De la peste negra al Coronavirus
Por: Juan Fernando Pachón Botero

@elmagopoeta

Corre el año 1348. Dos niños se acercan a una aldea. La expresión de sus rostros revela hondo dolor. Son hermanos. Indican que sus padres han muerto a causa de una plaga enviada por Dios. No han probado bocado en días. Los moradores del lugar, espantados por su presencia, los conducen rápidamente a un paraje remoto, donde cavan una profunda fosa en la cual depositan sobras de comida. Los niños se abalanzan raudos en su interior, impulsados por el hambre que los consume. Parecen fieras devorando a su presa. Entregados al macabro festín, uno de ellos exclama inocentemente: “¿Por qué le echan tierra a mi comida?”. Una nube oscura y densa se precipita sobre sus pequeños cuerpos. Ambas criaturas son sepultadas vivas, pues las gentes temen ser contagiadas por la peste, por la muerte negra.

Un “asesino invisible” se cierne sobre Europa

Hace casi siete siglos, el Viejo Continente fue el epicentro de la epidemia más aterradora que la humanidad recuerde: la peste bubónica. Estudios recientes estiman que cerca de la mitad de la población europea sucumbió ante un asesino silencioso y despiadado, una mortífera enfermedad, producida por la bacteria Yersinia pestis, presente en los pequeños roedores y en sus molestos huéspedes, las pulgas, responsables del contagio a humanos. Se sospecha que vino de las estepas de Asia Central “a bordo” de las hordas mongolas, las cuales sitiaron la antigua ciudad de Caffa (actual Feodosia en Ucrania), ubicada en las costas del mar negro en la península de Crimea. Ante la imposibilidad de penetrar las pétreas murallas y al evidenciar cómo sus propios guerreros iban cayendo fulminados por cientos de extraña manera, cuales fichas de dominó, se jugaron su última carta. Para tal efecto se valieron de una incipiente pero efectiva arma biológica: sus muertos infectados, los cuales eran lanzados en catapultas hacia el interior de la inaccesible fortaleza, ferozmente custodiada por soldados genoveses. Sin embargo, fueron tantas las bajas del ejército invasor, que no les quedó más remedio que abortar el asedio. Pero a los valientes defensores no les fue mejor, pues muchos fueron contagiados por los cadáveres tributados desde el bando contrario. Los sobrevivientes, superados por la situación, huyeron hacia sus ciudades de origen, Génova y Venecia principalmente, por aquel entonces repúblicas marítimas independientes del Mediterráneo, en la actual bota itálica. El Viejo Continente le daba la bienvenida oficial a la peste bubónica, la peste más letal de que se tenga registro. El annus horribilis.

Las calles se poblaron de legiones de “muertos vivientes” que se arrastraban implorando auxilio. Las aves de rapiña se posaban sobre las montañas de cuerpos putrefactos. El hedor a carne descompuesta se tornaba insoportable. La muerte se volvió paisaje: el infierno de Dante en su expresión más vívida. La pandemia dejó ver el lado más siniestro de la raza humana. Las madres abandonaban sus hijos a su suerte, dejándolos a merced de una agonía lenta. Viviendas con familias enteras eran selladas con ladrillos. Los gritos desgarradores de sus ocupantes se apagaban conforme iban muriendo. Mujeres inocentes fueron quemadas en la hoguera, acusadas de brujería y pacto con el Diablo. El cuadro clínico de un enfermo describe un padecimiento doloroso: tos acompañada de sangre, náuseas y vómitos prolongados, fiebre excesivamente alta, alucinaciones, falta de aliento, inflamación de los ganglios linfáticos que derivaba en pústulas negras en la piel del tamaño del huevo de una gallina, pérdida de la conciencia, dificultad para respirar, fallos multiorgánicos y finalmente la muerte, la cual no tardaba más de tres días en llegar. No tenía distinción de credo, raza ni clase social. Atacaba tanto a ricos como a pobres, blancos como a mulatos, reyes como a mendigos, ancianos como a niños, sabios como a ignorantes. El saldo final fue de cerca de veinticinco millones de personas muertas tan sólo en Europa en el lapso de cuatro años.

