Sabor de barrio
Por: Juan Fernando Pachón Botero

@elmagopoeta

Colombia, patria de caudillos, clérigos y legisladores del más rancio abolengo, la cual vio nacer al maestro José Álvaro Osorio (conocido en la élite musical como J Balvin) y al niño Ramoncito (los de mi generación sabrán de quién les hablo), también es tierra pródiga en triunfos morales, recitados hasta el cansancio, como mantras impuestos por un decreto imperial. Somos una república fértil en los asuntos del ego y el amor propio, muy dada a cultivar clichés infundados que se repiten una y otra vez hasta convertirlos, a fuerza de nuestra tradición oral, casi en dogmas de fe.

Así pues, alegamos tener el segundo himno más bello del orbe, sólo superado (y por una nariz) por el que entonan con orgullo los franceses: La Marsellesa; presumimos con enardecido entusiasmo acerca de las bondades culinarias de la bandeja paisa, y defendemos con hacha y machete su condición de exquisitez gastronómica latinoamericana; nos lamentamos año tras año porque nuestras bellas representantes en el reinado de Miss Universo son atracadas vilmente por jurados inescrupulosos, vendidos a supuestos intereses desconocidos, ¡y ay de aquél que ose refutarlo!; nos rasgamos las vestiduras porque nuestros equipos de fútbol suelen ver truncados sus anhelos de gloria en los torneos internacionales por culpa de la mano negra de los árbitros; y como si fuera poco, ostentamos el título que nos acredita como el país más feliz sobre la faz de la Tierra. Y quizás dicha dignidad, en apariencia presuntuosa y vacía, tenga algo de fundamento. Basta echar un vistazo por nuestros empinados barrios, encumbrados en la cima de las laderas, para descubrir algo de cierto en tan noble distinción. Aquella plenitud gozosa de la que tanto nos ufanamos, siendo exhibida como el más valioso de los trofeos, es una característica innata de nuestra raza tropical y querendona, la cual llevamos impresa en nuestro ADN, acaso un rasgo genético dominante, muy propio de nuestro acervo cultural inmaterial. Es casi un hecho científico. Aquí, en el país del Sagrado Corazón y la Virgen de Chiquinquirá, la felicidad funge como patrimonio nacional, pese a los avatares del azar y a los más amargos eventos.

La tienda

El acogedor escenario donde confluyen responsables asalariados, jubilados de labia prodigiosa y vagos con doctorado en las lides de la pereza es la tienda del barrio. Allí se abarrotan los ciudadanos para observar los partidos del equipo de sus amores, donde luego debaten los pormenores del juego al calor de unas tres o cuatro cervezas (¡o veinte si la discusión se torna sabrosa!). Es el espacio ideal para conjurar los contratiempos del día y encontrar sosiego en la grata conversación, en las caras amables de los vecinos. Cuando no es el torneo rentado el factor aglutinante, entonces cualquier asunto de la cotidianidad sirve como excusa para convocar a la clientela. Se pueden discutir temas tan dispares como el alza de los precios de la canasta familiar, la controvertida elección de la Señorita Guainía, el inflamado discurso del señor presidente, o el bigote de prócer mexicano que se dejó crecer tal o cual artista de la farándula criolla. También sirve de cálido refugio donde se dan cita los noviecitos de toda la vida, pero ahora vinculados en sagrado matrimonio, cuyo romance empezó a brotar desde la época escolar, al son de un mango biche con sal, y se hizo flor en los subrepticios bailes de garaje. ¡Qué San Antonio de Padua, el santo de los enamorados, les mantenga encendida la llama! “Hoy no fío, mañana sí”, reza un cartel de letras grandes dispuesto en lugar visible. No ha de faltar el cándido visitante que vaya al día siguiente y se encuentre con la misma sentencia apocalíptica, por los días de los días, amén.

La santa misa

Las venerables señoras, camándula en mano y crucifijo en pecho, acuden a la misa dominical vestidas con sus mejores ropas y bañadas en aroma de santidad. Por lo general, suelen ir acompañadas de toda su prole, a paso de vencedores, como querubines en tránsito hacia el Reino de los Cielos. Rozagantes mozalbetes en su hervor hormonal devoran con sus miradas impúdicas al ramillete de curvilíneas y coquetas señoritas que, con sus diminutas minifaldas galopando entre sus muslos, peinados de concurso y escotes que delatan su maravilloso exceso de piel, no dejan lugar a la imaginación. Incluso los monaguillos y el ilustre párroco ceden a sus encantos femeninos y las reparan de soslayo, previa señal de la santa cruz, no vaya a ser que el Creador Supremo los esté atisbando desde una nube. Los jefes de hogar lucen sus zapatos de charol y sus pantalones de lino perfectamente planchados, atentos al desarrollo de la celebración litúrgica. Pequeños diablillos bromean, musitan y ríen disimuladamente, mientras sus padres los reprenden con ojos inquisidores. Adorables ancianos se entregan mansamente a los brazos de Morfeo, arrullados por la estereofónica voz del sacerdote en la solemne homilía. Y en la medida en que la sacra eucaristía avanza y el cura se sumerge en hondas doctrinas teológicas, se entretejen solapados cortejos adolescentes: ¡se gestan los nuevos amores! En fin, el barrio en pleno acude al llamado del Señor. A la salida de la iglesia, el pordiosero oficial de la parroquia yace a un costado con su tarrito a reventar de monedas de quinientos y billetes de dos mil pesos. ¡Ya quisiera el Clero semejante botín!

