Hablemos de las cuchibarbies
Por: Juan Fernando Pachón Botero

@elmagopoeta

En el periodo neolítico, cuando el hombre primitivo apenas descubría las bondades del uso de la piedra, la esperanza de vida rondaba los 20 años. En los días de Jesús y los primeros mártires cristianos, la expectativa media de vida no superaba los 28 años. En la atrasada Europa medieval los índices no fueron para nada halagadores, incrementándose sólo en 2 años la tasa promedio.

A principios del siglo XX, conforme el gran desarrollo de la medicina y, en especial, la fulgurante eclosión de la penicilina, la esperanza de vida mostró algunos síntomas de alivio, llegando hasta los 60 años. En la actualidad, la media mundial oscila alrededor de los 72 años, y como van las cosas, habrán de pasar varias generaciones, de la mano de la ingeniería genética, antes de alcanzar picos realmente importantes. Así pues, la humanidad ha ido escalando peldaños, a pesar de sus pasos cansinos, en su cruzada particular hacia una longevidad exitosa, e incluso ha ido aprendiendo a sobrellevar con resignación esa cruz a cuestas que significa el hecho de saber que nuestro camino hacia la tumba no es negociable, que un rumor a muerte pende sobre nosotros, acechante y silencioso. No obstante, hay quienes todavía se rebelan a envejecer dignamente y se empeñan en torcer el curso natural de la existencia mediante actos desesperados e insólitos, que, lejos de fructificar, lo único que consiguen es desnudar sus más hondos vacíos existenciales en una lucha decididamente desigual contra el destino.

A propósito, hace poco me topé de frente con una mujer que frisaba los cincuenta años. Me sorprendió el ímpetu que emanaba y la altivez de su mirada de pantera. No obstante, la reparé minuciosamente y descubrí un paisaje triste y desolador. Pude observar con lujo de detalles la piel estirada de su rostro golpeado por el tiempo. Parecía una Marilyn Monroe trasnochada, sacada del museo de cera de Madame Tussauds. Sus labios inyectados de colágeno captaron mi atención. Eran rojos, muy rojos, de un rojo chillón e insoportable. Un rojo que me lastimaba con su resplandor tóxico. Eran carnosos, pero de un aspecto rústico y contrahecho. Tuve la sensación de que me iba a engullir con esas protuberancias de “hembra exótica”. Su silueta voluptuosa, esculpida en mil quirófanos, estaba envuelta en un vestidito brillante y ajustado que no dejaba lugar a la imaginación. Un escote pronunciado en modo “devórame con tus ojos” se abría paso entre la fanaticada masculina. Me desconcertó la cantidad industrial de maquillaje que colmaba su rostro, a la usanza de las geishas del Japón feudal, pero en su versión rudimentaria. Kilos de base y rubor, a manera de revoque y estuco, trataban de camuflar su piel ajada y sus marcadas líneas de expresión facial. Es de admirar su obstinación en vencer el paso dictatorial que marcan las agujas del reloj. Sin embargo, hubo algo más que supo atrapar mi interés: unos fastuosos tacones estilo rococó de 20 cm de altura, por lo menos. No quiero ni pensar en los estragos que ha de soportar su estructura ósea cincuentenaria en cada contoneo de caderas. Mención especial merece aquella fragancia extravagante y empalagosa que me atropelló con su aroma a miel de abejas. Pero a pesar de que fue una experiencia fugaz y sin aparente relevancia, pude rescatar una enseñanza de vida: la ley de la Entropía es implacable y no resiste ningún tipo de discusión, pues contra el inevitable incremento del caos en términos biológicos, dado nuestro ciclo evolutivo imperfecto, no hay poder humano, ni avance tecnológico, ni saber científico que logre conjurarlo. Y dicho esto, ahora sí hablemos sin tapujos de las bien llamadas y nunca mal estimadas cuchibarbies.