Aquella fue una época fértil en supersticiones y mitos fundacionales, con la Iglesia Católica en su clímax de poder, ostentando su hegemonía desde los púlpitos y fungiendo como motor espiritual de las masas, pero también como pesado ladrillo existencial, pues para erigir su “edificio de fe” no vacilaba a la hora de aplicar mano de hierro y brutal represión. La reacción natural, tanto de los pobladores como de sus líderes religiosos, en una época donde la ciencia brillaba por su ausencia, fue buscar culpables en donde no los había. El Clero acusó a sus siervos “descarriados” de desatar la ira divina a causa de sus actos “desenfrenados”, exponiéndolos al oprobio público. Para empeorar el panorama, la medicina aún estaba en su fase embrionaria, y poco o nada pudo hacer para contener el avance del mortal brote. Incluso, la teología y los estudios bíblicos eran requisitos sine qua non para ejercer su práctica, lo que denota la exigua preparación profesional de los galenos de la época y el desdén por los asuntos de la ciencia. Así las cosas, la peste se desbocó como un “leviatán invencible” sobre una Europa rural y atrasada, muy diferente al sofisticado y encopetado continente que hoy conocemos. Ante la falta de un sólido plan de contingencia, dadas las carencias intelectuales de los poderes fácticos establecidos, la plaga se extendió con el ímpetu de un incendio forestal, sembrando el caos sobre la población inerme, que observaba cómo un enemigo invisible los devoraba sin piedad. El desconcierto reinaba a sus anchas. Los habitantes buscaron refugio en la oración, y los sacerdotes adquirieron estatus de semidioses, pues veían en ellos una especie de puente salvador entre la Tierra y el Cielo; pero al evidenciarse que aquella misteriosa afección no respetaba sotana, la gente se abandonó a las prácticas más inverosímiles y descabelladas. Unos optaron por beber pócimas “mágicas” a base de vino y recortes de pasajes bíblicos, extraídos del Antiguo y Nuevo Testamento. Otros evitaban mirar a los ojos, pues consideraban que la enfermedad se transmitía con la simple mirada. Las clases más pudientes se ataviaron de abrigos revestidos de ceras aromáticas y cubrieron sus cabezas con máscaras en forma de pico, ya que se creía que la peste era producto de efluvios de suelos y aguas impuras. No faltó quien descargara responsabilidades en la posición de los astros. En Alemania surgió el movimiento de los flagelantes, secta fundamentalista católica que emprendió una peregrinación de treinta y tres días, en clara alegoría mística, alusiva a los treinta y tres años de vida de Jesús, que consistía en castigar sus espaldas gravemente con látigos que finalizaban en bolas plomadas cubiertas de púas. Sus pieles desgarradas simbolizaban el supremo tributo al Altísimo, con el fin de expiar las faltas de los hombres, buscando así ganar la indulgencia celestial. Sólo unos cuantos vivieron para contarlo.

En gran parte de Europa los judíos fueron el foco de las miradas inquisidoras, quizás por la envidia y desazón que despertaron, ya que a éstos no los golpeó con tanta severidad la peste. La turba encolerizada se atropelló sobre ellos, señalándolos de envenenar el agua de los pozos y las fuentes, hecho totalmente infundado. Sus cuidados hábitos de aseo personal y el hecho de que no dormían con sus animales de granja, potenciales vectores de contaminación, explican que la peste no los atacara tan implacablemente como al resto. En Avignon (Francia), sede papal por aquel entonces, el papa Clemente VI se negó a tomar medidas drásticas para detener la nefasta pandemia, alegando que Dios y todos los santos del Cielo bastarían para proteger a su rebaño. Murió cerca del 60 % de la población. ¡Así les fue! Giovanni Boccaccio, célebre escritor, poeta y humanista italiano, escribió El Decamerón, colección de cien cuentos en los cuales relata con pelos y señales las estremecedoras vivencias de sus contemporáneos en tiempos de la plaga. Si no son muy dados a la lectura, les recomiendo ver la versión más personal del cineasta italiano Pier Paolo Pasolini – de 1971 -, que en tono erótico y picaresco aborda algunas historias.

