El poder de la risa

Por: @elmagopoeta

Juan Fernando Pachón Botero

A lo largo de la historia, el humor se ha constituido en una expresión de libertad y regocijo, que suele aliviar al espíritu de sus tensiones mundanas, pero también funge como un contrapoder sumamente efectivo, que señala las miserias y los vicios más bajos de las clases dominantes y de los poderes fácticos en general.

El arte de hacer reír es un asunto serio, muy alejado del trasnochado cliché del pastelazo en la cara o la caída aparatosa, fuente de cuyas aguas solían beber las comedias del cine mudo. El humor – y la risa en su éxtasis emancipador – es al mismo tiempo el bálsamo de las masas, muchas veces oprimidas, y el azote de los poderosos, muchas veces autoritarios y despóticos, lo que los convierte, por norma, en sus mayores detractores.

La Evolución misma ha marcado el destino de la risa como una condición sine qua non para definir la naturaleza de lo humano, pero también como una respuesta biológica a los estímulos del entorno, pues el tránsito de los homínidos, desde su condición de mamíferos cuadrúpedos – cazadores-recolectores – a bípedos de postura erguida – agricultores sedentarios – favoreció su sistema cardiorrespiratorio y sus funciones pulmonares en particular, así como su capacidad torácica y muscular para reproducir sonidos armoniosos (tales como la risa), otrora jadeos lúdicos primarios y ruidos burdos e ininteligibles. Sin embargo, el hito más significativo, en términos de adaptación social, tuvo lugar cuando nuestros antepasados pudieron diferenciar claramente la risa involuntaria (como respuesta instintiva, por ejemplo, a la caída graciosa – y en ningún caso peligrosa – de un miembro de la familia o el clan) de la risa voluntaria, sofisticado mecanismo cognitivo, fruto de la necesidad de establecer fuertes lazos de amistad y cooperación: la risa como herramienta social. Y luego está su manifestación más discreta y elegante: la sonrisa, del latín subrisus, reír para adentro, la risa secreta, un ejercicio íntimo y poderoso, el triunfo evolutivo del Neocórtex sobre el Sistema Límbico y el Cerebro Reptiliano, quizás uno de los rasgos más refinados de nuestra conducta individual. Incluso, ha alcanzado tal grado de desarrollo y complejidad dicho proceso, que nos resulta imposible provocarnos cosquillas a nosotros mismos, pues el cerebro, en estos casos, cumple una doble función de manera simultánea: la de llevar a cabo la orden motriz para ejecutar dicha acción, por un lado; y por el otro, la de anticiparse al estímulo esperado, lo que genera un serio conflicto en los receptores sensoriales, inhibiendo la respuesta hormonal de nuestro organismo (liberada, generalmente, en forma de un estallido de risa frenético e incontrolable), es decir, si no hay sorpresa o sensación de amenaza externa, no hay cosquillas. Al cerebro no se le engaña tan fácilmente.

En el libro del Génesis se destaca el pasaje bíblico en torno al nacimiento de Isaac, primogénito de Abraham según la tradición judeo-cristiana. Este último, patriarca que se erige como nodo común de las tres grandes religiones monoteístas, cuya esposa, Sara, fue bendecida bajo el Influjo divino de Yahveh, al serle otorgada la gracia para poder dar a luz a pesar de su avanzada edad, pues ésta frisaba ya los noventa años de edad. No obstante, la buena nueva fue recibida de diferentes maneras por ambos cónyuges. Mientras Abraham, pletórico de júbilo, celebró en medio de risas de felicidad infinita, Sara, su mujer, solo atinó a dejar escapar una tímida y socarrona sonrisa, síntoma de su incredulidad, razón por la cual fue reprendida severamente por Yahveh (y he aquí la perpetuación del sino trágico de la mujer en las Sagradas Escrituras: Eva, Agar (la esclava de Abraham), Dalila, Salomé, María Magdalena y la esposa e hijas de Lot, por citar solo algunas). De hecho, Isaac en su etimología hebrea significa “risa”o “el que ríe”. Así pues, es fácil inferir la sesgada posición que los antiguos hagiógrafos y los hombres de leyes en general tenían respecto al significado de la risa en su doble acepción: la risa como símbolo de gozo inocente y la risa como instrumento denigrante y de burla. No es de extrañar, entonces, que el rito litúrgico tradicional – legado casi inmutable de la retrograda Iglesia Medieval – esté imbuido de tal solemnidad, seriedad y boato, tal vez en su afán inconsciente de conjurar la risa como elemento non sancto.

