Las edades del amor

Por: @elmagopoeta

Juan Fernando Pachón Botero

Hay amores que endulzan la vida. Hay amores que hieren el alma. Hay amores que ensalzan el espíritu. Hay amores que se clavan como una daga Hay amores que duelen. Hay amores prohibidos. Hay amores secretos. Hay amores trágicos. Hay amores tan férreos, tan heroicos, tan espléndidos. Hay amores tan inciertos, tan insustanciales, tan estériles. Y hay amores que quedan esculpidos en el mármol del tiempo.

Pedro Abelardo y Eloísa escandalizaron a la Francia puritana y supersticiosa del siglo XII con su encendida pasión bajo cielo parisino; un tórrido romance que trascendió de la furia del sexo al agudo debate intelectual, cuyo intercambio epistolar entre ambos amantes refleja la altura de sus ideas. De la prolífica mente de Shakespeare brotó un amor manchado de sangre, un amor sellado a puñal y veneno, un amor que fue abatido por el odio visceral entre los Capuletos y los Montescos. Marco Antonio y Cleopatra forjaron su amor de leyenda sobre los cimientos de una alianza estratégica entre la todopoderosa Roma y la decadente dinastía ptolemaica en el marco de un Egipto que no era ni la sombra de la otrora fabulosa tierra de faraones. Oscar Wilde fue condenado injustamente al ostracismo por profesar un amor “ilícito”. Eduardo VIII abdicó al trono de Inglaterra en aras de consumar su amor con una plebeya. Leonor de Aquitania bebió de la sabiduría sufíe para hallar las claves del amor cortés. El Taj Mahal, más que una maravilla de la arquitectura, funge como un majestuoso mausoleo que eleva el amor a su máxima expresión. Pero no todos son amores épicos, dignos de una tragedia griega o un cantar de gesta; también hay amores cotidianos, simples, amores de barrio, amores de viernes en la noche, amores como los suyos y los míos, amores que nos iluminan desde la cuna hasta la tumba.

Una vez culminada la maravillosa aventura de la gestación, justo cuando asomamos la cabeza al mundo exterior, ya liberados de aquella oscuridad viscosa del vientre materno, lo primero que alcanzamos a percibir es el amable rostro de nuestra madre. Se configura entonces el amor más grande y legítimo, sacralizado a través de un vínculo de sangre; un amor a primera vista mutuamente correspondido, desprovisto de todo interés y malicia. El recién nacido, todavía envuelto en llanto, busca instintivamente el calor que le brinda su progenitora, reptando con torpeza hacia su tibio regazo. La madre en ciernes, exultante de júbilo y alegría, toma en sus brazos su obra perfecta y la acoge como el más preciado de los tesoros. La inerme criatura, aún sobrecogida ante un paisaje que se le presenta ruidoso y hostil, demanda la máxima protección de su nueva centinela y tutora. A cambio, el retoño bienamado expresa su amor inapelable valiéndose de su sonrisa franca y mirada vivaz. Es casi una ley de causa y efecto, la dualidad extraordinaria de amar y ser amado, el acto supremo de darlo todo sin esperar nada a cambio: un amor que se pacta para toda la vida.

Transcurridos los primeros años, ese amor posesivo y dominante se torna cada vez más auténtico. Amamos a nuestros padres no sólo porque nos cuidan y salvaguardan de todos los peligros sino porque simplemente son nuestros padres, los dadores de vida. Es un principio natural irrebatible que escapa a toda lógica. De forma paralela, empezamos a conocer a otras personas, otros espacios, otras posibilidades. Nos percatamos de que la vida continúa su curso allende nuestros hogares. Aparece la figura de los maestros, de los amigos del barrio y de los compañeritos de clase, y así vamos forjando lazos estrechos con unos y otros. Ya no todo gira alrededor de lo que ocurre de puertas para adentro en la intimidad del círculo familiar: la escuela se convierte intempestivamente en nuestro segundo hogar. Surgen, pues, los amores de infancia: cándidos, pueriles, vanos, despojados de cualquier rasgo sexual. Son efímeros, experimentales, lúdicos, castos. Jugamos a imitar a los adultos, a interpretar el rol de papá y mamá en su versión más entrañable y pura. Así, en la edad más tierna, el amor se manifiesta con delicadas caricias, besos que no son besos y ocasionales agarrones de mano. No obstante, a pesar de su genuina simpleza e ingenuidad a flor de piel, aquelllos amores primerizos nos abonan el terreno para lidiar con ese amor espinoso y conflictivo de la adolescencia y la pubertad.

El tránsito de la niñez a la adolescencia acarrea consigo las complejidades del ser humano; desnuda los vicios y realza las virtudes. Las hormonas, en su pico de hervor, exaltan los ánimos sexuales, que antes yacían ocultos bajo un manto de inocencia. Se empieza a experimentar, pues, la atracción física, y con ella sus efectos colaterales: mariposas en el estómago, mejillas sonrosadas, sudor frío y pulso trepidante. He aquí los síntomas del primer amor; un amor que se confunde con el erotismo, la genitalidad exacerbada y el apetito carnal, con el impulso instintivo de explorar aquel vasto imperio de los sentidos, pródigo en sensualidad y deleite. Sin embargo, es en esencia un amor problemático, dependiente, inmaduro, teñido de luces y sombras; un amor que nos aliena y nos vuelve sumamente vulnerables, predecibles, insensatos. En su ejercicio nos tropezamos, asimismo, con el desamor, las penas del alma y el sufrimiento del ser, y dada su alta carga hormonal solemos perder la objetividad y el buen juicio. A la par que aparecen los celos, las inseguridades y los complejos, afloran los placeres mundanos, el idilio amoroso, los besos furtivos, las miradas cómplices, la contemplación recíproca. De hecho, son amores tan intensos, frenéticos y recalcitrantes que a menudo dejan una huella imborrable.