La “rebelión” de los gérmenes

A lo largo de la historia ha habido muchas otras pandemias, que llevaron consigo muerte, pobreza y devastación. Hace casi un siglo, la gripe española, agresiva cepa de la influenza, importada de la Primera Guerra Mundial, mandó a la tumba a más de cincuenta millones de almas alrededor del orbe en poco más de un año. En 1520, la viruela, “el ángel de la muerte”, diezmó la civilización azteca, matando a quince millones de nativos (y a los pocos sobrevivientes les dejó horribles marcas en el rostro), dejándole el camino despejado a Hernán Cortés y sus tropas (quienes involuntariamente llevaron el virus desde España), para que se asentaran sin mayor oposición en tierras americanas. En el año 541, el imperio bizantino sufrió el azote de la primera pandemia pestífera de la historia: la plaga de Justiniano, brote de peste bubónica que se cobró la vida de veinticinco millones de personas. El propio emperador estuvo a punto de colgar la túnica. Varios historiadores coinciden en que aquella calamidad pública fue el punto de inflexión que marcó la línea divisoria entre el Mundo Antiguo y la Alta Edad Media, propiciando la eclosión de los reinos bárbaros. En el siglo XX, a finales de la década de los cincuenta, la gripe asiática le restó a la población mundial un millón de personas, ensañándose particularmente con los niños y los adultos jóvenes. En el amanecer del siglo XXI han ido mutando peligrosamente variantes del virus de la influenza, tales como la gripe aviar, la gripe porcina, la gripe H1N1, que han puesto en jaque a los gobiernos a lo largo y ancho del globo, minando sus economías y sistemas políticos. Pero como si se tratara de una cuarteta de Nostradamus o de un versículo del Apocalipsis de San Juan (que no lo son), en el año de los gemelos (para colmo bisiesto) ocurrió lo que nunca me hubiese imaginado, ni en mis más fantásticas elucubraciones. George Orwell, con su visión recurrente de una sociedad opresiva y totalitaria, nos dejó algunas pistas en su literatura claustrofóbica. Lo que está ocurriendo en el mundo es un hecho difícil de digerir, que raya en la ficción distópica. Por mencionar sólo dos casos, lo que sufren Italia y España en carne propia bien podría plasmarse en una pintura surrealista, al mejor estilo de Salvador Dalí o Frida Kahlo. Debemos ser conscientes de que se vienen días difíciles en todos los ámbitos de la vida. La recesión económica es inevitable. No puedo negar que tengo zozobra, un indescifrable vacío en el pecho. En un siglo los libros de historia hablarán del año en que la humanidad, en tiempos de paz, se paralizó casi por completo. ¡La tiranía de los microorganismos! El planeta, salvo contadas excepciones, ha cerrado sus puertas literalmente, por “culpa” de un eficaz agente infeccioso intracelular once mil veces más pequeño que uno de nuestros poros, sólo apreciable bajo la lente de un microscopio electrónico, con una sorprendente capacidad para autorreplicarse, y que prospera incluso a setenta grados centígrados bajo cero. De ahí su rotundo y amenazante éxito.

