Crónica del primer fusilado

Por: @elmagopoeta

Juan Fernando Pachón Botero

Corría el año 1902. Cuba se emancipaba del yugo norteamericano. Se fundaban los clubes de fútbol Real Madrid de España, Olimpia de Paraguay y Fluminense de Brasil. Fallecía el gran novelista francés Émile Zola, padre fundador del naturalismo literario. Paul Gauguin pintaba Montañas en Tahití, una de sus obras capitales. Nacía en Detroit, Michigan, Charles Lindbergh, el primer hombre en cruzar el océano Atlántico en un vuelo sin escalas y en solitario. Eduardo VII era coronado monarca absoluto del Reino Unido y los dominios británicos de ultramar y, como si fuera poco, emperador de la India. Cesaba en Colombia la Guerra de los Mil días – que en realidad duró 1130 días -, dejando a su paso devastador más de cien mil muertos y la pérdida de Panamá. Y en el puente de Guayaquil moría abatido a tiros Jesús María Tamayo, el primer fusilado del siglo XX en Medellín, acusado de haber envenenado a su esposa con un matarratas. He aquí la infausta historia.


José María Tamayo

El más cobarde de los crímenes

Un 1 de diciembre de 1894 unían sus lazos en sagrado vínculo matrimonial Jesús María Tamayo, vecino de Medellín y hombre de pocas luces, y María Josefa Echavarría, humilde mujer de bajo estrato social y muy bien comportada. De principio a fin fue un matrimonio desgraciado, sumido en la pobreza y el desamor. Lejos quedaron los encendidos besos de loca pasión y las almibaradas frases de amor con que Jesús María supo conquistar a María Josefa en su etapa de novios. Él, tosco y ruin como ninguno, se iba tornando cada vez más violento, y pronto cambió los insultos por golpes. Ella, sumisa y resignada a su suerte, soportaba con estoicismo espartano los vejámenes de su marido. Era el amargo pan de cada día: el ultraje hecho rutina. Pero cierta mañana Jesús María decidió abandonar el hogar, si es que a aquello se le podía llamar hogar, rumbo a Remedios (Antioquia), dejando a María Josefa y a su pequeña hijita en la más infame de las miserias. La infeliz madre y malhadada esposa si apenas lograba subsistir gracias a sus servicios como empleada doméstica de familias prestantes de la región. Así transcurrieron sus lóbregos días, hasta que un 4 de agosto de 1898, ad portas de bajarse el telón de la guerra entre EEUU y España, reapareció en escena el esposo ausente y padre infamante, el alfa y el omega de sus desventuras.

Para aquel entonces, los sentimientos que profesaba María Josefa hacia la persona de Jesús María no pasaban del rencor y la desconfianza, por lo cual el marido pródigo hubo de emplearse a fondo en sus menesteres de reconquista. Pero de nada le sirvieron los estériles halagos y las falsas promesas de amor eterno, pues la cortejada intuía las oscuras intenciones y se negaba a caer nuevamente en sus redes, situación que hizo necesaria la intervención de la autoridad civil. A regañadientes, María Josefa regresó con José María a su triste remedo de vida conyugal, y tomaron camino por la carretera del Norte, en cuya travesía pararon en una tienda a comprar una botella de vino barato para celebrar la ocasión. El primero en tomar un sorbo – directamente de la botella – fue José María, para conjurar cualquier rastro de sospecha. Luego le siguió María Josefa, sin ningún tipo de prevención, y al ver éste que había recuperado momentáneamente su confianza, aprovechó un leve descuido de ella para verter al interior de la botella una dosis letal de estricnina, un eficaz pesticida empleado para matar pequeños vertebrados, en especial molestos roedores. El siguiente sorbo, cortesía del asesino en ciernes, fue a parar al tracto digestivo de la desdichada mujer, la cual, casi al instante, empezó a sufrir los rigores del mortífero veneno. María Josefa se retorcía de un lado a otro cual animal herido, víctima de un dolor indecible, y convulsionaba como si estuviera poseída por un demonio del inframundo. La rigidez de su rostro amoratado y las serias dificultades para respirar presagiaban el desenlace fatal. Varios testigos afirmaron, incluso, que el grado de crueldad y bellaquería de Jesús María fue tal, que al ver a su esposa en los estertores de su horrible agonía sólo atinó abofetearla en señal de júbilo malévolo. Con todo, la pobre logró llegar arrastrándose a la casa de un tal Antonio Mesa, donde poco antes de morir exclamo en tono lastimero: “Me mató Jesús con ese trago que me dio”.

El lobo feroz se viste de manso cordero

Jesús María Tamayo, oriundo de Bello, cuya robusta contextura, rasgos bruscos, temperamento colérico y elevada estatura contrastaban con su escaso poder de discernimiento, pequeñez de espíritu y nebulosa moral. Prueba de ello: su muy mal elaborado plan de asesinato, con el único fin de consumar nuevas nupcias con una mujer que había conocido recientemente en sus correrías por Remedios. Todo en su conjunto fue una puesta en escena de actos descuidados, una vulgar colcha de retazos de malas decisiones: un crimen a sangre fría a plena luz del día, con muchos testigos de por medio, dejando cabos sueltos por doquier. Luego se comprobó que había dejado un cuchillo en un rastrojo, en caso de que fallara el plan inicial. En fin, una burda y macabra opereta. Así las cosas, todos los caminos apuntaban a Jesús María, a quien no le valió siquiera el indigno cinismo de mostrarse compungido ante la muerte de María Josefa. No tardaron mucho las autoridades en apresar al matricida, previa denuncia pública de varios declarantes. Días después, un juez de nombre Julio Ferrer le dictó la sentencia de muerte. El condenado, impasible y frío, escuchó con gran entereza el severo dictamen, aceptando los terribles cargos de los que era señalado.

