El viejo oficio de insultar

Por: @elmagopoeta

El superpoder de un “hijueputa”
No hay expresión más legítima, sincera y poderosa que un “hijueputa”, salido desde lo más hondo de nuestro ser, ya sea producto de un repentino golpe en la pantorrilla, un gol en el último minuto del equipo de nuestros amores o un ordenador personal plagado de virus que nos impide cargar un pesado archivo de Excel.

Es el insulto por antonomasia y se constituye en una doble amonestación – cuando va dirigido a una persona -, tanto para la madre, puta ella, como para el hijo, en su condición de fruto indigno y espurio. La gran mayoría de las veces se manifiesta a través de un pensamiento fugaz, ese amargo veneno que solemos tragarnos; en otras ocasiones, deriva en un soterrado murmullo o a lo sumo en un pudoroso “hijuepucha”, pues hay que salvaguardar las buenas maneras. El insulto ante todo debe ser asertivo. Pero hay ocasiones en las cuales amerita proferir un vigoroso hijueputazo a los cuatro vientos, a manera de catarsis, de purificación liberadora. Un “hijueputa” es ambiguo, representa el éxtasis, la victoria, la alegría suprema, pero también el fracaso, la rabia, la frustración evidente. Y en determinadas circunstancias bien puede significar abundancia, vastedad, exceso en grado sumo: “¡qué susto tan hijueputa!”, exclamaría con papa y yuca el parroquiano, víctima de un espanto. Cómo desdeñar, por ejemplo, el sonoro “¡oh hideputa, bellaco, …!” en el Quijote de Cervantes, o el mítico “sonríe, hijo de puta”, con que el cazador sincroniza el tiro de gracia que doblega al tiburón asesino más ilustre de la pantalla grande, en la famosa cinta de Steven Spielberg de 1975, o el ánimo iconoclasta y contestatario en Memorias de un Hijueputa de Fernando Vallejo, o el “hijueputa” con acento portugués del Pablo Escobar de Narcos, la popular serie de Netflix, o el lujurioso “jueputa, ¡qué rico!” de Esperanza Gómez. Además de sus múltiples acepciones, un “hijueputa” también se reviste de exóticos poderes curativos. Así las cosas, el mejor conjuro contra un súbito martillazo en un dedo no es un “bendito sea mi Dios, que se haga tu santísima voluntad”; un “¡ay jueputa!”, cargado de sentimiento y buena entonación es mucho más eficiente y edificante. De hecho, algunos estudios demuestran que las mentadas de madre suelen ser un antídoto bastante efectivo, tanto contra el dolor físico como contra el psicológico, algo así como una especie de analgésico del tipo placebo. Un reciente experimento en el cual se les pidió a varios voluntarios que sumergieran sus manos en agua helada, con la clara instrucción de que usaran improperios del más grueso calibre, arrojó datos reveladores: las personas que se prodigaron en vulgaridades duraron un 50 % más de tiempo en comparación con aquellas que usaron una palabra neutral. Incluso, afirmaron que el agua se sentía mucho menos fría, lo que sugiere que las palabrotas, de alguna extraña manera, nos hacen más fuertes e inmunes al dolor. Aunque aún no es muy claro para la ciencia qué tipo de mecanismo actúa en tales condiciones, lo que sí es cierto es que una palabra soez – aplicada con fines terapéuticos, si se permite la expresión -, nos provee de cierto carácter estoico, en algunos casos rayando con lo épico.

¡Es que es el tonito!