El Comité Internacional de Taxonomía de Virus (ICTV, por sus siglas en inglés) lo bautizó SARS-CoV-2, que traducido al español sería: coronavirus 2 del síndrome respiratorio agudo grave. La Organización Mundial de la Salud (OMS) denominó como COVID-19 a la enfermedad asociada al virus. El impronunciable nombre en latín, que designa a la familia de virus, es Orthocoronavirinae. Los ciudadanos de a pie simplemente lo invocan por su nombre genérico: coronavirus, la palabra clave más buscada en Google por estos días. No faltará incluso quien piense que se trata de un mosquito tropical. A la luz del microscopio se asemeja al aura de plasma que rodea a nuestro astro rey, es decir, a la corona solar. De ahí su apelativo. Dichos filamentos, responsables de la replicación, constituyen la membrana proteica que recubre al virus. Su código genético contiene tan sólo ocho kilobytes de información, menos de lo que pesa un archivo de texto de quinientas palabras. Hasta hace unos cuantos meses poco se sabía de este diminuto y “astuto demonio”, pero conforme se fueron desencadenando los hechos, los científicos lograron incluso secuenciar su genoma completo en un tiempo récord. No obstante la frenética carrera, aún es incierto el desarrollo de una vacuna al corto plazo que exigen las circunstancias. El quid del asunto radica en la evolución exponencial que describe la curva de propagación de la COVID-19. Cada día de espera se traduce en infinidad de potenciales portadores, con el agravante, siempre latente, de que el agente patógeno mute a una cepa mucho más agresiva y resistente. No son organismos vivos. Más bien son como un “maldito ejército de zombis” en busca de células para robar su energía, encontrando su “nicho” en la cavidad pulmonar, con el único objetivo de replicarse al ritmo geométrico que exige su avidez. Para que se hagan una idea de la clase de bicho que estamos enfrentando: cuando una persona infectada tose o estornuda, está expulsando, a una velocidad de hasta 160 Km/h, miles de partículas microscópicas (microbios confinados en los núcleos de las gotas) con “ansias locas” de colonizar material celular, con el fin de ejecutar su “diabólico plan”. Las que no logran su cometido pueden sobrevivir en el aire hasta tres horas (aunque la OMS sugiere que la transmisión por este medio debe ser ampliamente debatida, pues no se cuentan con datos concluyentes al respecto), en el cobre hasta cuatro horas, en el cartón hasta veinticuatro horas, en el plástico y el acero inoxidable hasta tres días. Por eso la importancia capital de lavarse regularmente las manos con abundante agua y jabón, cuyas moléculas permiten disolver la grasa de la envoltura rizada del SARS-CoV-2, destruyéndola en su totalidad e inhibiendo la replicación de su cadena de ARN. En torno a las medidas de aseo personal, cuídense de utilizar cualquier producto, incluidos los desinfectantes artesanales promovidos en tutoriales de YouTube, y en menor medida los artículos antisépticos distribuidos en el comercio formal. Recuerden, por ejemplo, que el gel antibacterial, como su mismo nombre lo indica, es empleado para matar bacterias, y en principio no aplica para virus, como es el caso de nuestro molesto invitado, a no ser que la concentración de alcohol sea superior al 70 %. Ya usted verá qué decisión toma.