Los locos

Los loquitos del barrio, híbridos extraños entre faquires de la India lejana y profetas del Antiguo Testamento, recorren las calles revelando sus tiesas cabelleras y sus pieles curtidas por el inclemente sol. Todavía resulta un misterio para la ciencia moderna cómo hacen algunos para administrar esos cuerpos atléticos y esbeltos: ¡pura fibra de caballos de feria!, que ya quisieran para sí los top models más encopetados. “Lástima la carita”, dirían las niñas bien. A pesar de su adversa condición, he conocido algunos que portan con orgullo sus percudidos cachacos de mil batallas, los cuales usufructúan los 365 días del año, llueva, truene o relampaguee. En algunos casos les acompaña un perro macilento de noble expresión, fiel escudero en sus agrestes travesías urbanas. Un loco sin su buen palo no es un loco genuino, parido en estas tierras ecuatoriales. Un elemento clave de su ajuar mitológico es aquel proverbial artilugio de madera, con el cual espantan a las hordas de mocosos traviesos y defienden el territorio de sus colegas orates. En el atávico ejercicio de lanzar proyectiles rocosos no hay quien iguale su extraordinaria puntería. Son dueños de una fuerza bruta descomunal, y dicen las malas lenguas que poseen un vigor sexual portentoso, digno de estrella del cine porno italiano. A menudo se les ve inmersos en místicas peroratas consigo mismos. Casi nunca tienen la razón en tan descabelladas discusiones. Pero no sólo aquella locura errante es patrimonio exclusivo de los varones, pues también suele clavar sus turbias fauces sobre las damas, y éstas, en el estricto cumplimiento de sus obligaciones, llegan a ser incluso más temperamentales y agresivas… y hasta tienen mejor puntería. Doy fe de ello.

Las chismosas

Otro gremio de lo más pintoresco, fiel exponente de nuestro folclor macondiano, es el de las chismosas del barrio, las cuales llevan a cabo una juiciosa labor de vigilancia sistemática, desarrollando, a lo largo de su abnegada cruzada, un olfato sumamente sofisticado, propio del más avezado espía soviético en épocas de la Guerra Fría. Para tal fin, se arman de escoba y trapero, con el pretexto de limpiar las aceras y accesos de sus viviendas. No se pierden ni el más mínimo movimiento de sus vecinos, ni la más mínima respiración. ¡Y ay de aquél que esté en malos pasos o que caiga en desgracia con alguna de estas matronas! Se saben el nombre completo, la heráldica nobiliaria, los apellidos de la segunda generación y hasta el árbol genealógico de casi todas las familias del sector. Una vez terminados los oficios del hogar, se atrincheran en los balcones al ritmo de un tinto y un cigarrillo, o en su defecto asoman el ojo por entre las cortinas de las ventanas, alertas a todo tipo de escándalos, riñas de medianoche, líos de faldas, épicas borracheras, amantes furtivos o novios mal estacionados. Expertas en enmarañar vidas ajenas y desbaratar matrimonios, por las noches se reúnen en aquelarres clandestinos con el fin de compartir las experiencias del día y recoger información importante en aras de engrosar su extensa base de datos: ¡su más preciado tesoro! En fin, qué sería de la compleja red de comunicaciones de nuestras comunas sin estas aguzadas investigadoras. ¡Las lenguas más rápidas y afiladas del oeste!

El picadito de fútbol

Rodillones oxidados, habilidosos desatados, artríticos cuarentones, raudos adolescentes, quijotes desgarbados, sanchos adiposos, tarzanes vigorosos, alcohólicos sin cura, abstemios redomados, creyentes devotos, ateos declarados, lobos astutos, mansas ovejas, todos son bienvenidos al picadito de la cuadra. No importa el sol canicular ni la lluvia copiosa. La caprichosa esférica rueda sobre el asfalto, y la magia se apodera de las calles angostas, y en los casos extremos, de las lomas más pronunciadas: ¡la gran epopeya balompédica! Sobresalen las caras enrojecidas, las trepidantes palpitaciones, las figuras escuálidas, las barrigas prominentes, la vorágine de piernas, la más sublime anarquía. Los goles se dejan venir a ritmo desenfrenado; caen como un rosario, como un maná milagroso. Y también los reclamos a la hora de ratificar las anotaciones: que la pelota pasó por encima de la cintura, que venía carro, que tocaron al arquero, que se metió un perro a la cancha, que una encorvada octogenaria se atravesó. Al final del cotejo, derivado en “cruenta batalla”, en encomiable disputa, se ha perdido la cuenta del marcador: 20 – 19, alegan los de camiseta; 19 – 20, replican los de torso desnudo. Para evitar el desgaste, el asunto queda saldado en tablas, salvaguardándose el honor y el buen nombre de los participantes en tan “magno acontecimiento deportivo”. La recompensa no se hace esperar: una efervescente bebida en glacial ebullición pasa de mano en mano, como si fuera el mismísimo trofeo de la Copa del Mundo, a puro pico de botella, sin ascos, sin miedos. Con el perdón del eximio patricio venezolano, el señor Manuel Antonio Carreño, autor del manual que lleva su apellido, qué cuentos de normas de higiene y urbanidad. “Si no nos matan las bacterias y virus, nos va a matar esta sed tan verraca”, vocifera exaltado un elocuente quinceañero, mientras aguarda impaciente su momento de gloria.

