En busca de la vida eterna
Por: Juan Fernando Pachón Botero

@elmagopoeta

RETOS Y PELIGROS

El Homo sapiens, dados sus refinados atributos cognitivos, es la única especie sobre la faz de la tierra plenamente consciente de su ineludible destino biológico: su propia muerte. Y como tal, debe aprender a lidiar con tan cruda sentencia sobre sus hombros, cual espada de Damocles que pende desde las sombras.

Sin embargo, tanto las mitologías fundacionales como las religiones primitivas, en especial las más tradicionales, han sustentado su credo sobre la vaga promesa de una vida eterna y apacible, a cambio, claro está, de las buenas acciones en vida de su rebaño y de guardarle fidelidad absoluta a entidades imaginarias de largas y espesas barbas de un blanco inmaculado, en cuyo relato maniqueo se describe un lugar etéreo e impoluto, colmado de mensajeros alados, vírgenes hermosas y coros que entonan los himnos más bellos, ya sea el Cielo de los católicos, el Valhalla de los vikingos o el Paraíso de los musulmanes. A lo largo de la historia, grandes civilizaciones e imperios milenarios se han aferrado a elaboradas y enrevesadas ficciones acerca de la inmortalidad. Así pues, los faraones y los altos miembros de la aristocracia del Antiguo Egipto eran despedidos de este plano terrenal hacia el periplo eterno, cubiertos de espléndidos tesoros y ataviados con las más finas joyas. Juan Ponce de León (el descubridor de la Florida en nombre de la corona española), en su afán de encontrar la fuente de la eterna juventud halló una muerte temprana a manos de los feroces indios seminolas, quienes le atravesaron el cuerpo con una flecha envenenada. La Epopeya de Gilgamesh, obra cumbre de la tradición babilónica, narra en estilizada prosa las peripecias de un despótico rey acadio que persigue el don de la inmortalidad. El primer emperador chino, Qin Shi Huang, ordenó construir junto a su tumba ocho mil figuras de soldados y caballos a escala real, los famosos guerreros de Terracota, con el único y noble fin de que custodiaran sus andanzas en el más allá. El Antiguo Testamento nos habla del abuelo de Noé: Matusalén, un patriarca antediluviano que supuestamente vivió más de novecientos años. Aunque es claro que se trata más de un error en la interpretación del calendario bíblico que de un portento de longevidad. En la década de los treinta, el periódico The New York Times publicó una historia asombrosa acerca de un hombre chino, Li Ching Yuen, el cual vivió, según el artículo, 256 años, pero dicho registro nunca pudo ser comprobado. En cualquier caso, la eternidad ha representado el mayor reto existencial y tecnológico de la humanidad desde tiempos inmemoriales. No obstante, es bueno revisar la letra menuda del contrato. En condiciones ideales, ¿quién en su sano juicio no quisiera vivir eternamente, pleno de sabiduría, belleza y confort?  Pero también está la otra cara de la moneda: ¿una persona de existencia miserable qué necesidad tiene de prolongar su sufrimiento en este valle de lágrimas?

Uno de los principales dilemas que traería consigo el hecho de alargar la vida de forma ilimitada es esa delgada línea en la que se entrelazarían la felicidad y la zozobra, pues muy fácilmente nos podríamos volver seres paranoicos, inseguros y en cierta medida temerosos, incluso ante la simple idea de perder ese gran privilegio otorgado por el saber del hombre, ya sea gracias a la ingeniera genética, a la inteligencia artificial o a la nanotecnología. Piense el lector, en el hipotético caso, en un súbito accidente de tránsito o en una bala perdida que le arrebatase tal beneficio. Quizás no tendríamos más remedio que resguardarnos en nuestros hogares futuristas, huyendo de los peligros que ofrece el mundo exterior. De ser así, ¿qué sentido tendría un logro de tamaña dimensión? De hecho, es mi deber corregir el término que he venido empleando en este texto, ya que nunca seremos inmortales ni por asomo (a lo sumo, amortales), pues a pesar de que algún día podamos vencer las enfermedades, la oxidación celular y los estragos que acarrea la vejez, contraviniendo la segunda ley de la termodinámica, difícilmente estaremos dotados de superpoderes mágicos que nos protejan de los efectos adversos del veneno letal de una exótica rana de la selva amazónica, ni mucho menos de órganos vitales ultrarresistentes a un severo impacto de arma blanca en una riña callejera o a una caída libre desde un décimo piso. Y quizás sea lo mejor. No me quiero imaginar un mundo plagado de humanos desprovistos de toda mesura, devorando los recursos del planeta a un ritmo furioso y procreando vástagos a diestra y siniestra sin ningún tipo de control natural: la pesadilla apocalíptica de Thomas Malthus, el famoso clérigo y economista británico, célebre por sus recalcitrantes postulados demográficos, ahora visto como un profeta de otro tiempo.