El semiólogo, filósofo y escritor italiano, Umberto Eco, resume a la perfección el talante inquisitivo de la Iglesia del Medioevo con respecto a la risa, degradada a su expresión más baja y trivial, en su libro El nombre de la rosa, cuya historia transcurre en una remota abadía benedictina del norte de Italia, y trata acerca de la pérdida de un manuscrito de Aristóteles dedicado a la comedia, en el cual despliega un generoso elogio filosófico de la risa, interpretada desde una percepción metafísica como aquel vehículo que conduce a la verdad, como un placer gratuito de elevada fruición y deleite. La novela se centra en el personaje de Fray Guillermo de Baskerville (interpretado por un Sean Connery en estado de gracia, en la versión cinematográfica de Jean Jacques Annaud de 1986), antaño inquisidor al servicio de la Santa Sede, el cual ha sido enviado a aquella abadía, enclavada en un filo inaccesible de los Alpes italianos, con el propósito de que investigue una serie de misteriosos y exóticos crímenes cometidos bajo un halo de impunidad y depravación absolutas. Empero, el inquieto fraile, dado su agudo sentido de la observación y su lógica altamente depurada, al mejor estilo de un Sherlock Holmes medieval, halla una estrecha relación entre las víctimas fatales y una fabulosa biblioteca de acceso restringido, a cargo de un sombrío y tenebroso monje, pues allí reposan un sinnúmero de libros prohibidos, entre ellos el segundo libro de la Poética de Aristóteles, en cuyas páginas se exalta la risa en formas inaceptables para la Iglesia, que veía en ella al enemigo de la sacralidad, el factor distractor que subvierte los valores del buen cristiano, el diablo encarnado que aleja a los hombres del camino hacia Dios. Una clara síntesis de aquella actitud recalcitrante del Clero la podemos hallar en la réplica rabiosa y muy sincera de Jorge de Burgos, el bibliotecario ciego, al perspicaz cuestionamiento de Guillermo de Baskerville acerca del porqué de su temor a la risa: “… La risa libera al aldeano del miedo al diablo, porque en la fiesta de los tontos también el diablo parece pobre y tonto, y, por tanto, controlable. Cuando ríe… el aldeano se siente amo porque ha invertido las relaciones de dominación… la risa sería el nuevo arte capaz de aniquilar el miedo…” Luego de releer estas geniales líneas una y otra vez (y si cambiamos la palabra “diablo” por “Dios”) ya adquiere un mayor sentido el enojo proverbial de aquel dios posesivo y castigador del Antiguo Testamento respecto a la solapada risa de Sara, la sumisa esposa de Abraham.

En la Grecia clásica, el humor fue ponderado como una destreza intelectual sumamente valiosa, en aras de señalar los defectos de su democracia, así como también de desnudar las carencias y taras de sus gobernantes, algunos de ellos anclados en el poder. Ahora bien, aquella crítica social, aunque mordaz y hasta cierto punto permitida, nunca debía cruzar el umbral de la tolerancia estatal, so pena de un castigo ejemplar para el infractor, el cual era sometido, en los casos más espinosos, al escarnio público. Un ciudadano modelo, según los cánones de la época, debía procurar ser moderado y austero, tanto en la risa como en el vino. Siglos después, ya bien entrada la Edad Media, la risa fue ampliamente censurada – y satanizada – por los altos jerarcas de la Iglesia, dada su connotación turbia y malsana, como se evidencia en el libro de Umberto Eco, anteriormente mencionado. Quizás un legado sociocultural de este oscuro periodo, en términos de libertad de expresión, sea el hábito inconsciente, especialmente en las mujeres – marginadas por aquella sociedad machista, misógina y patriarcal -, de taparse la boca al momento de reír, como si se estuviese ocultando algún tipo de acto impuro o pecado capital. En Historia de la risa y de la burla del historiador francés Georges Minois se hace una particular clasificación de la risa a lo largo de varios periodos de la historia, desde la Antigüedad hasta la Edad Media: la risa divina, la risa diabólica y la risa humana; una vasta mirada en torno a la risa como símbolo de tontería, maldad y genialidad humanas. Pero no fue sino hasta el Renacimiento que el placer de reír – y el oficio de hacer reír – encontró su lugar en el mundo, desatándose el espíritu de la sátira y la ironía, cuyo exponente más ilustre, sin lugar a dudas, fue Molière, dueño de una fina y ácida prosa que solía clavarse cual dardo envenenado sobre aquella acartonada sociedad burguesa de la Francia del siglo XVII, alejado de cualquier rastro de corrección política, lo que en sí se configuraba como una especie de voz redentora, especialmente para las clases menos favorecidas y el campesinado en general.

