Jesús en el séptimo arte

Por: @elmagopoeta

Juan Fernando Pachón Botero

Más allá de consideraciones meramente religiosas y de credos de cualquier tipo, la idea acerca de Jesús ha suscitado un amplio interés a lo largo de todas las épocas, ya sea el personaje histórico, la entidad teológica o el ícono popular. Veamos pues las diferentes concepciones que se han tejido en torno a su figura a través de la historia del séptimo arte, sin entrar en disertaciones filosóficas ni disputas dogmáticas, pues los asuntos de la fe no tienen jurisdicción en los dominios de la razón.

En el ocaso del siglo XIX, antes de que Hollywood fuera siquiera fundado, la incipiente industria del cine mudo sacó rédito de la imagen de un Jesús iluminado, un ser divino arropado por un manto celestial, el Hijo del Altísimo que camina sobre las aguas, destierra demonios y domina las tempestades a voluntad, en Vida y pasión de Jesucristo, de 1898. Aquella puesta en escena teatral dotó a Cristo de un aire ingenuo, bondadoso y acaso pueril: una bienintencionada hagiografía respaldada por el creciente prestigio de uno de los hermanos Lumière, Louis, y patrocinada por las generosas arcas de fervientes grupos católicos, que fue utilizada en regiones apartadas de Asia y África con un claro propósito de evangelización. Ya en los albores del siglo XX, las grandes productoras tomaron nota de la amplia acogida que estaba teniendo la temática religiosa, y se lanzaron con decidido entusiasmo a la tarea de usufructuar la imagen del Redentor de largas barbas, pero siempre cuidándose de no herir susceptibilidades dentro de la comunidad cristiana. Tal era el respeto y prudencia al respecto, que muchas cintas de la época tan sólo se atrevían a exhibir su sacrosanta silueta a lo lejos, y en los casos más conservadores preferían mostrarlo de espaldas, con su grey por delante. Incluso, en la era dorada del cinemascope, en pleno esplendor del tecnicolor, sólo se alcanzan a observar los brazos y el dorso de un Jesús misericordioso que socorre a un sediento y exhausto Charlton Heston, al borde de la inanición, en su papel de Ben Hur, en 1959.

Una vez consumados los locos años veinte: el arrebato y el desenfreno que surgió como antídoto a los estragos que trajo consigo la Primera Guerra Mundial, llegaron los días de la Gran Depresión, el crack bursátil más infame de la historia. Por la misma época, incluso antes, Cecil B. DeMille ya escalaba las cumbres de la gloria, el faraónico productor estadounidense que estampó su firma en las más espectaculares realizaciones cinematográficas hasta aquel entonces, encontrando su nicho en el cine de espadas y sandalias (el popular género péplum). En Rey de reyes, de 1927, se muestra a un Jesús indulgente a través de la mirada de María Magdalena, la femme fatal que busca ser redimida de sus pecados, los pecados de la carne. Aquel Jesús edulcorado, estilizado, ataviado de una túnica impecable, de pelo corto y barba bien cuidada, desdice la apariencia del hombre de su época, el rústico carpintero convertido en pescador de hombres. Nicholas Ray, en el remake de 1961, profundiza en el conflicto interior del hombre que ha de despojarse de su naturaleza humana, para atender los inefables e inescrutables designios de su Padre Celestial. Así, el actor Jeffrey Hunter encarna a un Jesús menos alegórico, dotado de un leve carácter mundano, contraviniendo el modelo del Buen Pastor que guía a su rebaño, prestado del arte barroco y renacentista, con toda su carga de ideas preconcebidas y clichés, lo que el biólogo evolutivo británico Richard Dawkins acuñó con el término de meme, tan en boga por estos días.

No me perdonaría dejar por fuera de este recuento al Mártir del Calvario (1952), la entrañable producción mexicana rodada totalmente en interiores, dada la escasez del presupuesto, que año tras año, en época de Semana Santa, se exhibía con gran suceso en los teatros de Colombia. El español Enrique Rambal se metió en la piel de un Jesús íntimo, de ojos vidriosos y rostro circunspecto, que exhortaba a sus ovejas a seguirle en su cruzada espiritual, una imagen que se corresponde con el régimen monacal y el puritanismo de la época: aquel Jesús en éxtasis de redención, como raptado de un óleo de Velásquez o Caravaggio. A lo largo de la película se evidencian notables fallas técnicas, los diálogos están salpicados de frases hechas y lugares comunes y el matiz moral de los personajes transita entre las luces y las sombras; no hay términos medios ni claroscuros: los discípulos, excepto Judas, y la masa de seguidores, bañados en aroma de santidad; los centinelas romanos y los miembros del sanedrín, sumergidos en los más abisales pozos de la maldad, fungiendo de heraldos de Lucifer. Sin embargo, este Jesús en blanco y negro, de expresión sobria y figura escuálida aún conserva su especial encanto.