Otro aspecto inquietante respecto a la cruzada científica en pos de la vida eterna, ampliamente divulgado por el historiador y pensador israelí Yuval Noah Harari a través de sus tres grandes obras, es el posible advenimiento de una clase superior de humanos, digamos superhombres, los cuales dejarían rezagados en la pirámide social al resto de los humildes mortales, abriéndose una brecha insalvable entre unos y otros, pues sólo aquellos con el suficiente poder adquisitivo serán capaces de acceder a tecnologías de punta que les concedan prebendas biológicas nunca antes vistas. Así las cosas, las clases más ricas y poderosas serán los nuevos dioses y el promedio de la población, los nuevos esclavos del sistema, algo así como primates de segunda clase. De otro lado, y partiendo del adagio popular: “recordar es vivir”, deberán las generaciones venideras aunar sus esfuerzos en función de perfeccionar una interfaz máquina-cerebro que propicie un medio confiable para preservar la información, valiéndose por ejemplo de la neurocibernética, rama de las ciencias físicas que habrá de brindar una solución efectiva a la capacidad limitada de nuestro cerebro para almacenar datos y recuerdos, a saber, alrededor de 100 terabytes, capacidad equivalente a las memorias sumadas de 800 teléfonos inteligentes. Qué lamentable sería vivir 500 años y olvidar eventos memorables de la niñez, la etapa más bella de la vida. Aunque al día de hoy parezca más un cuento asombroso de Isaac Asimov, grandes corporaciones como Facebook y Google trabajan mancomunadamente en aras de cumplir el sueño de Ponce de León. Incluso, proyecciones optimistas estiman que en el año 2050 nacerá el primer Matusalén moderno. Sea como fuere, el único hecho cierto es que más pronto que tarde la humanidad habrá de consumar su anhelo más entrañable, en principio, reservado sólo para unas cuantas élites. Y como suele ocurrir con los hitos tecnológicos, tendrán que caer muchos soles antes de que las masas puedan beber de estas aguas.

Ahora bien, también hay casos dignos de mención, totalmente ajenos a los avances científicos promulgados a viva voz en reputados simposios de medicina, donde se habla en tono conspicuo de los telómeros y su función protectora de nuestros cromosomas, de robots infinitamente pequeños que viajan por nuestro torrente sanguíneo reparando averías genéticas, o de cremas a base de prodigiosos compuestos químicos que retrasan el envejecimiento. Uno de los ejemplos más ilustrativos en este sentido corresponde a los Hunza, tribu asentada en un valle situado en los límites entre la India y Pakistán. En general, son de tez y ojos claros y sus facciones y contextura física, a pesar de su ubicación geográfica, obedecen más al tipo caucásico. Se especula que pueden ser los descendientes directos de las hordas de Alejandro Magno que se adentraron en la India profunda en su campaña conquistadora por tierras asiáticas. Se dice que pueden llegar a vivir hasta los 120 años en perfecto estado de salud, tanto física como mental, que hacen deporte y escalan empinadas cumbres hasta los 100 años, que un hombre de 45 años tiene el aspecto de un joven de 20 y que sus mujeres dan a luz hasta pasados los 50. La clave, según sus propios habitantes, radica en una alimentación sana a base de frutos secos y verduras crudas, a la ingesta regular de agua mineral proveniente de las altas montañas del Himalaya, a sus hábitos de ayuno periódico, a sus quehaceres frugales y sosegados y a su alegría desbordante. Aunque hay quienes afirman que sólo se trata de uno más entre tantos mitos acerca de la juventud eterna, lo cierto es que son un pueblo admirable cuando menos. No obstante, el listón está próximo a elevarse hasta alturas insospechadas en términos de longevidad y calidad de vida, merced al desarrollo exponencial de las nuevas tecnologías, a la firme determinación de los gigantes corporativos y al auge cada vez más creciente del mecenazgo científico. Tal vez sea sólo cuestión de décadas, o quizás de siglos, para que la raza humana rubrique su gran hazaña. ¿Para bien o para mal? Eso no lo sé. Mientras tanto, y como hecho triste y paradójico, el planeta Tierra envejece sin remedio, plagado de múltiples achaques y aquejado de las dolencias más indecibles ante la mirada indolente de los hombres. Los vanidosos hombres. Los verdugos insaciables.