La familia de coronavirus lleva poblando la Tierra más de diez mil años. A la fecha se conocen treinta y nueve especies, de las cuales siete afectan a los humanos, siendo tres de naturaleza zoonótica, esto es, que se transmiten de animales a humanos. Y en esto los chinos, sin ánimo de entrar en consideraciones xenofóbicas, tienen mucho que ver (la mayoría de pestes a lo largo de la historia han tenido su origen en China), dados sus milenarios – y polémicos – métodos de avicultura, otrora rudimentarios, y su afición (condicionada por su sobrepoblación, valga decir) a los manjares exóticos de origen animal, sin respetar en ningún caso los debidos protocolos de salubridad. Así pues, se especula que el paciente cero pudo haber adquirido el virus en el mercado informal de comida callejera de Wuhan, capital de la provincia de Hubei en la región de China central. Estimaciones basadas en modelos matemáticos y algoritmos avanzados predicen, en el peor de los escenarios, y en tanto los jefes de Estado no adopten las medidas de choque necesarias para mitigar la escalada del brote, que hasta el 60 % de la humanidad podría ser contagiada, variando en mayor o menor proporción según la ubicación geográfica y el sector poblacional. De este segmento, aproximadamente el 80 % desarrollará síntomas leves o muy sutiles, similares a los de un resfriado común; el 15 % requerirá de atención médica especializada; y el 5 % tendrá síntomas de severos a graves, en su mayoría del grupo de la tercera edad. A propósito, vale destacar que la incidencia en niños es notablemente baja, siendo éstos prácticamente inmunes al inédito virus, hecho que aún constituye un misterio para la ciencia. Sin embargo, dadas sus condiciones asintomáticas, los infantes representan una significativa fuente de propagación. Por ejemplo, un menor puede expulsar el virus, el cual viaja oculto en sus heces, durante tres semanas o más. Sobra decir que la higiene personal de un niño dista mucho de ser confiable. Por eso es tan importante el aislamiento preventivo, para proteger a nuestros padres y abuelos, y en general a nuestros adultos mayores, de lejos, la comunidad más vulnerable, evitando así un colapso en los sistemas sanitarios, lo que redundaría en múltiples muertes innecesarias. No obstante, preservemos la calma y el buen juicio. No entremos en la histeria colectiva y la paranoia febril. Si bien es cierto que el SARS-CoV-2 es altamente patológico (gran capacidad de transmitirse de un individuo a otro, con una tasa de contagio de entre 2 y 3 – personas -), es muy poco virulento (baja probabilidad de matar a una persona, de menos del 1 %). Evitemos difundir falsas cadenas de WhatsApp y bulos sensacionalistas que promueven teorías conspiranoicas sin ningún fundamento serio, que no hacen otra cosa que horadar la psique de la gente: que el virus fue creado en un laboratorio en China, que tiene enlaces de ADN con mutaciones de VIH, que Nostradamus lo predijo en una de sus cuartetas, que va a acabar hasta con el nido de la perra. Sólo escuchemos a las voces oficiales y autorizadas, a epidemiólogos y microbiólogos certificados, a divulgadores científicos, a médicos virólogos, a líderes de opinión en cualquier rama del saber.

De la oscura noche brota el Sol

Terminada la tempestad viene la calma, reza el dicho popular. Después de la peste negra de mediados del siglo XIV, que dejó a Europa sumida en la miseria y la desesperanza, sobrevino un periodo de florecimiento y prosperidad nunca antes visto: el Renacimiento, cuya extraordinaria simbiosis entre arte, cultura y humanismo sentó las bases del pensamiento científico y la Ilustración, dando por culminada la edad del oscurantismo medieval. De igual forma, espero que esta crisis sin precedentes en la historia moderna desde la Segunda Guerra Mundial, justificada o no (la historia ya se encargará de juzgarnos), sirva para hacernos entrar en razón y nos ponga en cintura. No he de ser tan iluso de esperar un nuevo orden mundial ni he de pretender que volvamos a la pacífica rutina del Homo sapiens cazador-recolector, muy previo a la revolución agrícola. Pero sí o sí se debería señalar un antes y un después (se vale soñar un poco) en la manera de gestionar los recursos naturales, de atender las demandas de las minorías étnicas y de los pueblos más desvalidos y precarios, de implementar modelos económicos más equitativos y justos, de establecer las prioridades sociales de los gobiernos, de regular los precios de las divisas internacionales, y un largo etcétera. De ser posible tanta belleza, las nuevas reglas del juego permitirían velar, por ejemplo, que el presupuesto asignado para los rubros de salud, ciencia y educación se equipare, por lo menos, con los fondos destinados para el gasto militar. Qué bueno sería que las tendencias y modas dictadas por frívolos deportistas y estrellas de la farándula fueran perdiendo relevancia, en favor de la atención que merecen escritores, librepensadores y científicos. ¿Será que dejaremos de llevar muerte y destrucción a donde quiera que vayamos? ¿Será que sepultaremos nuestros odios más viscerales y desarrollaremos un mayor grado de empatía? ¿O acaso seguiremos siendo la peor representación de nosotros mismos?