Lejos de cualquier norma de cortesía o afán de corrección política, el insulto forma parte intrínseca de nuestra conducta humana, de nuestros hábitos sociales más arraigados. El oficio de maldecir nos ha acompañado desde el mismo momento en que descubrimos el habla, en principio, como un mecanismo de supervivencia y autoconservación, que buscaba anteponer la agresión verbal a la agresión física, y luego, como una manera de crear vínculos sociales y afectivos, aunque suene contradictorio. Lo que importa es el tonito, como se suele decir coloquialmente. No es lo mismo el “güevón” que surge del fragor de una acalorada discusión que el “güevón” que honra una entrañable charla entre amigos. Así pues, y a pesar de los prejuicios morales y los manuales de urbanidad, la envergadura y el tono de una grosería ha de determinar el grado de confianza entre los miembros de un grupo o un clan en particular. Basta comparar la cantidad de “adjetivos de alto impacto” que acostumbramos decir en un convite entre amigos o en la intimidad de una reunión familiar con respecto a los que nos contenemos de decir en la oficina o en un círculo de apenas conocidos: la tosquedad como símbolo de camaradería. No obstante, en otros ámbitos, por ejemplo en la vida castrense, las palabras procaces fungen como un motor que ha de encender los ánimos del regimiento, creando un clima propicio de agresividad exaltada e inflamado nacionalismo, claramente infundado, que les habrá de otorgar esa llama “sagrada” de resiliencia y feroz combatividad. A todo amante del buen cine (y de Stanley Kubrick en particular, como es mi caso) se le habrá quedado en la retina el arduo entrenamiento al que eran sometidos los futuros “héroes de la patria” en el marco de la Guerra de Vietnam, en la película La chaqueta metálica de 1987, los cuales eran sometidos, en especial un joven y desquiciado Vincent D’Onofrio, a todo tipo de vejámenes y palabras soeces de la más baja ralea, con el fin de crear máquinas de guerra letales, frías y apáticas. Al fin y al cabo, a una guerra no se va a hacer amigos: el insulto como instrumento de las más bajas pasiones. Aunque cabe resaltar que en el ambiente deportivo también se suelen invocar palabras malsonantes e indecorosas, pero en función de mejorar el rendimiento físico y avivar ese fuego interior.

Góngora contra Quevedo: ¡el insulto hecho poesía!

Los poetas Luis de Góngora y Francisco de Quevedo, dos de los más notables exponentes del Siglo de Oro español, hicieron de la ofensa y el insulto personal un elevado arte. Quevedo, tan eximio poeta como diestro espadachín, supo conjugar en su prosa la sátira ácida y el excelso uso del castellano, pero siempre priorizando el fondo sobre la forma, lo que contribuyó a una poesía mucho más amable y cercana al vulgo. En la otra esquina literaria, Góngora, quien fusionó su temprana vocación eclesiástica con un profundo amor a las letras, supo armonizar el genio picaresco y la poesía burlesca con su estilo lingüístico, culto en exceso y rebuscado. Como se infiere de ambos perfiles, más allá del talento desbordado que los unía, Góngora y Quevedo nunca pudieron conciliar sus marcadas diferencias de estilo, lo que derivó en una álgida disputa en clave de poesía… Y pasaron del odio visceral a los más bellos versos, al insulto con altura y excelencia. Así establecido el duelo poético, Quevedo acusaba a Góngora de ser judío, un insulto degradante para la época, acometiendo en tinta negra y cáustico acento: “Yo te untaré mis obras con tocino porque no me las muerdas, Gongorilla, perro de los ingenios de Castilla, docto en pullas, cual mozo de camino …”. Y Góngora respondiole, burlándose de sus pies zambos: “Anacreonte español, no hay quien os tope, que no diga con mucha cortesía, que ya que vuestros pies son de elegía, que vuestras suavidades son de arrope, …”. Y aquí arremete de nuevo el bueno de Quevedo, señalando la muy prominente nariz de su rival en letras: “Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa, érase una nariz sayón y escriba, érase un peje espada muy barbado, …”. A lo cual replicó el bardo “Gongorilla” con furia literaria y afilada pluma, haciendo alusión a la afición de empinar el codo de su agrio antagonista, a quien solía llamar jocosamente Francisco de “Qué bebo”: “… a Brindis, sin hacer agua, navega. Éste sin landre claudicante Roque, de una venera justamente vano, que en oro engasta, santa insignia, aloque, a San Trago camina, donde llega: que tanto anda el cojo como el sano”. Y ahí va la estocada final del gran Quevedo, burlándose del culteranismo afectado y terco del clérigo poeta, al definir el culo según Góngora: “… el minoculo sí, mas ciego vulto; el resquicio barbado de melenas; esta cima del vicio y del insulto; éste, en quien hoy los pedos son sirenas, éste es el culo, en Góngora y en culto, …”. He aquí un compendio de los versos (de su vasto universo literario) más divertidos y espléndidos de este par de irreverentes poetas, que hicieron del insulto todo un arte.