Quizás la representación más plausible de la vida de Cristo vino de la inspiración, de manera contradictoria, de un ateo, marxista, pederasta y pornógrafo declarado: Pier Paolo Pasolini, una rara avis, un poeta maldito, un iconoclasta sin remedio. El evangelio según San Mateo (1964), obra cinematográfica de corte neorrealista, aclamada por la crítica internacional, es sin lugar a dudas el retrato más personal y sincero que se ha hecho del Nazareno, cuya magnífica interpretación, llevada a cabo por el barcelonés Enrique Irazoqui, le otorgó a Jesús una naturaleza poco ortodoxa y en esencia contestataria, apartada de la interpretación clásica de los textos sagrados, así como de los cánones de estética y solemnidad que han de regir a una figura de su talla moral. En la cinta podemos apreciar a un Jesús privado de su tono melifluo y su discurso maniqueo, un hombre enjuto, cejijunto y carente de atractivo físico, que riñe con el prohombre luminoso y majestuoso del Hollywood más tradicional. En resumidas cuentas, un Jesús de carne y hueso, austero, en cualquier caso, virtuoso, y no el Jesús vaporoso que se confunde con las nubes. Y ahora cabe preguntarse cómo Pasolini supo alcanzar tal cota de excelencia y al mismo tiempo concebir una obra tan aborrecible y desdeñable como Saló, o los 120 días de Sodoma, en 1975. Meses después fue asesinado brutalmente por un joven prostituto.

Las décadas de los sesenta y setenta fueron prolíficas en lo que a la filmografía de Jesús se refiere. La historia más grande jamás contada, de 1965, una superproducción dirigida a tres manos, con el magistral David Lean a la cabeza (Doctor Zhivago, Lawrence de Arabia, El puente sobre el río Kwai), marcó un antes y un después en el cine de índole bíblico, pues a pesar de tener que abordar una historia mil veces contada – con final feliz garantizado -, halló en la ostentosa ambientación y en un lujoso reparto de actores consagrados una efectiva fórmula para conjurar lo trillado de la trama. Fue así como un joven Max Von Sydow dio vida a un Jesús más recio y temperamental, de mirada inquisitiva y provisto de cierto aire colérico, que rezumaba autoridad e inspiraba un profundo sobrecogimiento; un Jesús, además, que no tenía empacho alguno a la hora de expulsar a los mercaderes del templo, valiéndose de sus prodigiosas dotes oratorias y de la fuerza de su látigo. Curiosamente, el mismo actor sueco hubo de personificar más adelante al mismísimo Satanás en La tienda (1993), un cuento de terror de Stephen King, y al padre Merrim en El exorcista (1973): la versatilidad puesta al servicio del Bien y del Mal. Y corría el año 1973 cuando el Señor se vistió de rockstar en Jesucristo Superstar, una polémica adaptación cinematográfica de la exitosa obra musical de Broadway, donde un Jesús bronceado con aspecto de hippie californiano le canta a su Padre en las alturas, en tono de súplica, la noche anterior a su arresto en el jardín de Getsemaní. Como dato anecdótico: un tal John Travolta perdió la disputa por el papel protagónico con Ted Neeley. Memorable – y valiente -, también, la versión española, en formato de ópera rock, en la maravillosa voz de Camilo Sesto.

A medida que la industria cinematográfica se iba tecnificando, las películas basadas en la vida de Jesucristo se fueron tornando cada vez más elaboradas. En 1977 el director italiano Franco Zeffirelli (el mismo de Romeo y Julieta) firmó – y filmó – una de sus obras más ambiciosas: Jesús de Nazareth, miniserie de televisión británica – en formato de cine – que narra la vida del Mesías, recogiendo los relatos de los cuatro evangelios. ¡El actor inglés Robert Powell ganó la pugna por el papel principal, por encima de Dustin Hoffman y Al Pacino!, que no es poca cosa, gracias a su increíble parecido con el Jesús de las cartillas de catequesis. Así pues, un Jesús investido por la gracia divina, de grandes y penetrantes ojos azules y abundante y sedosa cabellera invadió la pantalla chica de millones de hogares, que veían en su radiante figura al verdadero Cordero de Dios, un Jesús idealizado, una marca registrada de la iconografía católica, ajena a las consideraciones geográficas e históricas de la Palestina de su tiempo. En 1979 los Monty Python asestan un golpe de genialidad con La vida de Brian, una ácida sátira con el sello inconfundible del fino humor británico, llena de gags desternillantes y diálogos políticamente incorrectos, que relata la historia de un desgraciado hombre de carnes fofas y aspecto rudimentario, contemporáneo a Jesús, que emula su aciago destino, del pesebre a la cruz, en el marco de una Galilea sumida en el caos y la agitación política. No es el Jesús explícito y sacro del Nuevo Testamento, pero bien puede ser ese Jesús metafórico que algunos llevan, a manera de expiación, dentro de sí.

