La doble tragedia que vivió Medellín hace 128 años

Antecedentes históricos del primer acueducto de Medellín

Por: Juan Fernando Pachón Botero

@elmagopoeta

Un rey Midas nace entre las montañas

A finales del siglo XIX, Medellín no pasaba de ser una tranquila y acogedora villa, muy al estilo de los parajes bucólicos que ahora engalanan nuestra geografía, y su industrialización en ciernes ya dejaba ver algunos esbozos de progreso. Sin embargo, sus gentes no gozaban todavía de los privilegios que otorgan las grandes urbes a sus moradores, y muchas de sus zonas periféricas si acaso clasificaban como modestos caseríos o, en el mejor de los casos, como simples construcciones pastoriles, huérfanas de un plan serio de ordenamiento territorial y de una infraestructura física y tecnológica mínimamente eficiente.

Así pues, el sector agrícola y la industria textil fungían de motores que habrían de impulsar el desarrollo económico y social de la región, aún incipiente por aquel entonces. Era una época relativamente austera y sosegada, donde sus habitantes solían congregarse en las plazas públicas a departir amistosamente, así como en las parroquias a ejercer libremente su fe cristiana, sin mayores pretensiones, cautivos de una rutina cansina y en cierta medida confortable. No obstante, también floreció allí una selecta estirpe de hombres pujantes y emprendedores, que a fuerza de tesón y un marcado arraigo por su tierra dieron las primeras pinceladas de prosperidad a la ciudad, cuyo exponente más representativo y fascinante, sin lugar a dudas, fue el medellinense don Carlos Coriolano Amador Fernández (1835-1919), “el burro de oro”, bautizado así por sus más acérrimos contradictores, a pesar de su excepcional habilidad para hacer dinero y de su buen olfato en los negocios. Este plutócrata afrancesado de conducta transgresora y pensamiento libre, quien se jactaba de haberle obsequiado una sopera de oro macizo al rey Alfonso XII de España, fue el hombre más rico y poderoso de su tiempo, dueño de suntuosas propiedades y vastos terrenos en París – en los Campos Elíseos -, Amberes, Brujas, Bruselas, Nueva York, Kingston, Cartagena, Mompox, Santa Fe de Antioquia, Bogotá: un magnate con todas las letras. Fue tal su músculo financiero que hasta fundó su propio banco; una fortuna tan colosal e incalculable que se daba el lujo de organizar fiestas frecuentemente, auténticas saturnales criollas, que hubieran hecho sonrojar al mismísimo Luis XIV, el Rey Sol, el padre de todas las juergas, mismas que duraban hasta dos semanas, llevadas a cabo en su magnífico palacio, ubicado en Palacé con Ayacucho (donde está hoy el edificio del Café, a una cuadra del Parque de Berrío). Las crónicas de la época relatan que de sus fuentes manaba champaña en vez de agua y los músicos más virtuosos de la ciudad se abarrotaban allí para tocar en los múltiples salones palaciegos, dispuestos con las más exquisitas y generosas viandas, y adornados con vitrales de Bélgica, lámparas de Baccarat, motivos mozárabes, porcelanas de Sevres y alfombras de Aubusson. En otras ocasiones, prefería soltarse la bragueta y convocar a las prostitutas más finas y apetecidas de la bella villa, para satisfacer las fantasías sexuales y los más primarios instintos, tanto los suyos como los de sus numerosos invitados, en su majestuosa quinta de Miraflores (parte alta del barrio Buenos Aires), rodeada de exuberantes jardines, árboles de magnolio, estatuas de bronce traídas de Francia y lagos artificiales en cuyas aguas nadaban exóticos cisnes negros. Coriolano, cuyo nombre de ilustre general romano anticipaba sus extraordinarias proezas monetarias, era un excéntrico redomado, un contestatario sin par, un anticlerical rabioso, en una época donde la corrección política y la mojigatería eran ley. Dado su espíritu innovador e inquieto y su acentuada tendencia al cambio y al autoaprendizaje, trajo el primer cinematógrafo y el primer telégrafo a la ciudad, así como el primer vehículo a motor a Suramérica, un De Dion Bouton – con chofer francés a bordo -, el cual ostentó por las rústicas y empedradas calles de Medellín, aunque sólo marchó unas cuantas cuadras, antes de detenerse de manera abrupta debido a fallas mecánicas. Horas después, estalló la Guerra de los Mil Días, ya en las puertas del siglo XX. Tuvo siete hijos: seis mujeres y un solo varón, José María, el cual, según los cánones decimonónicos, estaba llamado a heredar su gran fortuna, siendo éste el señalado de perpetuar el apellido. Pero el azar es caprichoso y a veces se torna cruel.