El insulto en la cultura popular

Shakespeare se valía de su talante mordaz y corrosivo, así como de su dominio superlativo del lenguaje, para insultar con elegancia y saña: “¡Tiniebla y demonios! … Bastarda envilecida… ¡Demonio de corazón de mármol, … ¡Detestable lechuza, mientes! …”, le espetó, colérico, el rey Lear a su hija mayor, Gonerila. Clint Eastwood era tan bueno con la pistola como con su lengua; siempre ágil y certero, todo un clásico del spaghetti western: “el mundo se divide en dos categorías: los que tienen revolver cargado y los que cavan. Tú cavas”, le replicó el bueno al feo, antes de que éste mordiera el polvo (el bueno, el feo y el malo, Sergio Leone, 1966). Dicen que Oscar Wilde era mejor orador que escritor. ¡Calculen ustedes el nivel de su oratoria! En cierta ocasión interpeló a un contradictor: “No tiene enemigos, pero es intensamente repudiado por sus amigos”. La víctima si apenas pudo contener aquella flecha envenenada. Cicerón se servía de preguntas retóricas para incordiar al conspirador republicano, Lucio Sergio Catilina – de ahí el término catilinaria, en el sentido de severa reprimenda -: “¿Hasta cuándo abusarás, Catilina, de nuestra paciencia?”, solía vociferar el filósofo romano en sus virulentas intervenciones del Senado. Pero no siempre el insulto está engalanado con tanta gracia y fina labia; en la mayoría de los casos es ramplón, básico y desvergonzado, pues dado que su propósito fundamental es ofender y herir fibras sensibles, mientras más escatológica y explícita sea la injuria, mucho mejor. Suele ser el atajo fácil de aquellas personas cortas de entendimiento. Sale a flote cuando la razón se oscurece, cuando la discusión naufraga en un mar de argumentos estériles. Contrario a los insultos personalizados de los grandes genios literarios, los agravios del común son genéricos y aplican a cualquier fulano, sea cual sea su condición. En España, verbigracia, al tonto se le dice “gilipollas”; en Argentina, “boludo”; en Chile, “huevón”; en México, “cabeza de alcornoque”; en Colombia, “agüevado”, “marica”. Asimismo, a la persona que nos resulta detestable le soltamos sin anestesia alguna, muchas veces entre dientes, un clamoroso “malparido”, un “gonorrea” (uy, se me destempló una muela), un “pirobo”, un “maricón”, un “hijueputa”, cómo no, y un sinfín de “exquisiteces” criollas. Al fin y al cabo, un madrazo no se le niega a nadie. En este sentido, la fauna política local nos ha legado perlas tales como “le pego en la cara marica”, “me hago desgüevar hijueputa” o “le pego su tiro malparido”. El que niega una mala palabra niega su condición humana. Por supuesto, habrá unos más boquisucios y malhablados que otros. A propósito, ¿qué tal un insulto a la manera de Góngora y Quevedo?, cuyo destinatario bien podría ser ese molesto y maleducado vecino que nos despierta un domingo de madrugada con su música estridente y de mal gusto. Se me ocurre: “bribón, vil engendro, que usurpas el silencio; te exhorto en el alba, no hieras mis sentidos. Tu música infecta de hiel los calmos sueños; invoco al Maligno: os lleve de las patas”. O bueno, quizás baste con un simple y escueto “bajale al volumen grandísimo hijueputa”.