Contrarios a la mesura y sobriedad de los antiguos griegos a la hora de reír, los pigmeos de la República Democrática del Congo suelen tenderse boca arriba en posición horizontal, batiendo sus piernas de una manera más que enérgica, a la vez que agitan su cuerpo con suma brusquedad, sumidos en una suerte de trance místico. Así pues, lo que a nuestros ojos no es más que hilaridad exacerbada y vulgar, para estas tribus extraviadas en lo profundo de la selva se constituye en un rito de redención espiritual, enmarcado en su ancestral cosmogonía, acaso una expresión de espontaneidad y autonomía elevadas; toda una revelación a la luz de la cuadriculada y prejuiciosa visión de la civilización occidental. No obstante, algunas veces la risa trasciende más allá de su función cultural-antropológica y se desvía hacia terrenos más hostiles e inhóspitos: el humor como asunto político. En este sentido, es oportuno resaltar el gran arrojo y audacia, pues su probada genialidad está fuera de toda discusión, de Charles Chaplin en la película El Gran Dictador, en la cual osó interpretar a aquel Charlot desenfadado y travieso que emulaba a un Hitler aniñado y en exceso ridículo, ensimismado en su rol de tirano universal y vanidoso. Es especialmente cáustica y memorable la escena donde juega de manera plácida y algo pueril con un globo terráqueo, como si fuera la pelota de playa de un chiquillo cualquiera, en clara y directa alusión al déspota alemán y sus ínfulas de Emperador Total. Cabe destacar, y éste es el hecho realmente plausible, que dicha película – de toda su autoría – fue estrenada en 1940, cuando Hitler se encontraba en la cúspide de su maldad enajenada y diabólico poder. De ahí su valor como documento histórico, pero más aún como grito testimonial de un pueblo. Chaplin supo llegar a viejo a pesar de su valiente declaración de intensiones, pero muchos otros humoristas y genios de la comedia no corrieron con esa misma suerte y cayeron asesinados, o en su defecto condenados al ostracismo, bajo el dominio de las más infames y brutales dictaduras y regímenes despóticos a lo largo y ancho del planeta durante diferentes épocas: Vicent Miguel Carceller y Carlos Gómez Carrera (Bluff), a manos del franquismo; Hugo Goodman, a manos de las oscuras fuerzas militares de Pinochet; Jaime Garzón, a manos de las milicias paramilitares urbanas en Colombia; el semanario satírico francés Charlie Hebdo, a manos de facciones fundamentalistas islámicas, entre tantos otros. El humor y su lado más siniestro.

En cualquier caso, estimado lector, bríndese la oportunidad de reír a la manera ortodoxa, y deje escapar ese elixir inestimable que reposa en su interior, esa sustancia incorpórea y febril que surca a través de su cuerpo y prorrumpe con el ímpetu de un viento bravío. O si lo prefiere, y las circunstancias lo permiten, ría escandalosamente, desterníllese de la risa, hasta que sus mandíbulas acusen el rigor y su rostro se cubra del rojo más intenso, hasta que sus reservas de dopamina no den abasto y sus conductos lagrimales colapsen. Sáciese de reír. Pero sea cual sea su elección, ría sin complejos, sin reservas ni miramientos. Ría y haga reír, si acaso ha sido ungido con el don del buen humor y la gracia, o como mínimo, saque a la luz esa sonrisa que con tanto esmero contiene. Ría una y otra vez, y otra vez si es necesario. Déjese desbordar por esa fuerza poderosa que fluye casi de manera orgánica, exorcice sus penas, sus desventuras más recónditas. Descubra la grandeza que subyace en una sonrisa purificadora, en una carcajada inatajable y vivaz, en una risa franca y translúcida, en la candorosa sonrisa de un niño, en la siempre genuina sonrisa de una abuela, en todas las formas de risa, la risa que sale del alma, la risa que rompe fronteras, la risa que une a los pueblos. En fin, ría de acuerdo al cristal con el cual observa las cosas, de acuerdo al tamaño de sus logros y de sus alegrías, deje que aflore esa breve semilla de placer y felicidad que duerme mansa y serena, a la espera de ser rescatada desde lo más hondo de su ser, cual si fuera un tesoro de incalculable valía.