hay espacio para el odio, el rencor y la bellaquería. Recorre, errante y apresurado, por bastas y lejanas tierras, en busca de guerras atroces, cruzadas en nombre de Dios, piratas al pillaje, reinos mal habidos, familias fracturadas, consortes en desgracia. Y cuando todo está consumado, se deja ver con facilidad en los huesos de las tumbas, en las jaulas de los presos, en las cadenas que oprimen al orate, donde ya no hay tiempo, siquiera, para el último arrepentimiento.

La tristeza
La tristeza

Anciana de caminar cansino y cuerpo en ruinas, como devorado por el tiempo. Sobre su desgastado rostro yace escrito un dolor milenario. Su espíritu se le escapa a cada latido de su estrujado corazón. Su armadura exterior es un apéndice de la naturaleza muerta que mora en su interior. Sus ojos lúgubres y huérfanos en el vacío no son capaces de enfrentar una mirada ajena, no quedándole más remedio que arrastrarlos sobre la tierra empantanada. Sus manos, largas y tiesas, reflejan el paso inexorable del reloj. Su cabello, repulsivo como un nido de insectos, se riega hasta su cintura en forma de hilos maltrechos y opacos. Su erosionada piel, cual arena desértica, y su encorvada silueta le brindan un aspecto de bruja escaldufa. Le huye a los días soleados. Solo cuando el gris reina sobre el cielo su trágica figura recorre los desolados caminos. Su voz es tan apagada y ausente que sus gritos se ahogan en la estrechez de su garganta, convirtiéndose en susurros. Se dice que a su paso las flores se marchitan, la belleza se desvanece, la juventud se evapora. Proyecta su apocalíptica sombra en los lechos de enfermos, en las derrotas de la vida, en las causas pérdidas, en la incertidumbre del camino, en la soga del suicida, en el último adiós de los amantes inmortales, en los poemas malditos de Baudelaire, en las óperas melancólicas de Verdi, en los trazos arrebatados de locura de Van Gogh. Y a pesar de su infausto destino, permanecerá invicta hasta el fin de los tiempos, rumiando su amargura.

La lujuria
La lujuria

Mujer hermosa, magnética, misteriosa; el gran fruto prohibido. La redondez y exuberancia de sus formas arrancan la cordura de todo aquel que ose contemplarlas. Su cuerpo ardiente, fugaz, lejano, es la apología suprema al pecado. Su cabello, del color del cobre, danza caprichosamente al vaivén del viento. Su piel, que se confunde con la textura de un melocotón fresco, invita a ser acariciada eternamente. Sus labios jugosos, rojos, húmedos, son la utopía en forma de beso. Sus ojos, del color de un cielo abierto, impenetrables, difíciles de leer, se clavan como agujas sobre quien se aventure a perderse en su vastedad. Es una amante del buen vino, la fina mesa, los lujos en exceso, las joyas costosas, los viajes por el mundo, los paseos en yate. Solo es mujer de una noche. Se vende al mejor postor. En los dominios de las artes amatorias no hay quien le supere. Es fría como el viento que azota la montaña, sagaz como una tigresa en cacería, ágil entre las sabanas como una serpiente resbaladiza. Pero a pesar del extraño poder que ejerce sobre los hombres, clama por ser amada de una manera sincera, por ser rescatada de esa vana existencia. Es fácil descubrirla en las noches de copas, en los más altos círculos del poder, en los aquelarres de vieja data, en los íntimos deleites de los amantes extraviados, en los escándalos palaciegos, en el cuero de los autos deportivos, en las burbujas de la champaña más exótica, en “El jardín de las delicias” de El Bosco, en “La divina comedia” de Dante. Y luego, cuando cesa la orgía interminable, se apresta aconsumirse en su más hondo pesar.

El miedo
El miedo

Hombre que carga sobre su esquelético lomo el peso de los años. Posee una mirada insustancial, tal vez perdida en el tiempo. Es escaso de carnes, de rostro afilado y carente de gracia. Su boca pegajosa se asfixia en una selva de pelos enmarañados y mal cuidados, que se dejan caer hasta más abajo de su barbilla. Su cabeza es coronada por un manojito de cabellos insípidos. Su rústica nariz, como amasada por un alfarero principiante y sus orejas, que parecen un conjuro maléfico, le dan una apariencia de gárgola, de aquellas que escoltaban las iglesias medievales. De su espalda sobresale una amplia joroba que le empuja hacia el piso. Nunca se le escapa una sonrisa, más aún cuando sus dientes, de un color parecido a la arcilla, le han ido abandonando a un ritmo frenético. Es de caminar lento y torpe, quizás algo sigiloso. Su respiración es agitada y un intenso sudor frío le recorre su cuerpo en todo momento. Viste siempre de gris y su ropa le huele a naftalina barata. No tiene familia, ni amigos, ni proyecto de vida, ni una razón para existir. Vive en una vieja casa, sin ventanas, cubierta de telarañas, carcomida por el olvido. Es fiel gregario en los estertores de la muerte. Se hace fuerte en el patíbulo de los condenados, en la silla de los acusados, en las hogueras de la inquisición, en los pasillos de los hospitales, en las aulas de profesores tiranos, en las dictaduras ultra nacionalistas, en las pesadillas nocturnas, en “El grito” de Edvard Munch, en los cuentos de Edgar Allan Poe. Pero lejos de estos menesteres, se derrumba a pedazos desde muy adentro.

