Once temas musicales que deberías escuchar al menos una vez en la vida

Por: @elmagopoeta

Juan Fernando Pachón Botero

La música, esa gentil dama inspiradora, cuya extraordinaria capacidad de cautivar el ser, estimular las emociones más profundas y propiciar los placeres más mundanos se erige como un arte superior, un arte que logra fusionar la belleza, en algunos casos rozando lo sublime, con el sentido de la ubicuidad y el gozo elevado que produce.

El deleite sensorial que nos ha de proporcionar una bella melodía es capitalizado por nuestro sistema hormonal, en forma de dopamina, el neurotransmisor de la felicidad; es decir, una buena canción nos provee de agentes químicos que contribuyen positivamente en nuestro bienestar. La música ejerce un poderoso dominio sobre nuestro sistema límbico y sus intrincados circuitos neuronales y, además, sirve de catalizador en favor de unir a las personas. Los Masái danzan alrededor del fuego entonando proverbiales cantos tribales, con el propósito de estrechar sus lazos espirituales. Las hordas bárbaras solían atropellarse en sus batallas al fragor de sonidos guturales y exóticos himnos de guerra, invocando a sus dioses, inflamados de un éxtasis divino. Las legiones romanas fortalecían su moral al son del toque de las trompetas, el santo y seña que indicaba la proximidad del enemigo. Un grupo de amigos en el cénit de una celebración tararean las canciones de moda en símbolo de camaradería y regocijo. La música evoca gratos momentos, auspicia la amistad, engendra el amor, acrecienta el estado de ánimo, inyecta la pasión, brinda alborozo. Así pues, a continuación les comparto once temas musicales que deberías escuchar al menos una vez en la vida. Cabe aclarar que esta clasificación es esencialmente arbitraria. ¡Buen provecho!


  1. Back on earth de Ozzy Osbourne: la elegía de los “no muertos”

Ozzy Osbourne, el Príncipe de las Tinieblas, ha tejido en torno a sí una imagen gótica y bizarra, como de un ser de ultratumba, una rara avis de la oscuridad. Su acentuado maquillaje, su actitud iconoclasta, sus atuendos negros de Nosferatu medieval y una vistosa cruz de metal sobre su pecho le confieren un halo de rebeldía manifiesta y cierto misticismo extravagante, aunque él mismo ha confesado, sin pudor alguno, que toda esta parafernalia luciferina forma parte de un personaje mediático que ha construido en función de su carrera. Ya desde sus épocas de Black Sabbath cargaba con la fama de díscolo y contestatario. Se le acusaba de presidir misas negras, comer murciélagos y sacrificar gatos negros. Ya en su etapa de solista siguió cultivando sus viejos vicios de juventud, sumándole a su prontuario una latente propensión a la locura, tara genética adquirida, según él, por línea paterna. Dada su desbordada afición a la bebida, las drogas psicoactivas y las pastillas es casi un milagro que aún siga vivo al día de hoy, a sus 73 años. Ya alguna vez lo dijo: “ser adorador del Diablo tiene sus ventajas”. No obstante, sus palabras deben ser medidas con cautela, pues el sarcasmo forma parte vital de su modus operandi. Sin embargo, cuando se quita el traje de “villano” suele entregarse en cuerpo y alma al rito de su Iglesia anglicana, así como disfrutar de la compañía de su esposa Sharon, su bastión más invaluable. Así pues, tal parece que en Back on earth, de su álbum de 1997, The Ozzman Cometh, su alter ego del más allá ha regresado, triunfal, a la Tierra, venciendo a la muerte misma, en busca de redimir sus más hondos pecados… al tenor de su prodigiosa voz.