Las naciones del primer mundo, pese a las medidas draconianas adoptadas, se han visto rebasadas por los crudos acontecimientos. A su favor está el factor sorpresa, si se quiere, pues ni las proyecciones más pesimistas hubiesen vaticinado una emergencia tan intempestiva y apremiante. A pesar del redoble de sus esfuerzos, EEUU y gran parte de Europa (a excepción de Alemania, y Japón, Singapur y Corea del Sur en el bloque asiático) se han visto contra las cuerdas, quedando de manifiesto sus falencias logísticas y su insuficiente infraestructura sanitaria. Así pues, de qué sirven los poderosos arsenales nucleares, las grandes reservas de oro, los bellos estadios de fútbol de diseño futurista, los rascacielos de ensueño que casi rozan las nubes, si no se cuenta con una sincera voluntad política enfocada en materia ambiental, si no se protegen los intereses colectivos de los más desprotegidos, si no hay un plan estructurado y coordinado de colaboración internacional para tender la mano a los países de economías más frágiles, si no se acortan las brechas cada vez mayores entre ricos y pobres, si no se impulsan más programas institucionales de innovación tecnológica que enciendan la llama del conocimiento.

Esta pandemia, al obligarnos a permanecer confinados en nuestros hogares, nos ha dejado en evidencia como una especie insensata y mezquina. Basta con observar los ríos libres de deshechos industriales, los ciervos en los parques naturales pastando en santa paz, los delfines merodeando las costas en plan lúdico, los pavos reales exhibiendo su plumaje por grandes avenidas de ciudades fantasmas, para darnos cuenta de que somos seres altamente nocivos y en exceso egoístas. En la era del capitalismo salvaje sólo importan los bienes materiales y el vil metal; ese amor de vieja data que profesan las naciones industrializadas y las rancias plutocracias. Y en ese impúdico anhelo consumista nos hemos abandonado a la depredación sistemática de nuestras especies animales, hemos talado selvas y bosques a un ritmo vertiginoso, hemos secado ríos y lagos sin misericordia, hemos invadido el hábitat de la fauna silvestre, en ese enardecido afán de levantar junglas de acero y hormigón. Somos, en definitiva, más allá de nuestros reiterados vicios y muchas virtudes, la especie más peligrosa de cuantas hay, en nuestro delirio exacerbado de homínidos prepotentes, arrogantes y autosuficientes.

Vista la cadena desafortunada de sucesos recientes, que se han ido desarrollando con cierto suspenso, como un fin del mundo a cuenta gotas, cobra alguna vigencia la hipótesis Gaia, por lo menos para ser debatida en el plano filosófico, cuyo modelo define a la Tierra como un súper organismo vivo y autónomo con capacidad para autorregular sus condiciones esenciales. A pesar de los amplios reparos que dicha teoría acusa, dado su escaso rigor científico y tendencia marcadamente animista, quisiera pensar que la coyuntura actual responde a un complejo y elaborado mecanismo de defensa de la Madre Tierra, indicándonos el sendero por el cual habremos de transitar. ¿las ovejas encauzadas a su redil? En 2001, Stephen Hawking se aventuró a pronosticar que una de las posibles causas de la extinción de la raza humana, lejos de ser una hecatombe atómica, sería un virus genéticamente modificado, ya fuera de manera accidental o voluntaria. Obviamente, éste no será el caso. Pero que bien sirva como un llamado de atención, para que de ahora en más sigamos tomando las mejores decisiones. Ojalá, más pronto que tarde. Albert Camus nos legó su metafórica Orán (ciudad argelina donde se desarrolla su libro cumbre: La Peste), para descubrir en ella el verdadero sentido de la solidaridad en momentos de crisis severas e inesperadas. ¡Que sea éste el momento de aceptar el reto!