Como primera medida, trataré de ser muy cauteloso a la hora de escoger mis palabras, para evitar sumergirme en aguas turbias, puesto que no es lo mismo hablar de cuchibarbie, a secas y sin anestesia, que de mujer añeja bien conservada, dotada de una genética privilegiada, sobria, clásica, algo así como un buen vino de La Toscana, digamos una Mónica Bellucci en estado puro. La diferencia fundamental entre ambos conceptos radica en la propia capacidad del ser de aceptar con estoicismo y nobleza el devenir que toca, en entender la marcha ineludible y cruel que dicta la naturaleza en su infinita complejidad; es decir, en aprender a envejecer de una forma decorosa y elegante. Y aclarado el espinoso asunto, procedamos a una breve introducción: son, en muchos de los casos, damas de estrato medio y alto, pues deben disponer de un muy buen músculo financiero para satisfacer el lujoso ritmo de vida que ostentan. Aunque también están las de menor poder adquisitivo, y no por eso menos pretenciosas, que deben escoger entre comprar ropa de diseñador, ir al spa con sus amigas de “la alta” o llenar la nevera como Dios manda, ya que su bolsillo no les alcanza para cubrir los onerosos gastos que demanda una mujer de su “noble” condición. Se pavonean sin recato alguno en sus suntuosos trajes multicolor. Blanden al aire sus rubias cabelleras, tinturadas con agua oxigenada. Son adictas a la silicona, su aliada inseparable en las noches de cacería, la cual portan con orgullo, cual trofeo de guerra, entre busto y derrière. Se entregan en cuerpo y alma al sacro ritual del cuidado de sí mismas. Se bañan en perfume francés, se pintan las uñas, se peinan, se acicalan, se miman, como lo haría una gata fina de sofá. No tienen ningún problema a la hora de montarse en rocambolescos tacones de cinco pisos, en un acto entre heroico y circense. Al menos una vez en su vida han visitado al cirujano plástico, con el ánimo de hacerse algunos retoques de latonería y pintura. ¡Hay que engallar la carrocería!, o sino cómo se vende la mercancía. Llevan una vida social muy agitada. Acuden al salón de belleza dos o tres veces por semana, donde se congregan con sus iguales a practicar el deporte nacional por excelencia: hablar del prójimo. Van al gimnasio (o gym en su jerga sofisticada) casi a diario, a endurecer sus atributos físicos y a espantar los efectos adversos que acarrea consigo la Fuerza de Gravedad. ¿Si tumbó a la manzana que inspiró a Newton cómo no va a tumbar otras cositas? Se reúnen regularmente con sus amigas a tomar el algo parveado, en compañía de sus perritos falderos tipo tacita de té, con la esperanza de nutrirse de los últimos acontecimientos de la farándula criolla. No son muy dadas a cultivar su intelecto. No espere de ellas un gusto especial por los grandes clásicos de la literatura universal, ni que participen con entusiasmo en complicadas disertaciones sobre geopolítica internacional. Sin embargo, y muy a su manera, se las arreglan para salir bien libradas en conversaciones ligeras que no comprometan un elevado nivel de conocimientos. Incluso, si se les da la oportunidad, pueden llegar a ser agradables interlocutoras. Son fieles seguidoras del clan Kardashian y se han visto hasta el cansancio todas las películas de Ben Stiller, Adam Sandler, Owen Wilson (el monito de la nariz torcida), Drew Barrymore y demás artistas exclusivos del desgastado género de las comedias románticas. Se erizan hasta los huesos al escuchar alguna canción de Ana Gabriel o Myriam Hernández. Se someten a un sinnúmero de dietas despiadadas con tal de conservar la línea. Así las cosas, no ha de faltar en su menú una amplia gama de comida vegetariana, orgánica, vegana y demás tormentos saludables. No habrá de faltar la que opte por la orinoterapia, y se mande un litro diario de tan adorable efluvio. Nevera de cuchibarbie que se respete debe tener gran variedad de alimentos sanos: frutas y vegetales frescos, cuajada baja en sodio y grasa, salsas light con cero calorías y jugos sin azúcar, entre otros. Y como dijo el mago con la varita en mano: “Nada de carne por aquí y nada de carne por acá”. A regañadientes, y después de mucho meditarlo, se aventuran con pollo cultivado en granja, y las de paladar más exquisito, con un salmón chileno en finas hierbas.