  1. Come, come again de Camilo Sesto: el grande del heavy metal que pudo haber sido y no fue

Camilo Sesto (no Sexto) pasará a la historia como el único artista de habla hispana en alcanzar 52 números 1 a lo largo de toda su carrera discográfica. Su vasta producción musical arrancó por allá a principios de los años setenta, estampando su sello de calidad y meticulosa preparación en cada uno de sus trabajos. No sólo cantaba, sino que también componía y producía sus propias canciones, hecho que le valió un amplio reconocimiento en diversos escenarios de España, EEUU y gran parte de Latinoamérica. En la memoria colectiva de mis contemporáneos ha quedado grabada su estrecha conexión con el género de la balada pop, mismo que lo catapultó al olimpo de la música romántica, con esa imagen idealizada de niño bueno, cuya figura esbelta, penetrantes ojos azules y melodiosa voz le valieron los suspiros de muchas de nuestras tías. Pero era tal su espectacular registro vocal y su proclividad para alcanzar agudos imposibles, que la balada romántica le quedaba francamente pequeña, razón por la cual supo incursionar con gran suceso – y poca difusión, para mi gusto – en el sofisticado mundo del rock. En 1975 se lanzó acaso en la empresa más ambiciosa de su vida: la ópera rock Jesucristo Superstar (cantando Getsemaní engrandeció al heavy metal), en su versión española, adaptando a su muy particular estilo la versión norteamericana de Broadway. A pesar de la feroz oposición de la ultraderecha católica española y de la postura retardataria del tardofranquismo, la obra obtuvo un éxito incontestable, quizás alcanzando su cresta como artista total. Uno de los momentos más emblemáticos de su prolífica carrera (extrañamente inédito), dando muestras de su increíble versatilidad, lo brindó en 1979 en el programa Aplauso del canal español TVE. Allí, montado sobre el escenario, con aquel vigor y fuerza histriónica que le caracterizaban (noten el falsete de su voz, muy al estilo de Barry Gibb, vocalista de los Bee Gees) interpretó Come, come again de su álbum Horas de amor; un crescendo sensacional, digno de escuchar una y mil veces. Bien lo han dicho muchos expertos en la materia: si Camilo Sesto hubiera nacido en Inglaterra habría sido el vocalista estrella de Deep Purple, Led Zeppelin o Iron Maiden, y en vez de rosas le hubieran lanzado ropa interior.


  1. Inmigrant song de Led Zeppelin: el rock de los dioses del norte

El explorador vikingo Leif Erikson, hijo de Erik el Rojo y apodado El afortunado, es considerado por muchos como el primer europeo en pisar suelo americano, incluso quinientos años antes de que Colón lo hiciera. Led Zeppelin, la mítica agrupación inglesa, le rinde un trepidante tributo a este nórdico de barba rubia y voluntad de hierro en su canción Inmigrant song de 1970. Un aullido casi enajenado abre el telón de esta excepcional experiencia auditiva: “Ahhhhhhhh, ah… ahhhhhhhhhh, ahh… We come from the land of the ice and snow …”. Las descargas de la batería en modo mitológico y el riff de guitarras saludan a la muchedumbre enardecida, que yace apostada en el recinto cubierto Laugardalsholl, en la gélida y próspera Reikiavik, capital de Islandia, la “tierra de hielo y nieve”, lugar escogido por la banda londinense para mostrar al mundo su épica obra. Las hordas de fieros guerreros escandinavos, con sus pesadas hachas al hombro y su mirada de fuego, surcando los bravos mares del norte a bordo de sus imponentes drakkares toman vida propia en el escenario a través de la portentosa voz de Robert Plant y de la furia animal encarnada en la guitarra de Jimmy Page. De seguro, Led Zeppelin ya tiene reservado un lugar de privilegio en el Valhala, a la diestra de Odín y a la vista de Thor y las más bellas valkirias, ávidos de escuchar “el martillo de los dioses”.


  1. El hombre con la armónica de Ennio Morricone: la belleza de lo simple

Nunca antes en la historia de la música sinfónica una modesta armónica se había tomado tales atribuciones: fungir como eje neural de una composición de tan alto y refinado sentido estético, por encima de instrumentos de tan noble prosapia como el piano, la guitarra acústica y el violín. Ennio Morricone, el genio y maestro que redefinió el concepto de banda sonora, fue el artífice de la gesta. Sergio Leone, el gran cineasta que supo llevar a otras esferas el género western, tan manido y previsible hasta aquel entonces, fraguó el ambicioso plan, la comunión definitiva entre imagen y sonido, fundiendo en un todo ambos elementos: un lienzo maravilloso de atmósfera agreste y notas en sol mayor entrelazadas, gracias a un novedoso efecto de reverberación (en acústica, reflexión sonora corta, muy diferente al eco). Charles Bronson, el frío y letal justiciero que tocaba la armónica a modo de admonición, y Henry Fonda, el presuntuoso forajido que no lograba descifrar el extraño ritual musical de su némesis y futuro ejecutor (perdón por el spoiler), rubricaron la escena perfecta. Y ahora con amor, de Italia para el mundo, el producto final, rodado en 8 mm: Érase una vez en el oeste, una verdadera joya del cine de vaqueros. Un duelo bajo el sol abrasador del tórrido desierto de Almería, imbuido de un aire espeso y enrarecido, al compás de una de la más bellas y espléndidas melodías en la historia del cine, y por qué no, de la música universal. En fin, Beethoven, Bach, Schubert, Morricone. No, no es herejía.