La viejoteca

Es sábado en la noche y el cuerpo bien lo sabe: ha llegado la hora de agitar el esqueleto. Los comensales van arribando unos tras otros a la francachela en ciernes, enseñando sus más vistosas prendas y delatando sus urgencias mundanas, dispuestos a castigar el cemento hasta las últimas consecuencias. Suena la “Guarapera” y el pavimento de la terraza se estremece cual movimiento telúrico. Un simpático hombrecito que roza los cincuenta años se abre paso, eléctrico y resuelto, a través de la espesura de pieles sudorosas, en busca de pareja. La tía que hizo curso para vestir santos le hace ojitos a cuanto mancebo se le cruza en su camino. Transcurrido un mar de brindis entre tonada y tonada, una suerte de Michael Jackson local, haciendo buen uso de la ecléctica colección musical del DJ improvisado, hace las delicias del público con sus extravagantes y felinos pasos de “música americana”, es decir, de un pop-rock de los ochenta. A medida que la noche envejece y el aguardiente se torna más abundante, las mujeres escasas de gracia se van convirtiendo en bellas doncellas y los tímidos caballeros, en superhéroes de Marvel. El sol amenaza con los primeros rayos, los borrachos naufragan en sus propios efluvios estomacales y uno que otro donjuán enamorado – ya en su sano juicio – observa con espanto cómo su “hermosa princesa medieval” va mutando a su estado natural: una horrible criatura antediluviana. “Dios mío, si con el guaro te he ofendido, con este guayabo te pago, … y hasta me quedas debiendo”, balbucea, imbuido de pleno arrepentimiento y con andar atropellado, el último guapo en pie del vertiginoso agasajo, ad portas de morder el polvo.

El placer de comer

La oferta culinaria y su exótico menú de viandas y sabores autóctonos está al orden del día. Los puestos informales de nuestra cocina vernácula se aprecian a todo lo largo y ancho de la avenida principal, con toda su carga aromática y explosión multicolor: hamburguesas trifásica con doble queso y tocineta y diez tipos de salsas: ¡el microcosmos del sodio y las grasas trans!, perros calientes extra largos coronados con ripio de papa y huevos de codorniz cuidadosamente seleccionados, pizzas hawaianas con piña sobre la piña…y si acaso algunos trozos de jamón, salchipapas empapadas en aceite vegetal de quince días, cucuruchos de tres pisos a razón de doscientas calorías por piso, empanadas vaticanas (una por cuatrocientos, tres por mil), copas de fresas y melocotones con crema chantillí aderezadas con finos toques de chocolate – y de ñapa dos crujientes barquillos -, y un sinfín de delicias gastronómicas del más incierto “pedigrí”. Su escaso valor monetario es directamente proporcional a su aporte nutricional e inversamente proporcional a su contenido calórico, ¡así cómo nos gusta a los pobres, los de sangre montañera! Y eso que, en el caso de las hamburguesas y los perros calientes, dados su descomunal tamaño y variopinta cantidad de ingredientes, un gran porcentaje de éstos tienen como destino inapelable el pantalón recién lavado o, en el mejor de los casos, los zapatos esmeradamente lustrados. “Y que no me vengan con el discurso de la elevada presión arterial y la bendita azúcar en la sangre, que de algo nos tendremos que morir”, pensará el extasiado parroquiano, mientras devora con avidez el suculento manjar callejero.

Así pues, sólo resta esperar con infinita paciencia y suma responsabilidad ciudadana a que “cese la horrible noche”, como bien lo plasmó en nuestro himno el presidente poeta Rafael Núñez trece décadas atrás; a que empiece a regir la tan cacareada “nueva normalidad”; a que aprendamos a conjugar, de ser viable, el verbo transitivo de moda: reinventar, un lugar común que ya se torna molesto; a que se reanuden y fortalezcan las relaciones lúdico-afectivas, de momento secuestradas, de un muy reciente pasado; a que la dinámica social recupere su inercia habitual. Confiemos, entonces, a que retornen pronto aquellos entrañables y encantadores días, cuando éramos tan felices y no lo sabíamos.