Europa, el viaje fatídico

José María Amador, el preferido de papá, tuvo el mundo a sus pies desde el mismo instante de su alumbramiento, y creció con los lujos dignos de un príncipe de cuento de hadas, rodeado de profusas riquezas y extravagantes derroches. Al cumplir los 22 años contrajo nupcias con la oriunda de Envigado, la bella y distinguida Sofía Llano Echeverry. Don Coriolano y su esposa doña Lorenza Uribe, hija del reconocido político José María Uribe, vieron con muy buenos ojos la unión de su bienamado hijo con Sofía, miembro de una de las familias más prestantes de la región. Luego de consumada la boda, tan fastuosa como inusual, la joven pareja se embarcó de luna de miel hacia el viejo continente. El próspero industrial antioqueño y padre orgulloso, aprovechando la prolongada estadía de su hijo y de su nueva nuera en tierras europeas, se dio a la tarea de edificar un moderno y fabuloso palacio a los recién casados a orillas de la quebrada Santa Elena, cerca al Parque de Bolívar (donde está hoy el edificio Vicente Uribe Rendón, ubicado en la Playa con la Avenida Oriental). Don Coro, como le decían de cariño sus coetáneos, no escatimó en gastos ni esfuerzos y empleó todas sus energías en aras de culminar la construcción a tiempo, con la ilusión de sorprender a su retoño. Incluso, se hizo a los servicios del prestigioso arquitecto francés Charles Émile Carré, el mismo que construyó la Catedral Metropolitana. Casi dos años estuvieron por Europa José María y Sofía, tiempo suficiente para ver terminada la espléndida obra de ingeniería. A su llegada a Medellín, infinidad de curiosos se atestaron en las calles a observar al par de enamorados venidos de tierras lejanas, montados en su carruaje imperial, como si de la realeza se tratara. Los rostros expectantes aguardaban por los maravillosos tesoros traídos de Europa, y era tal la cantidad de enseres y bienes, que debieron ser transportados a lomo de bestia: ¡cerca de cincuenta mulas al servicio del capitalismo! Sin embargo, los murmullos de la muchedumbre presagiaron lo peor y una brisa helada arreció sobre la familia Amador, pues el joven José María llegó hecho ruinas, un hombre a medias, un remedo de lo que alguna vez fue, y a duras penas si podía sostenerse por sí mismo; lucía demacrado y envejecido, como si una peste del Medioevo le hubiese penetrado por los poros. Y en este punto se desencadenó una serie de eventos desafortunados.

¿Medicina o brujería?

Toda una corte de reputados doctores en medicina desfiló por los pasillos de la mansión de tres niveles, tratando de descifrar la cura a las extrañas dolencias de José María, importadas de suelo europeo. Sin ánimo de especular, muy probablemente el vástago de Coriolano halló sus males en virtud de sus aventuras amatorias: la dolce vita, pues es de amplio conocimiento que aparte de la fortuna de su progenitor, también le heredó sus costumbres licenciosas y variopintos excesos. Entonces, un rumor malsano y gris se propagó por las calles de aquella Medellín republicana y rezandera: el varón de la familia Amador padecía una enfermedad de amor. En palabras castizas: José María cargaba en sus entrañas una terrible sífilis, que luego derivó en una tuberculosis fatal. Muchos fueron los tratamientos propuestos por los galenos, pero hubo uno que tuvo especial acogida entre la atribulada familia, y que al día de hoy se antoja claramente descabellado, pues el remedio consistía en bañar al enfermo todas las mañanas muy temprano con leche tibia de vaca recién ordeñada. Y dicho y hecho, todos los días a los primeros rayos del sol, José María se sumergía en una tina de gran volumen, rebosante de leche traída directamente de los hatos de don Coro, cual ritual chamánico o baño místico medieval. Pero dicha receta, inspirada en la diosa Juno, no surtió el efecto esperado, y ese mismo año – 1893 – el heredero de la familia Amador y amantísimo esposo de Sofía, el refinado y culto José María, entregaba su alma al Señor, al Dios Consolador, como su devota madre, matriculada en el credo católico, lo creía con fe ciega. Don Coriolano Amador quedó destrozado, sumido en una honda pena, en un mar de melancolía, en un pozo existencial hiriente, azaroso, que ni siquiera pudo ser conjurado por las montañas de oro que extraía de sus minas del Zancudo en el suroeste antioqueño. La muerte de su hijo en sí misma le propinó un golpe devastador al boyante hombre de negocios, pero hubo un hecho aun mucho más trágico, que taladró las honduras de su conciencia por el resto de sus días. La tragedia llama a la tragedia.