  1. El mareo de Gustavo Cerati y Bajofondo: la fusión del ayer con la modernidad

“¡Gracias… totales!», exclamaba visiblemente emocionado Gustavo Cerati ante una multitud abarrotada en el Estadio Monumental de Núñez, la casa del Club Atlético River Plate. Era la última vez que Soda Stereo, la icónica banda argentina de rock en español, tocaba ante su gran público, tan numeroso como devoto. Transcurría el año 1997. Fueron quince años de intensa y profusa actividad, dejando su piel en cada uno de sus conciertos: cinco lustros entre giras, estudios de grabación y una descarnada disputa de egos. Se saciaron de llenar estadios, de recibir premios, de vender discos, de acumular dinero, de robar corazones, de ser Soda Stereo. Y pagaron un alto tributo por su osadía: ya no se soportaban, ni siquiera se miraban a los ojos. Gustavo, Zeta y Charly eran tres perfectos desconocidos. La relación estaba rota. Era tan tensa, que no podían sostener ni una breve conversación sobre los asuntos cotidianos. Soda Stereo se esfumaba como una ráfaga de viento. No obstante la traumática y amarga separación del grupo, Cerati continuó su carrera de lleno como solista, explorando otro tipo de géneros musicales, desde el hip hop y la electrónica hasta el blues, el dream pop y la música autóctona argentina, aunque siempre conservando aquellos viejos rasgos del new wave británico. El mareo quizás fue uno de sus trabajos más innovadores y de mayor valía, el cual contó con la colaboración especial del grupo Bajofondo, encabezado por el virtuoso arreglista, productor y compositor argentino Gustavo Santaolalla, doble ganador del premio Oscar de la Academia en la categoría de mejor banda sonora. Era el año 2007 y sus seguidores celebraban aquel excitante tango electrónico. Tres años después, Cerati caería en estado vegetativo, víctima de sus propios excesos. Y un 4 de septiembre de 2014, cesaría su largo e infausto sueño.


  1. Adagio de Albinoni de Remo Giazotto: el bello clásico que no era tan clásico

De seguro, al escuchar esta apacible y melancólica melodía bien podría pensar usted que se halla ante una gemma meravigliosa del siglo de oro del barroco italiano. Su lenta cadencia y tono triste y dramático le imprimen un aura de solemnidad. La primera impresión que ha de asaltar a un escucha desprevenido es que se trata de un clásico de muy rancio abolengo, salido de la mente de un genio de otra época. Nada más alejado de la realidad. El Adagio de Albinoni ni pertenece al acervo musical del Barroco ni fue compuesto por Tomaso Albinoni, el compositor veneciano del siglo XVII al que se le atribuye erróneamente su autoría. El autor intelectual de este prodigio musical es Remo Giazotto, un prestigioso musicólogo romano que se dedicó a estudiar la obra de Vivaldi y la del mismo Albinoni. Según la versión oficial, Giazotto halló de manera accidental, en la Biblioteca Estatal de Dresde – Alemania – (destruida por los Aliados en los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial), un manuscrito con algunos vagos esbozos de una suerte de pentagrama, y dada su avidez por la obra del autor decidió trabajar sobre esta incierta base musical. Concluyen de manera unánime los expertos que dicha composición, la cual vio la luz sólo hasta 1958, corresponde enteramente al musicólogo italiano, quien pasará a la historia como el one-hit wonder de la música clásica, pues no se le conocieron más trabajos. Es tal el arraigo de este adagio en la cultura popular, que la han adaptado a su repertorio: los cantantes Dyango, Camilo Sesto (mi versión favorita), Ricardo Montaner y Myriam Hernández, el guitarrista sueco Yngwie Malmstee, el cuarteto de ópera Il Divo y la soprano inglesa Sarah Brightman, entre otros. No caben dudas, es una joya de la más alta estima.


