Enseñanzas de una tragedia
fernando pachón
Por Juan Fernando Pachón Botero
@JuanFernandoPa5

El Universo, según mediciones recientes del radio de su horizonte cosmológico, se presume tuvo su génesis hace 13.700 millones de años, circunscribiéndonos a los postulados de la teoría del Big Bang, la más aceptada a la fecha por los astrofísicos de la escena orbital. Así mismo, la teoría del Big Rip, que ha ido ganando adeptos en el mundillo científico a un ritmo acelerado, pronostica que al Cosmos aún le restan 17.000 años de expansión ininterrumpida y voraz, antes de desgarrarse y convertirse en una masa inerte y sin pulsaciones, dando cumplimiento a la cuasi-profética ley de la Entropía (incremento desenfrenado del desorden de un sistema).

chapecoense
Por otra parte, la Vía Láctea, nuestra querida galaxia conformada por múltiples brazos de espiral, eclosionó 500 millones de años después del gran estallido; es decir que carga en su lomo 13.200 millones de años. El sistema solar, con el astro rey como eje de interacción gravitacional, es un poco más joven, si cabe la expresión. Tiene a su haber 4.600 millones de años de existencia (y según su progresión geométrica de gasto de combustible  – helio – en forma de fusión nuclear, se calcula que apenas va por la mitad de su vida útil; o sea que en 5.000 millones de años estaría emitiendo sus últimos rayos, antes de ocasionar nuestra vorágine planetaria). 130 millones de años después, daba sus primeros pasos nuestro pequeño hogar, ese puntico azul en el océano sideral. Si las matemáticas no me fallan, quiere decir esto que la edad de la Tierra ronda los 4.470 millones de años. Y ahora abróchense los cinturones porque daremos un gran salto en el tiempo, hasta llegar a la era Mesozoica, cuando unos gigantes de apariencia terrible y aparatoso caminar hacían de las suyas en nuestro planeta, los populares dinosaurios. Se calcula que pastaron por estas tierras hace 225 millones de años, logrando sobrevivir el periodo, para nada despreciable, de 135 millones de años. Luego de un importante ciclo de refinamiento evolutivo, llegamos, por fin, a nuestros orígenes como especie: la era del hombre cuaternario. Los últimos hallazgos arqueológicos apuntan a una edad aproximada de 2,5 millones de años. Pero a la hora de explorar nuestros orígenes como civilización pensante, tendremos que remontarnos a épocas mucho más cercanas, del orden de 12 mil años. Como se puede apreciar, nuestras andadas en la Tierra no equivalen ni a un mísero pestañeo, comparándolas con la edad del universo observable, si hemos de ser drásticos. Y si a esto le sumamos que la longevidad promedio de la raza humana es de tan solo 80 años, en los casos más optimistas (aunque el New York Times en su edición del 6 de mayo de 1933 asombraba al mundo con una noticia alucinante, de cuyo protagonista, Li Ching-Yun, un vigoroso y apacible Matusalén de origen chino, se sospechaba, dadas pruebas contundentes, que vivió 256 años. Ahí se las dejo picando), estamos ante una cifra que asusta por lo escandalosamente ridícula. En la escala cósmica nuestra edad geológica no equivale ni a un suspiro dividido en mil millones de partes. ¡Casi menos que nada!

Así las cosas, está muy claro que nuestro paso por este “valle de lágrimas”, como dicen las señoras de camándula en mano, es demasiado corto como para malgastarlo en bagatelas existenciales, muchas de las cuales forman parte activa de nuestra cotidianidad, enraizándose cual cuerpo extraño que lastima. Nos enfurecemos sin remedio porque nuestro ordenador personal se nos antoja demasiado lento, o porque una mosca se posa en nuestra sopa, o porque nos atoramos en un trancón vehicular en hora pico, o por esto, o por aquello. Igual, presumo que esta insana costumbre de perder la cabeza por estupideces y nimiedades se ha vuelto algo innato de nuestra condición animal, quizás como consecuencia natural de esta nociva era del estrés cibernético y de las carreras frenéticas, donde se compite por ser el mejor, cueste lo que cueste. Hemos perdido la capacidad de descifrar el significado de las pequeñas cosas de la vida. Una lluvia ya no es una serena manifestación de la naturaleza; es un incómodo fenómeno natural. Un día soleado ya no es un cielo radiante que admirar; es un agente cancerígeno que evitar. Una noche de brisa ya no es un ligero viento que refresca; es la antesala de una enfermedad pulmonar. El llanto de un bebé en brazos ya no es un canto a la vida; es un tortuoso ruido al oído. Estamos tan ocupados, tratando de resolver nuestros insulsos entuertos del trajín diario, que perdemos de vista las maravillas que hay más allá de nuestros ojos. Sin el ánimo de pontificar, esta sombría percepción de nuestro entorno, que transita la senda de la paranoia, es una dura aproximación de la realidad reinante, acaso una sentencia apocalíptica.