No obstante su frugal alimentación y obsesivo culto al cuerpo, son muy dadas a la vida disipada, pues de qué vale tener tanta piel para mostrar si no se procuran los espacios propicios para exhibirla. Los escenarios más prósperos para sus andadas festivas son las discotecas y clubes nocturnos de las grandes urbes. Allí se juntan en grupos de más de cinco a dejarse llevar por la música, los juegos de luces y el aguardiente tapa azul, preferiblemente. En la mayoría de los casos acuden solas en busca de carne fresca, o en su defecto, acompañadas de insípidos mozalbetes barbiazules de abdomen plano y pecho inflado. Ya bien entrada la noche, cuando los tragos entran de lo más sabrosito, la dieta se rompe al calor de un chicharrón de cuarenta patas, y la efervescencia del momento las transporta a universos paralelos, salen en tropel a la pista de baile, imbuidas de una energía metafísica, con sus atuendos pequeñitos y sus copas rebosantes apuntando al cielo. Brindan a un sólo coro por sus amores pasados, por sus relaciones fallidas, por sus proyectos venideros, por ellas mismas. También lloran, quizás porque se reconocen a sí mismas como cautivas de su propio invento. También ríen tibiamente al ver sus figuras estilizadas reflejadas en los grandes espejos. También balbucean canciones de esperanza y en otros casos, de dolor del alma. Y luego, cuando la noche cesa y el licor corre en ríos por sus venas, mastican su silencio en un acto íntimo y sincero. Es en este momento cuando se hacen dueñas auténticas de su propio ser… Pero ya basta de filosofía barata y volvamos a lo que vinimos.

Una de sus facetas más prolíficas se puede apreciar en las redes sociales, aunque cabe aclarar que estos vicios cibernéticos se dan con mayor frecuencia entre la población juvenil del nuevo milenio que nos saluda. Allí se refugian con el firme propósito de alimentar su ego y construir una personalidad a prueba de fuego, en algunos casos ficticia y muy elaborada, que tiene como fin primordial atraer a un séquito de caballeros, sedientos de participar en el juego de las vanidades. Son asiduas visitantes de Facebook e Instagram. Comparten enlaces sobre tips de vida sana y hábitos positivos, y de cuando en vez una que otra frase cargada de doble sentido y elevado tono picaresco. Tienen una bendita manía por dar “me gusta” a todo cuanto se les cruza por la pantalla, haciendo alarde de su destreza con el mouse: ¡el clic más rápido del oeste! Comentan en los perfiles de sus cientos y hasta miles de amigos en línea (que de amigos no tienen nada, sólo la chapa), a muchos de los cuales no han visto en años, o incluso nunca. Cambian de estado varias veces en el mismo día, y quieren que todos sus contactos se enteren de ello, que se hagan partícipes de sus dichas y sus desencantos. Hoy se sienten felices; mañana, tristes; más tarde, confundidas; en la noche, decepcionadas. Cuelgan fotos de forma sistemática y abusiva, contando en imágenes las vivencias del día a día, hasta una excursión al baño con sus “amiguis”. En este sentido, una de las prácticas más insoportables, a mi humilde parecer, son las populares selfies, un monumento a la megalomanía. Sin el menor pudor, y armadas de pomposos celulares con cámaras de 10 o más megapíxeles, bombardean Internet con sus poses fingidas de tigresa en celo, con sus gestos impostados, con sus sonrisas estériles, para lo cual se valen de las maravillas del Photoshop. Pero por más atractivas que sean nuestras sexys veteranas, porque las hay realmente, esos primeros planos me resultan de un pésimo gusto. Claro que si hacemos una mirada mucho más crítica, desde la psique, podremos hallar en esta peculiar moda, que raya en el esnobismo barato y no es ajena a generaciones más tiernas, una serie de carencias afectivas y un acentuado complejo de inseguridad. Otro lugar común para encontrarse con estas Evas marchitas es la plataforma social hi5, en donde lucen sus miradas sugestivas en pos de su media naranja. Con un “¿Quieres jugar conmigo?” te tientan a caer en sus dominios. Quizás Twitter es la red social en la que menos se sienten a gusto, pues allí el glamour y las lentejuelas abren paso al mundo de las ideas, en un marco donde el poder de la palabra adquiere peso específico. Aunque debo destacar que en este último tiempo se ha desnaturalizado su razón de ser, convirtiéndose en patria fértil de una horda de delincuentes de poca monta y descerebrados sin escrúpulos, que se ocultan cobardemente detrás de un ordenador, para poder, así, vomitar su estiércol y atropellar la libertad de expresión, el tesoro más valioso que un pueblo ha de tener, atacando con la ferocidad de una bestia herida a todo aquel que ose, siquiera, pensar de manera diferente a ellos.