  1. That was yesterday de Foreigner: ¡oh, l’amour!

En un intento por impregnarle un aire más adulto y contemporáneo al rock pesado de los setenta y al excéntrico – y siempre entrañable – Glam de los ochenta, cargados de riffs de guitarras eléctricas, luengas cabelleras y ritmo vertiginoso (en algunos casos estridente) surgieron de los suburbios de las grandes capitales musicales una serie de grupos con una propuesta más armoniosa y sosegada, sin caer en la melosidad y la cursilería barata. Fue así como brotaron de súbito bandas del tamaño de Journey, Toto, Boston y Foreigner. Esta última en particular me merece la máxima admiración, sin demeritar la calidad discográfica de las otras tres, por supuesto. Fundada en Nueva York en 1976, gracias al empeño y visión del guitarrista Mick Jones, Foreigner logró mantenerse en la élite de la industria musical durante casi una década, hasta 1987, cuando su musa se fue tornando cada vez más esquiva, razón por la cual fueron perdiendo vigencia de manera paulatina. Sin embargo, bastaron sólo diez años para perpetuar su exquisito legado a través de las generaciones. Su álbum de 1984, Agent Provocateur, les significó su único hit number one con I want to know what love is, una sensual canción. No obstante, That was yesterday, de ese mismo trabajo, bien pudiera haber ocupado aquel puesto. El tema perfecto para una noche de vino, rosas y sexo furtivo. ¡Qué viva el amor!


  1. Réquiem en re menor KV 626 de Mozart: una misa de muertos compuesta por un moribundo

Mozart el genio, el loco, el irreverente, el niño, el hombre, yacía en su lecho de muerte, desvalido, febril, en los estertores de su agonía. Sin embargo, su infinito amor a la música le empujó más allá de sus límites. Trabajaba con denuedo y ardor, en una frenética carrera contra el tiempo, contra la muerte misma que le acechaba inmisericorde, día y noche, dado un encargo de urgencia de un aristócrata de la época, quien quería ofrecerle una misa de difuntos a su muy joven esposa, recién fallecida. El Réquiem en re menor KV 626 fue el colofón glorioso de su obra musical. Mozart sólo alcanzó a componer las tres primeras partes. Su aventajado alumno, Franz Xaver Süssmayr, se encargó de terminar las dos últimas, previas recomendaciones de su tutor, ya bajo tierra. Más poética aún, la leyenda urdida por el cineasta checo Milos Forman, en su galardonada película Amadeus, de 1984, en la cual Antonio Salieri, el compositor italiano y a la postre su celoso “verdugo”, le ayudaba con el decidido fervor de un aprendiz a sacar adelante aquel encargo musical, acaso la misa de su propia muerte, mientras éste le suministraba a cuenta gotas el veneno que acabaría con su vida. Pero no, la película carece de rigor histórico (esas licencias que se dan los grandes directores de cine), mas no de excelencia y calidad cinematográfica. Lo cierto es que Wolfgang Amadeus Mozart murió a los 35 años, hinchado como un pez globo y fuera de sí, víctima de un severo reumatismo. Corría el año 1791. No obstante, su legado musical le ha procurado la inmortalidad. El Réquiem, su manifestación más excelsa de belleza.


  1. The show must go on de Queen: más que una triste canción de despedida

En los albores de los noventa la banda británica Queen trabajaba en su último álbum: Innuendo. Brian May se acercaba a Freddie Mercury con un trozo de papel en su mano. Traía una canción que había compuesto especialmente para que él la cantara, su muy querido amigo, dueño de una de las voces más grandiosas que recuerde la humanidad, a la altura de un castrati del siglo XVIII. El título de aquella melodía – The show must go on – no podía ser más sugestivo y acorde al crudo momento que estaba viviendo la banda, pues por aquella época Freddie, su reluciente faro, se encontraba en un estado de salud bastante precario a causa del SIDA que venía padeciendo desde hacía años atrás. Estaba en su etapa terminal y era tal su extrema debilidad que no podía valerse por sí mismo. Según confesó en una entrevista el ex guitarrista de Queen y doctor en astrofísica – con vínculos con la NASA -: “dudaba de que estuviera dispuesto a cantarla”. Pero como el Ave Fénix, se levantó de su silla, se tomó un trago de vodka y la cantó con los bríos de un cantante de ópera. Su rostro estaba tan demacrado y lacerado por la enfermedad, que para las últimas apariciones en público tenía que salir cubierto por una gruesa capa de maquillaje, cual si fuera una geisha del Japón feudal. Freddie Mercury murió un 24 de noviembre de 1991 en los brazos de su novio, pero nos dejó una oda de fortaleza y paz interior, una obra de arte para la posteridad: ¡el espectáculo debe continuar!