La alegría
La alegría

Niño regordete, de aire candoroso, cachetes que amenazan con explotar en mil pedazos, ojos saltones como pepas y aliento a menta fresca. Su rostro, tan redondo como un globo, luce abarrotado de pecas simpáticas, que se distribuyen anárquicamente sobre su dócil geografía. Su pelo es rojizo, ensortijado y abundante, al mejor estilo de los ángeles guardianes de nuestros sueños más profundos. Su sonrisa franca y dulce, que se abre de par en par cual abanico del oriente lejano, irradia un aura de placentero sosiego. Viste de pantalones cortos y camiseticas de colores variados. En sus bolsillos suele guardar golosinas de todos los sabores, las cuales comparte con sus amigos sin el menor reparo. Es travieso y juguetón, pero a la hora de sus deberes de infante es responsable y prudente. A pesar de su corta edad, ya tiene establecido un norte en su vida. Tiene un corazón rebosado de bondad. Es propietario de un espíritu jovial y generoso. Sus acciones apuntan al bienestar de los suyos. Es amigo de los animales del bosque, de la vida sencilla, del calor del hogar. Disfruta del olor de la sandía madura, del sabor de la miel virgen, del sonido del manantial que nace entre las altas rocas. Se le ve correr, desenfadado, en las ferias de pueblo, en las funciones de circos de gitanos, en el polvo de las canchas de arenilla, en el sudor espeso de un baile decembrino, en los viajes cortos de domingo, en las fábulas de los hermanos Grimm, en los allegros de Mozart, en las comedias de Molière. He aquí, con letras doradas, al verdadero bálsamo de nuestras convulsas vidas.

La tranquilidad
La tranquilidad

Hombre entrado en años, ya en el otoño de su existencia, de carácter reposado, sabiduría silenciosa, cabellera plateada y mirada serena; un himno a la paz. Sus finos modales, actitud cálida y conversación pausada le hacen el compañero perfecto de una tarde de solaz. Tiene una estampa añeja pero también señorial. Es alto y delgado, como el quijote de Cervantes. Tiene una expresión en su rostro que emana una brisa de nobleza, a la vieja usanza de los hidalgos de antaño. Nunca pierde la calma, ni siquiera en los peores escenarios. A lo largo de su trasegar por la vida ha lidiado con las tempestades más indómitas, las batallas más dantescas, las fieras más atroces, y en ninguna de estas empresas se ha dejado doblegar. Así pues, su estoicismo enfurecido funge como devoto escudero en aquellas nefastas jornadas, librándole de sus garras opresoras. Es su sello personal, su impronta inquebrantable. Se embriaga de júbilo con la sonrisa brillante de un niño, con el sol del ocaso fundiéndose en el mar a la distancia, con el galope atropellado de los caballos en el valle, con la gloriosa atmósfera de un bosque de pinos centenarios, con el abrazo transparente que un padre le regala a su hijo. Suele presentarse, de manera cautelosa, en el misticismo de un monasterio lejano, en la solemnidad del sermón dominical, en el silencio sepulcral de un templo budista, en la espera paciente del pescador en el lago, en las huellas de arena del caminante en la playa, en los paisajes bucólicos de las películas en blanco y negro de Vittorio De Sica, en la sutileza de los cantos de los monjes gregorianos, en el mundo macondiano de Gabriel García Márquez. Ruego, entonces, para que nunca faltes entre nosotros.
Han desfilado, así, siete sentimientos, siete rostros, siete cuerpos, siete almas. Todos ellos con sus bondades y bajezas, sus vicios y virtudes, sus dichas y tormentos. Son nuestros huéspedes silentes, nuestras dagas humeantes, nuestros fantasmas danzarines, nuestros laberintos veleidosos. Expresan lo mejor y lo peor de nosotros. Nos elevan hasta el cielo, nos precipitan hasta las llamas del infierno, nos lanzan hacia la nada. Ejercen un yugo absoluto sobre nuestra conducta, determinan nuestro destino en un parpadeo. Solo basta una pequeña fracción de tiempo, un ligero impulso, una leve excitación, para generar una reacción en cadena, desenfrenada, en forma de avalancha feroz. En algunas ocasiones nos llevan a buen puerto, pero en otras, nos empujan hacia el abismo. Podemos mutar de bestias rabiosas a caballeros gentiles, sin apenas notarlo. Sin embargo, es potestad de cada uno de nosotros saber convivir con su respiración latente, casi jadeante; saber elegir su momento adecuado, entender cuando es justo y necesario arrojarlos al mundo. En eso consiste el misterioso juego de la vida.