La tradición popular ha elevado a las mujeres mayores, tipo cuchibarbie y similares, a la categoría de amantes insaciables, dignas de una saga erótica de Las mil y una noches, y aunque algunas de ellas conservan una visión muy optimista de sus quehaceres en la cama, son conscientes de las múltiples limitaciones propias de su edad, razón por la cual han sabido cómo potenciar sus fortalezas en la materia, brindándose con fogosidad entre las sábanas. De ahí su talento extraordinario para hacer de una simple noche de copas una maratón de placer exacerbado. Así pues, no es un secreto para nadie que las mujeres maduras, a lo largo de la historia, han despertado las fantasías sexuales más encendidas y los más bajos instintos en hombres de menor edad, principalmente en mancebos inexpertos de cara brillante y acné en su etapa más temprana y en jóvenes ejecutivos ávidos de vértigo, que ven en ellas a la máxima representación del fruto prohibido. Es por eso que este tipo de vínculos tienden a ser muy intensos y de corta duración, dadas las condiciones disímiles entre ambas partes. Son amores express, si es que hay lugar para el amor, que se consumen hasta las últimas consecuencias, hasta la última gota, sin remordimientos ni golpes de pecho tardíos. Son pasiones otoñales que se viven con frenesí desbocado y no dan espacio para el sentido común. Y así como empiezan, terminan; sin saber cómo sucedieron las cosas, así de rápido, así de inexplicable, así de mágico. Y para estar a la altura del exigente reto que se plantea, algunas féminas entradas en años han optado por refinar el arte de la seducción, como su carta salvadora a la hora de entablar una relación de este tenor, valiéndose de su amplio bagaje y dominio en los menesteres amatorios. Aunque hay quienes, acorraladas por sus urgencias básicas de mujer, se pasan de revoluciones y pierden toda perspectiva de la realidad. Caso concreto de nuestras invitadas de honor.

El cine y la televisión han sabido explotar de manera calculada y conveniente las peripecias de inquietas doñas que transitan el ecuador de sus vidas y no se resignan a perder su lozanía. Allí se les otorga licencia para hacer de las suyas a viudas negras, muñecas de la mafia, femme fatales, cougars de pieles tostadas por el sol, come hombres cincuentonas, abuelas desdentadas con delirio de juventud eterna, meretrices distinguidas que regentan cabarets, matronas de expresión severa y cigarrillo en mano, cortesanas venidas de tierras lejanas, tías solteronas y aguardienteras, excéntricas divas relegadas al cuarto del olvido, gallinas desplumadas con ínfulas de pollas, y una que otra momia azteca perfumada de alcanfor y mata polillas. La historia también nos ha regalado un selecto ramillete de damas empeñadas en vencer el paso del tiempo, muchas de ellas siniestras, y por ese mismo hecho, recordadas: Elizabeth Báthory, sádica condesa húngara del siglo XVI, que se bañaba en la sangre de sus esclavas para permanecer eternamente joven; Cleopatra, última reina de Egipto de la dinastía ptolemaica, que, gracias a su tórrido y estratégico romance con Marco Antonio, estuvo ad portas de consumar una poderosa alianza con el imperio romano; Josefina de Beauharnais, primera esposa de Napoleón Bonaparte (seis años menor que ella) y una de las amantes más candentes en plena época de Revolución Francesa; Agripina la menor, hermosa y vil señora de la aristocracia romana, quien no tuvo ningún reparo en irse al lecho con su hermano el emperador Calígula, con su tío el emperador Claudio y con su hijo el emperador Nerón, con tal de anclarse en la cúspide del poder.

Ya para terminar, sólo espero en cualquier caso, que no se entienda este texto como una crítica ácida hacia nuestras amigas las cuchibarbies, sino más bien como una desenfadada radiografía de la compleja naturaleza humana, y más aún, como una sátira benigna acerca de ese delicioso personaje que encarnan, el cual se ha convertido en un cliché convencional de la cultura pop contemporánea. Bueno, y ahora sí me despido, no sin antes aclarar, anticipando una eventual embestida de tan ilustres doncellas, que ninguna de mis amigas, primas, tías, cuñadas, vecinas, conocidas, ex compañeras de trabajo, novias de antaño, y por supuesto ustedes, mis queridas y bellas lectoras, clasifican en este sentido homenaje. No vaya a ser que se hayan dado por aludidas. ¡Ni más faltaba! Y si por alguna extraña razón se ha sentido plenamente identificada, téngase fino, tómese un tinto bien cargado y guarde la compostura que de eso nadie se ha muerto todavía. Más bien, corra a ponerse ese enterizo color pastel que le está haciendo ojitos en el armario, el abrigo de piel de armiño (con el perdón de la sociedad protectora de animales) que siempre quiso restregarle en la cara a sus vecinas envidiosas, y la peluca de fibra sintética que está en promoción en mercado libre, y ¡manos a la obra!, que todavía hay muchos galanes sueltos esperando por sus encantos. Yo veré mis reinas .