  1. El triste de José José: el debut más auspicioso en la historia de la música latina

“De México la melodía El Triste, bajo la dirección del maestro José Sabre Marroquín. Canta José José”, dice la bella presentadora, vestida con un elegante traje rosa. Se escuchan algunos gritos de ovación, tal vez augurando lo que se viene. Un jovencito desconocido hasta entonces, de aspecto aniñado y tímido andar hace su aparición ante el respetable auditorio, apostado en el Teatro Ferrocarrilero de la ciudad de México, en el marco del segundo Festival de la Canción Latina de 1970, hoy conocido bajo el nombre de Festival OTI de la Canción. Entra la orquesta con el furor y la sincronía que reclama la ocasión. El imberbe cantante se acerca al micrófono. Su poderosa voz de barítono lírico inunda la sala, y a medida que progresa en su interpretación se va ganando al exigente público… Hasta que irrumpe con aquel memorable sol sostenido que demanda la canción, una gesta sólo apta para los elegidos. Ya es el amo y señor absoluto del espectáculo. En gesto de admiración, el consagrado Marco Antonio Muñiz observa, embelesado, con la boca abierta, y Angélica María (la madre de Angélica Vale) y Alberto Vásquez aprueban complacidos el afortunado debut. Caen rosas rojas sobre el escenario, saludando a la joven promesa que ha culminado su impecable presentación. Algunas mujeres se acercan a abrazar a la estrella en ciernes. La concurrencia, tanto los famosos como los anónimos, se levanta de sus asientos y un sonoro aplauso invade la noche durante casi tres minutos. En su sonrisa se ve reflejada la euforia de la masa enfebrecida. José José ha presentado sus credenciales de artista, cumpliendo con creces las expectativas. Ha nacido el Príncipe de la Canción. De manera casi inexplicable, el jurado le otorga el tercer puesto. Se escuchan algunas voces de protesta. Pero qué ha de importar esa frivolidad, si reza la leyenda urbana que hasta el mismísimo Charles Chaplin perdió un concurso de imitadores de Charles Chaplin. Gajes del oficio.


  1. Sarabande de Händel: cuando el cine y la música rozan la perfección

En pleno siglo XVIII un joven irlandés de origen humilde sueña con pertenecer a la nobleza británica. No dudará en hacer lo que sea necesario para lograr su cometido. Su ímpetu, encanto natural y espíritu indomable lo llevan a escalar las escarpadas cumbres de la aristocracia y a ser ungido con los más altos honores militares. Pero sus malas decisiones y obstinada vanidad lo lanzan al abismo existencial. Stanley Kubrick llevó al cine las peripecias y desventuras de aquel joven (protagonista de la novela picaresca de William Makepeace, La suerte de Barry Lyndon), en la cinta de 1975, Barry Lyndon. La película ha sido aclamada, a lo largo de las décadas, por los amantes del séptimo arte. Más allá de la proeza técnica de su novedosa fotografía – ¡a la luz de las velas! -, uno de los puntos más altos recae en su banda sonora: Sarabande, de Georg Friedrich Händel, una de las piezas fundamentales del Barroco. El duelo a muerte entre Barry Lyndon y el capitán Quin, fruto de una disputa de amor, adquiere su real dimensión gracias a los bajos en re menor que acompasan la sobriedad y temple del joven Barry y el miedo evidente del capitán, quien a lo último resulta “vencido”. Quin yace “sin vida” bajo la luz del sol y Barry Lyndon huye en busca de una mejor suerte.  Pero todo forma parte de una astuta treta: el capitán Quin se levanta incólume, ya con el camino libre para consumar el amor. Más adelante, en su etapa de noble usurpador, la desgracia irrumpe en su vida y comienza su caída libre hacia el abismo. Su adorado hijo, la luz de su vida, sufre un grave accidente, cayendo de forma aparatosa de un brioso caballo que él mismo le había regalado el día de su cumpleaños. Su bien más amado muere lentamente en su pequeña cama. El suave sonido de los violines y el golpe seco de los tambores le brindan una sentida y lóbrega despedida a su dulce niño. ¡Händel y Kubrick en estado puro!


Bonus track. Whisky in the jar de Metallica: de los pubs de Irlanda a los estadios del mundo

Y cómo dejar por fuera a Metallica, una de las bandas más insignes de la historia del rock, y su entusiasta homenaje a la atávica cultura celta, con su versión de 1998 de Whisky in the jar, canción que narra las desventuras de un bandolero que es traicionado por su mujer. Un cuento popular que se convirtió en un clásico del folclore irlandés a través de la tradición oral. La banda dublinesa Thin Lizzy, en su versión de 1972, contribuyó, en gran medida, a que la canción adquiriera cierto renombre internacional, cruzando las fronteras más allá del mito local. Pero en el anochecer de los noventa, Metallica le imprimió su toque mágico y tono heroico. Un tema perfecto para escuchar al calor de unas cervezas.