A finales de la década de los ochenta llega a la pantalla grande el Jesús más problemático en términos de su conducta humana, de la lente del neoyorquino Martin Scorsese, en una de sus películas más personales e introspectivas: La última tentación de Cristo (1988), inspirada en la novela de Nikos Kazantzakis. Así, vemos a un Cristo de rudas facciones que siente miedo de morir, que duda de la difícil misión encomendada por su Padre, que se deja vencer por la ira, que se quema por dentro con el fuego de la lujuria; un Jesús prosaico, que se ríe a las carcajadas, que juega como un niño con los apóstoles, que llora sin consuelo; un Salvador que implora ser rescatado, un hombre común que no quiere ser Dios, un faro moral que a ratos se pierde en la oscuridad, un santo que peca, un cristo que ama en silencio a una ramera, un predicador que demanda consejos. El punto central de la historia ocurre en la cruz. Alerta de spoiler: Un Mesías atormentado, ya en los estertores de la muerte, es visitado por un misterioso ángel, que le invita a liberarse del yugo impuesto por su Padre. Jesús no hace caso omiso y con la complicidad de aquel extraño mensajero se baja de la cruz, desatendiendo su destino. Acto seguido, emprende el camino hacia su propia boda. María Magdalena, su amada, le espera. Ya en la intimidad del lecho nupcial cede a las tentaciones de la carne y aporta su semilla para fundar una familia, con la cual envejece, con toda su progenie como eje fundacional de su misión en la Tierra. Y es en su lecho de muerte que recibe una cruda revelación por parte de Judas: ha sido hechizado por el Diablo y ha cedido a sus encantos. Entonces se arrodilla ante su Padre, El Creador Supremo, y clama ser perdonado. Finalmente, Jesús retorna a su cruz y culmina la tarea inconclusa. Todo estaba en su confusa mente: un fugaz pensamiento que se hizo eterno. O quizás no. Diez años después, en 1998, José Saramago, el nobel portugués, lanza El evangelio según Jesucristo, una exquisita obra literaria que profundiza aún más en las complejidades de ser Cristo.

En pleno amanecer del siglo XXI, Mel Gibson, el eterno Mad Max, se sumerge en el proyecto de su vida: La pasión de Cristo (2004). Dieciséis años antes había perdido el pulso con Willem Dafoe por obtener el papel protagónico en la controvertida película de Scorsese, pero bien valió el tiempo para curar sus viejas ansias, en favor de manifestar su fe de católico recalcitrante, a través de una película hiperrealista, con trazos de cine gore y señalada de antisemita y sensacionalista. El Jesús que ora en el huerto está revestido de un aura de misticismo afectado. Es un judío abrumado que libra una batalla interior en función de desvelar el misterio que escapa a sus sentidos, en su espinoso tránsito de hombre a Dios. Su templanza es puesta a prueba una y otra vez, primero en su confrontación con el Ángel caído, en el desierto, y luego en su tortuoso camino hacia el Gólgota. El Jesús de la pasión, estoico e imperturbable, es blanco de la furia asesina de los centuriones romanos, quienes descargan toda la barbarie y odio en su inerme humanidad. Su piel severamente lacerada y su rostro envuelto en sangre, cuya hinchazón desnaturaliza su fisionomía, lo proveen de una fragilidad conmovedora, que enfatiza su condición humana e invita a la compasión. Pero el Libro de la Vida ya ha sido escrito de antemano: El Elegido se rehace de sus despojos y adopta su forma etérea, piedra angular de la tradición cristiana. En fin, un Jesús sin mayor novedad, más allá de la poderosa carga emotiva que transmite.

En la época actual, el cine épico-religioso vive sus horas más bajas (y el cine en general). Quizás mucho tienen que ver el auge, cada vez más creciente, de los superhéroes de Marvel y DC y el variado menú que se ofrece en el vasto universo de las plataformas de streaming. No obstante, se han hecho algunos esfuerzos aislados, pero aún distan de la calidad de antaño. En 2014 hizo su aparición ante las cámaras el Jesús más insustancial posible en Hijo de Dios. Aquel Ungido derivó en una triste colcha de retazos de todos los cristos clásicos, cuya apariencia de top model de revista para adolescentes le restaba credibilidad. No ha de ser muy grato para la Iglesia lidiar con un Jesús en modo Brad Pitt treintañero. Y luego vino el primer Jesús gay, en La primera tentación de Cristo, una tonta comedia de 2019: un bodrio con todas las letras. Pero entonces emergió de las sombras la versión más loca e irreverente de Jesús alguno, en el extraño multiverso de Rick & Morty (T6E7), un distópico y pendenciero Mesías que se regodeaba en su vanidad y luchaba a muerte contra Drácula. Se especula que en el 2024 Mel Gibson lanzará la secuela de La pasión de Cristo: Resurrección. Ya veremos con qué tipo de Jesús nos encontraremos.