Partiendo de la base de que la felicidad es uno de los fines últimos de nuestra existencia, como ha sido planteado por diversas corrientes filosóficas desde los albores del pensamiento griego, tales como el epicureísmo y el hedonismo en sus formas más pragmáticas, entonces estamos asistiendo al secuestro de la razón de una sociedad que ha ido extraviando la ruta conforme avanza en su trepidante desarrollo cultural y tecnológico. Ahora, si bien es cierto que la felicidad, analizada desde el mundo de las emociones, no puede ser entendida como un estado perpetuo (esto no es el cielo de los teólogos y ascetas medievales que se enclaustraban en oscuros monasterios a elucubrar sobre asuntos del alma), sí debe ser asumida como una eterna búsqueda del bienestar y la buena fortuna a través de nuestras vivencias etéreas como entidades místicas que también somos. El sentido común nos indica que no existe una felicidad absoluta, solo hay etapas efímeras de placer y tranquilidad. Y cuanto más prolongadas y reiterativas sean éstas, más cerca estaremos de crear una atmósfera fértil para su cultivo espiritual. He ahí la importancia de aprovechar al máximo los gratos instantes que la vida nos brinda, como si fuesen pequeños guiños del devenir: sentir el viento en nuestro rostro mientras conducimos el auto, brindar con los amigos y familiares por los logros obtenidos, celebrar el gol del equipo de nuestros amores, experimentar con nuestros pies descalzos la suavidad del pasto, advertir el delicioso frío que produce en nuestra garganta un helado, disfrutar de la franca sonrisa de nuestros hijos mientras corren detrás de una pelota, sentir los labios de nuestra amada y luego recordarlos en la intimidad de la cama, relamer nuestros dedos untados de un cremoso postre de chocolate. Pero no basta solo con dejarnos llevar por estos momentos, de una manera vaga y gratuita; debemos interiorizarlos de manera sincera y transparente,  debemos palpar su vitalidad, sentir sus latidos, su respiración profunda, próxima. Dicho de otro modo, debemos redescubrir el poder del ahora.

Aún queda un largo camino por recorrer. Nuestra sociedad ha tergiversado y distorsionado de tal manera la noción de felicidad, que su valor se ha visto reducido a una mera cacería, cruda y sistemática, de logros capitalistas de dudosa importancia. En estas álgidas épocas sólo sé es feliz si se tiene dinero, posición, estatus y demás símbolos de poder, vacíos y estériles, que a diario nos embuten por los ojos las grandes comunidades industriales. Hoy en día, por ejemplo, las parejas, dizque modernas, dejan el cuidado de sus hijos a niñeras primerizas y empleadas domésticas inexpertas (sin ningún tipo de método y preparación, que carecen de calidez humana y pedagogía adecuada), en pos de su propio crecimiento profesional, sacrificando la calidad del amor brindado, que a fin de cuentas es el manantial de donde se alimenta la unidad familiar, uno de los pilares fundamentales de la auténtica felicidad. Incluso, ha hecho carrera en la clase trabajadora, sobre todo en el sector operario, un afán desmedido por laborar maratónicas e inhumanas jornadas (acolitadas por patronos y empresarios inescrupulosos), de más de 12 horas en muchos casos, con festivos y domingos a bordo, con el ánimo, muy plausible en cualquier caso, de llevar la “yuquita” a la casa. Y está bien, son cabezas de familia, responsables y consagrados, que dadas las duras condiciones económicas y las nefastas políticas laborales del país se han visto empujados a trabajar de sol a sol, pero en  muchos casos imbuidos de una acentuada amargura y portando un severo rictus de resignación y dolor discreto en el rostro. Todo extremo es vicioso. También hay que darle espacio a la vida contemplativa al lado de nuestras esposas e hijos, a los desenfadados ambientes de solaz al lado de nuestros seres amados, al sano esparcimiento con nuestras familias. Es obvio que esta furiosa pugna por el “dios dinero” es el resultado de la errónea interpretación de las doctrinas neoliberales y plutocráticas de este nuevo siglo: un “pecado original” que hemos heredado sin comerlo ni beberlo; un legado apenas lógico, dados los vertiginosos tiempos que corren. Y ya cuando no hay mucho por hacer, cuando las fuerzas nos han abandonado, cuando la salud nos ha dado la espalda, cuando el paso inexorable del reloj ha hecho estragos en nuestro ser, entonces evocamos con honda nostalgia los abriles pasados y nos lamentamos, casi hasta la lágrima, de la forma tan absurda como hemos desperdiciado los sutiles y velados obsequios que nos suele brindar la vida a su marcha (una versión distópica  de la parábola bíblica de los talentos), gracias a esa urgencia patológica de ir detrás de lo que no se nos ha perdido.

Tragedias ocurridas como la del avión que transportaba al modesto (y ahora muy querido y famoso) equipo de fútbol brasileño, Chapecoense, donde 71 personas, entre deportistas de alto rendimiento, periodistas consagrados y ciudadanos de bien, perdieron la vida en un santiamén, de la manera más inverosímil y dolorosa; nos enseñan cuan delgado y frágil es el hilo del cual pendemos. De estas fatalidades del destino, nunca bienvenidas, debemos sacar alguna moraleja provechosa: aprender que la vida es un breve paseo, el cual debe asumirse como tal, con ímpetu febril de libertad y gozo, y, claro está, con responsabilidad y aplomo. En la armonización de estos valores radica el perfecto equilibrio, que ha de conjurar la visión nihilista (y si se quiere maniqueísta) de la felicidad como un “estado ideal de la pereza”. De otro lado, debemos ser conscientes de que la única condición para recibir a la muerte es estar vivos. Así de simple y escueto. No tenemos firmado ningún contrato de exclusividad que nos garantice una larga y próspera vida. Por eso mismo, no podemos seguir malversando los dones que se nos manifiestan en las maneras más sencillas. La cuestión es identificarlos y atesorar esa riqueza oculta, aun en terrenos pedregosos y áridos en apariencia, ya que de esa habilidad, en buena medida, depende nuestra prosperidad interior: una especie de bálsamo para el espíritu. Así pues, tratemos de admirar la belleza que se halla escondida en una tarde gris, en la sinfonía matutina de un coro marcial de gallos, en las inocentes travesuras de una tropa de niños desbocados, en el azul eléctrico de un rayo que se posa en el horizonte. Podrá sonar a simple prosa poética, pero si lo piensan con detenimiento, de eso precisamente está compuesta la sal de la vida: de poesía, de magia, de un encanto sublime, altivo, elegante.