Y luego llega la adultez responsable (?), y presumimos haber librado mil batallas de amor. Aquellas pasiones de verano, tan fugaces como ardorosas, van quedando sepultadas en el sótano de los recuerdos. Ya hemos probado el exquisito sabor del sexo urgente y atropellado; pero también hemos descubierto el acre olor del desprecio. Hemos aprendido que el odio y el amor se funden en un mismo éter, conviviendo peligrosamente el uno junto al otro, entrelazándose de forma misteriosa en una danza inescrutable. Así, para pasar de la velada soñada a la noche más amarga sólo basta una palabra mal empleada, un gesto descortés o un ligero desaire. Pero los golpes y las caídas nos hacen cada vez más fuertes, como un Ave Fénix que se rehace de sus cenizas una y otra vez. El amor ha pasado de ser un accesorio novedoso para constituirse en un rasero fiable de nuestra propia madurez. Es aquí donde empezamos a experimentar el verdadero amor romántico; aquella noción enaltecida, inventada por Petrarca a través de sus poemas y proezas líricas de mediados del siglo XIV. Empieza, entonces, una vertiginosa etapa de ensayo y error. Cada amor se traduce en un potencial compañero de vida, en un complemento del quehacer cotidiano. Más allá del frenesí de las pieles, el amor se torna en un instrumento pragmático, pues ya no sólo buscamos pasar un momento de deliciosa fruición, una arrebatada noche de copas, sino que además tratamos de hallar en el otro aquellos aspectos que nos han de indicar su valía para estar con nosotros, siempre en pos de edificar un bienestar en común.

Una vez cotejado el amplio espectro de posibilidades que nos ofrece el diario acontecer, no vemos con malos ojos unirnos a otra persona. Nunca será una empresa sencilla, pues en múltiples ocasiones nuestra imperfecta condición humana nos empuja hacia las trampas del azar, acaso sinuosos laberintos sin salida. Así pues, de nuestra capacidad de aguzar el instinto para acallar esa voz interior que duda, que gobierna nuestros actos con mano de hierro, depende el éxito, en términos de hallar la tan anhelada media naranja; aquella bella metáfora sobre el amor determinista y causal, que el poeta Aristófanes solía lanzar en medio de sus disertaciones platónicas. El otro, esa alma gemela que creemos haber encontrado, ya forma parte vital de nuestra existencia, y es acá donde empieza el verdadero reto. Es entonces cuando nos topamos de frente contra nuestra propia percepción del amor idealizado, pues en la etapa del enamoramiento nuestro cerebro suele obviar los finos detalles que resumen al ser amado y, por ende, nos arrojamos al vacío aferrados a una quimera, todavía encandilados por aquel extraño sentimiento que nos rebasa. Pero es esto apenas un rasgo evolutivo, pues de otra manera no podríamos perpetuarnos como especie, en el sentido de legar nuestros genes con el propósito de fundar una familia o un clan. No obstante, más allá de asuntos biológicos, sólo cuando aprendamos a aceptar al otro tal cual es, con sus excesos y sus carencias, con sus victorias y sus fracasos, con sus dichas y sus desventuras, habremos de triunfar en el difícil arte de amar, pues no sólo de los placeres de la carne y los dulces susurros en la oscuridad vive el hombre.

Para muchos, el vínculo de pareja es una cuestión de mero trámite o etiqueta social, un pacto de mutua conveniencia; para otros, una agotadora prueba de resistencia, un canto a la resignación, una elaborada puesta en escena para conjurar el temible “qué dirán”, el boca a boca. Sin embargo, cuando logremos interiorizar la poderosa fuerza motriz que subyace en las honduras del corazón, sólo así podremos paladear el amor sincero, probo, adulto y reposado que otorgan los años de continuo aprendizaje y refinamiento. Luego llegará el tiempo de honrar a los hijos, cumbre del verdadero y más sólido amor: seres rebosantes de candor y picardía infantil. Con todo, siempre serán los bebés de mamá, a pesar de las canas y las profusas arrugas. También habrá tiempo de amar a los hermanos, incluso en las diferencias y adversidades, a los hijos de nuestros hijos, que se desbocan como caballos en fuga en las fiestas familiares, a nuestros padres, que nos prodigan su amor infinito e incondicional (si es que aún tenemos la inmensa fortuna de tenerlos a nuestro lado), al recuerdo eterno de los abuelos, cuya mirada honesta y bondadosa suele quedarse grabada en la memoria. Y al final, en una época donde el amor se nos habrá de revelar en sus formas más sutiles, ya en el otoño de nuestras vidas, habremos de tomar de la mano a la pareja amada, la cual exhibe con orgullo sus imperfecciones y digna vejez, la misma que ha fungido como férreo sostén en las horas más bajas… Hasta que un día la muerte, la inefable muerte, en un acto caprichoso del destino, ose separar aquello que el amor unió.