El solsticio de invierno y la Navidad pagana

Por: @elmagopoeta

Juan Fernando Pachón Botero

El espíritu de la Navidad tradicional en gran parte del orbe, fundada en el seno de la Iglesia primitiva durante el pontificado del papa Julio I, reposa en un hecho que partió en dos la historia de la humanidad: el nacimiento de Cristo. No obstante, el origen de esta conmemoración de acentuado tono religioso se basa en un rito pagano, muy alejado de aquella visión bucólica y romantizada de los primeros cristianos, que ha sabido perdurar en el tiempo a través del fervor popular.

Así pues, en la Roma republicana, cuna del eclecticismo filosófico y sincretismo religioso, se llevaban a cabo las saturnales, impúdicos carnavales – quizás recogidos del folclor etrusco – que se celebraban en honor a Saturno, el dios de la agricultura y la cosecha, cuya fecha coincidía con el día más corto del año: el solsticio de invierno, fenómeno fundamentado en la posición de la Tierra respecto al Sol, tomando como plano de referencia el ecuador celeste, pues en esta época del año (entre el 21 y 22 de diciembre del calendario gregoriano) el polo terrestre del hemisferio norte se encuentra más alejado – en función de su distancia angular – del astro rey, acortándose la duración del día y prolongándose la noche. Del mismo modo, muchas tribus prerromanas celebraban la fiesta del Natalis Solis Invicti, puesto que a partir de esta fecha la duración de los días se iba incrementando paulatinamente conforme avanzaba el año: el triunfo del Sol Invencible sobre las tinieblas, lo que en términos religiosos encarnaba la victoria del Bien sobre el Mal. De hecho, según varios historiadores, la mayoría de religiones politeístas de la Cuenca del Mediterráneo adoraban a divinidades solares de Oriente, cuya conmemoración se situaba el 25 de diciembre. Sin embargo, la Iglesia no estaba muy a gusto con aquellas deidades non sanctas, y los teólogos y exegetas de cabecera del papa, en su arbitraria lógica binaria y retorcida tendencia maniquea, consideraron pertinente erigir a Jesús en la cúspide de la celebración, en lugar de aquel incómodo dios solar de cualidades dionisiacas que libraba año tras año su batalla contra la oscuridad y, peor aún, que incitaba a las masas a la orgía y al desenfreno, pues en tales circunstancias los romanos eran muy proclives a la vida mundana y licenciosa. ¡Arriba las togas y túnicas¡ ¡Abajo los prejuicios morales¡ Por orden del emperador de turno se decretaban siete días de ocio y descanso, las gentes intercambiaban generosos regalos y se vestían con sus mejores galas. También se organizaban abundantes y exquisitos banquetes públicos y el licor circulaba libremente por todos los hogares, en la medida de las posibilidades económicas de cada quien. Incluso, los esclavos eran despojados de sus cadenas y se alistaban para ser atendidos por sus propios amos, en calidad de hombres libres, sin temor a las reprimendas y severos castigos habituales. Asimismo, los campesinos abandonaban sus cultivos y parcelas, cambiando los azadones y rastrillos de hierro por una buena botella de vino blanco endulzado con miel.

Más de tres siglos después de los acontecimientos narrados en la Biblia, en la temprana Edad Media, a base de oídas y chismes infundados, una Iglesia aún incipiente pero en auspicioso proceso formativo, gracias a la mano generosa de Constantino el grande, su gran benefactor, resolvió beber de las fuentes paganas, razón por la cual tomó en préstamo los aspectos más relevantes de las saturnales, en favor de la sagrada natividad de su Mesías y Salvador Jesucristo, desechando de facto los rasgos heréticos de la celebración y dotándola de una solemnidad a prueba de impíos. Basta repasar los principales atributos de la Navidad moderna para constatar grandes similitudes con las saturnalias: regalos, vacaciones, espíritu familiar, fin del ciclo anual. Aunque cabe resaltar que ese talante religioso tan marcado no fue instaurado sino hasta el siglo VI por orden del emperador Justiniano, declarando la Navidad como la fiesta oficial del Imperio. Setecientos años después, en la localidad italiana de Greccio, el místico y religioso San Francisco de Asís, ya en el tramo final de su vida, una corta pero prolífica vida, tuvo la audaz idea, con la anuencia del papa Honorio III, de representar el nacimiento de Jesús valiéndose de los pastores locales y sus animales de granja: ¡un pequeño Belén en la provincia de Rieti!, lo que llenó de alborozo a los aldeanos, sumando el pesebre a la tradición católica; un origen más acorde, esta vez sí, al acervo cristiano. En cuanto al árbol de Navidad, una amplia corriente de etnólogos coincide en que fue tomado de la cultura celta, la cual solía adornar los robles de sus frondosos bosques con todo tipo de frutas y velas, dada la llegada del solsticio de invierno, la época más sagrada de su año solar. Vemos, pues, cómo muchos de los símbolos más arraigados de la Navidad han sido copiados de los cultos heterodoxos de los pueblos de la Antigua Roma, del norte de Europa y de las islas británicas, cuyo sofisticado y pragmático entendimiento de los cielos, de los ciclos lunares, del movimiento del Sol y de la dinámica del cosmos en general les procuró una visión muy particular acerca de su propia espiritualidad. En este sentido, la fiesta de Yule, la Navidad vikinga alusiva al solsticio de invierno, también contribuyó en gran medida con muchos de los elementos alegóricos que atañen a la Navidad típica en el mundo occidental. Quizás, el Papá Noel (Santa Claus en otras culturas) fue su aporte menos publicitado, pues todos los reflectores apuntan casi exclusivamente a San Nicolás de Barí, un obispo de Asia Menor del siglo IV, al cual se le atribuyen un sinnúmero de milagros y el hecho de haber donado su vasta fortuna a los pobres, en especial a los niños desamparados. No obstante, el vínculo histórico entre el anciano bonachón de espesas barbas blancas y las festividades de Yule es mucho más consistente y revelador, pues según la tradición vikinga en el día del solsticio de invierno, Odín, el dios de dioses de la mitología nórdica, suele surcar los cielos en su caballo blanco repartiendo regalos a los niños que se portaron bien durante el año, mismo modus operandi del entrañable Santa de los cuentos de Navidad.