La leche del rico, el dulce veneno del pobre

En los estertores del siglo XIX, una Medellín casi rural, aquella ciudad en blanco y negro (captada por la aguzada lente de don Melitón Rodríguez) en pleno proceso de modernización, aún no contaba con una sólida red de acueducto, lo que le restaba calidad de vida a sus habitantes y a su vez le confería cierto poder neurálgico a la quebrada Santa Elena, otrora importante recurso hídrico de la región, el cual atravesaba el centro de la ciudad en sentido oriente – occidente. Así pues, el uso que se daba de ésta variaba según el estrato socioeconómico, ya que los ricos la utilizaban como vertedero y alcantarilla y los pobres como baño público, zona de recreo y fuente de suministro para el uso doméstico y la preparación de los alimentos. Así el estado de cosas, en aquellos días en que se difundió la noticia de los malos vientos que soplaban en contra de la familia Amador, y en particular de la singular terapia matutina a la cual era sometido el enfermo de moda, las masas se arremolinaban a la vera de la quebrada, a la espera del “maná milagroso”, cortesía de don Coriolano y familia. Entonces, a eso de las ocho de la mañana, el remanente lácteo que bajaba raudo por las alcantarillas de palacio teñía de un tono blanquecino a la quebrada Santa Elena. Los ciudadanos más humildes y carentes de recursos recogían en baldes y ollas destartaladas aquella leche ya contaminada, que sin embargo para ellos representaba un artículo de lujo. Las consecuencias no pudieron ser más nefastas: cientos de personas en las condiciones más precarias cayeron enfermas, muchas murieron a causa de infecciones respiratorias, brotes virales, severos estados febriles y hasta síntomas de sífilis. Poco tiempo después de la muerte de su hijo, todavía aturdido por los crudos acontecimientos, don Coriolano apenas si pudo evaluar en su real dimensión la emergencia sanitaria, devenida en calamidad pública, que se desató por obra y gracia de las medidas desesperadas en torno a la salud de su heredero. Carcomido por el profundo remordimiento, y quizás como un modo de reparar en algo su ya de por sí irreparable error, acaso su maravilloso acto de redención tardía, Coriolano Amador, amo y señor de su época, se dedicó de aquí en más a patrocinar de su propio bolsillo – por intermedio de su conglomerado económico – todo tipo de obras sociales y urbanísticas, entre ellas el barrio Guayaquil con su imponente plaza de mercado de estilo vanguardista, la carretera Medellín – Santa Elena, el Puente Iglesias en Jericó sobre el río Cauca, bellas y audaces edificaciones de corte neoclásico, algunas de las cuales, a pesar del gen “demolicionista” de los gobiernos locales, se conservan incólumes a la fecha y forman parte vital del patrimonio cultural y arquitectónico de la ciudad, importantes vías arterias como las calles San Juan, Amador, Maturín y Alhambra y, en especial, el primer acueducto de Medellín, construcción que propició la tan ansiada separación de las aguas residuales respecto a las aguas para el consumo humano, mejorando ostensiblemente las condiciones de salubridad en la región.

Bajo la tierra se ocultan inefables secretos

En el año 2013, en el marco de la construcción del Tranvía de Ayacucho, se encontraron los restos vetustos de esta enmarañada estructura de ladrillo cocido, pegado con argamasa de arena con cal, cual hallazgo arqueológico de una antigua construcción romana. En marzo de 2019, a la altura de la Iglesia de la Veracruz, se inauguró un novedoso museo al aire libre, donde a través de un piso transitable de cristal reforzado se puede apreciar la artesanal red de tuberías, testimonio callado de una tragedia sepultada en las dunas del tiempo. Estimado lector, así que la próxima vez que circule por aquel histórico lugar, hoy gobernado por trabajadoras sexuales que exhiben coquetas su digna robustez, y por uno que otro comerciante informal con alma de prestidigitador, experto en el artero juego de esconder la bolita, ojalá recuerde que hace casi 130 años se entretejieron el dolor y el arrepentimiento, de cuya unión brotaron las primeras gotas de bienestar y desarrollo en la capital antioqueña, cuando Medellín aún olía a estiércol de caballo y las recatadas señoras, con su moral provinciana a cuestas y el crucifijo entre el escote, se echaban la bendición al ver a un hombre con el torso ligeramente desnudo; una ciudad en estado embrionario, exigua, ínfima, sin el ruido y el exceso de concreto y luces refulgentes que delatan el desbordado crecimiento urbano, la vorágine inmobiliaria. En el cementerio de San Pedro, antaño destino póstumo exclusivo de las clases más altas y encopetadas (convertido en la década de los ochenta y principios de los noventa, en cuna última de bandoleros y pistolocos), reposan los restos óseos de José María. Allí, en un viejo y lóbrego mausoleo de mármol, erigido por su padre en su honor, yace una madre desconsolada, con el rostro cubierto, petrificada por un dolor indecible, llorando la partida de su hijo, reptando su angustia abisal, infinita; todo un símbolo del sufrimiento que tuvieron que sobrellevar decenas de familias paisas en aquellos días aciagos de 1893.