Ahora bien, ¿realmente nació el Jesús histórico un 25 de diciembre? Y me refiero al Jesús histórico, puesto que el Jesús simbólico no resiste ningún tipo de análisis, dada su naturaleza sacra, consagrada en la fe católica, apostólica y romana. Porque los asuntos de la fe no se examinan bajo el prisma de la razón. En aras de salvar la discusión, es importante señalar que en los anaqueles de la historia no hay registro de documentos lo suficientemente contundentes que indiquen una fecha específica respecto al nacimiento de Jesús. Más allá de su valor como instrumento de fe, el Nuevo Testamento no debe ser abrazado como un texto de referencia histórica ni mucho menos debe ser interpretado en un sentido netamente literal. En este aspecto, la literatura seglar no brinda mayores luces acerca del advenimiento del Hijo de Dios. Abundan los testimonios no cristianos, los evangelios apócrifos, las hagiografías no autorizadas y demás relatos profanos, que no pasan de ser vagas, contradictorias y anodinas aproximaciones, meras conjeturas sin un hilo conductor común que revele una verdad unívoca. En cualquier caso, sagrados o no, basta señalar que dichos hechos fueron plasmados en los pergaminos eclesiales casi un siglo después de la muerte del Nazareno, gracias a la fuerza de la tradición oral, en una suerte de teléfono roto, una colcha de retazos de muchas historias sin un patrón claro y definido, lo que acarrea consigo un considerable margen de error. El historiador judeorromano Flavio Josefo, uno de los más probados e influyentes observadores de Palestina en tiempos de Cristo (al igual que el historiador romano Tácito), no aporta detalles concretos referentes al alumbramiento divino. A pesar de que no es posible establecer una fecha exacta del nacimiento, sí está claro que no pudo haber ocurrido en diciembre. Y hay razones de peso. Por citar un ejemplo, el evangelio de Lucas habla de un pesebre, de joviales pastores y mansas ovejas, pero si ubicamos dichos eventos a finales del mes de diciembre, época invernal en Cisjordania, la cronología bíblica naufraga en un mar de inexactitudes e incongruencias, pues no era muy factible la actividad del pastoreo en aquellos días, los más fríos y hostiles del año. El mismo evangelista cuenta acerca de un censo ordenado por el emperador Augusto, lo que se antoja harto improbable: el Imperio romano se cuidaba mucho de exaltar los ánimos – particularmente incendiarios y virulentos –  de los habitantes de sus provincias, máxime en medio de una ola invernal, razón por la cual un censo no parecía la mejor de las ideas, dado aquel escenario tan adverso, pues detrás de tales conteos poblacionales solían venir las cargas tributarias y los acuartelamientos forzosos, lo que les hubiera obligado a enviar a sus legiones en pro de salvaguardar el orden y así acallar el ímpetu de la turba enardecida, en unas condiciones climáticas poco propicias. En resumen, no hay información fiable para determinar una fecha más o menos certera acerca del nacimiento de Cristo, pero lo que sí está ampliamente comprobado es que no fue en el mes de diciembre (como dato anecdótico, este mes era el décimo del año en el antiguo calendario romano – hasta el año 153 A.C -. De ahí su nombre, derivado del latín). Sin embargo, el Clero y sus “inmaculados” e “infalibles” próceres ya han dictado la última palabra.

Sería imperdonable dejar pasar por alto la estrecha conexión histórica entre Jesús, eje central y faro espiritual del cristianismo, y Sir Isaac Newton, ícono cultural y faro intelectual de los hombres de ciencia. Según el calendario juliano (en el siglo XVII eran aceptados dos calendarios en Europa: el gregoriano para los católicos y el juliano para los protestantes), un 25 de diciembre de 1643 (fecha conocida entre los círculos intelectuales más conspicuos como el día de la newtondad) nació Newton, el “santo patrono” de los científicos y padre fundador de la física clásica, en el condado de Lincolnshire (Inglaterra). Una doble razón para conmemorar este importante día. O bien a través de las plegarias de los devotos creyentes. O bien a través del brindis de los apóstatas.