Ya un tiempo después, cuando fue puesto en capilla y le retiraron las cadenas, se abalanzó cual bestia rabiosa sobre los gendarmes de la guarnición, hiriendo a dentelladas a tres de ellos, por lo que tuvo que ser aprehendido otra vez, para luego ser llevado al cuarto donde habría de permanecer sus últimas jornadas. Conforme transcurrían las horas su carácter volcánico se fue aplacando y cambió las injurias por las oraciones. Al segundo día su trato fue mucho más cordial y su ánimo más conciliador. Incluso entonó himnos de alabanza y se confesó con el capellán del recinto, quizás con la remota esperanza de ganar los favores de la gendarmería. Tres sacerdotes se encargaron de preparar al reo para su cita con el Altísimo, según lo dispone el derecho canónico. Manjares, finos licores y todo tipo de exquisitas viandas le fueron obsequiados a aquel diablo convertido en ángel, fruto de los buenos oficios de virtuosas y generosas damas de la alta sociedad, que veían en Jesús María un instrumento de la redención de los pecados de los hombres. Sin un notario de oficio que mediara, el acusado elaboró una suerte de testamento en papel común, en el cual les dejaba sus muy pocas pertenencias: una pobreza franciscana representada en moneda corriente, a su madre y a su pequeña hija de seis años, no sin antes depositar noventa pesos a la orden de San Francisco para que le oficiaran treinta misas por el descanso eterno de su alma. Dos respetables señoras que lo estaban visitando fungieron de testigos. La última noche, antes de acudir al cadalso, Jesús María no lograba conciliar el sueño, atormentado por la proximidad de su muerte. Caminaba de un costado al otro, recorriendo su diminuta celda saturada de santos, cristos e imágenes religiosas. Llevaba consigo un rosario que sujetaba con sus bastas manos, inflamado de una súbita fe, mientras rezaba profusamente, acaso esperando el perdón divino. A las cuatro de la madrugada un guardia le indicaba que debía alistarse para la misa en la cual había de recibir la comunión postrera. La ejecución era inminente.

Muerte en el puente de Guayaquil

Una fría mañana del 13 de septiembre de 1902, unos cuantos vagos despistados, algunas mujerzuelas trasnochadas y uno que otro borrachín de cantina se congregaron en el puente de Guayaquil, una joya arquitectónica decimonónica soportada sobre cuatro arcos románicos, hechos con ladrillos de tierra cocidos, cal, argamasa y sangre de vaca, el cual se erigía, imponente, sobre el otrora saludable y limpio río Medellín, cuando todavía no había sido devorado por la modernidad, en cuyo proceso se fue contaminando su cauce de manera progresiva, hasta convertirlo en un inmenso depósito de basura industrial, en una cloaca de 60 Km de malos olores y aguas turbias e insanas. Así pues, el motivo no era otro que atestiguar el primer fusilamiento del naciente siglo en la ciudad: un espectáculo morboso con cierto tufillo a circo romano. Entonces, culminado el acto litúrgico, se prestaba la oficialidad en pleno para ultimar los detalles del ajusticiamiento sumario. Debía tener un temple de acero Jesús María, o acaso un corazón de piedra, pues se le vio tomando el desayuno con desbordado apetito y gran desparpajo. Luego, al redoble de los tambores, el condenado era conducido hacia el patíbulo. Le acompañaban en su viacrucis los tres sacerdotes que siempre estuvieron a su lado de manera desinteresada e incondicional. Hicieron más llevadero el tortuoso trayecto dos aguardientes bien cargados que le fueron servidos en un vaso, gracias a un indulgente comandante de policía. Sorprendía la firmeza de su pulso y la templanza de aquel rostro de duras facciones en tales momentos

Al fin Jesús María fue sentado en un viejo taburete de madera pintado de negro. Allí, postrado ante unas pocas personas, se tomó el tercer y último trago de aguardiente y acto seguido, portando un crucifijo entre sus manos, hizo un ademan para que le prestaran atención. Las voces se acallaron. Luego, el largo silencio se hizo verbo, a la vez que un manto de suspenso enrarecido cubría todo el lugar. Y con voz enérgica pero también serena y sin perder nunca la compostura dio un sentido discurso acerca de su auténtico y real arrepentimiento, así como de su legítima esperanza en ser acogido en el seno del Señor, pese a su oprobioso delito, lo cual hizo llorar a los tres sacerdotes. Una vez terminado su espontáneo acto de contrición se sentó. Pasados unos minutos se arrodilló y rezó con sumo fervor junto a los tres sacerdotes. Se paró entonces, le dio la mano a cada uno de los clérigos, entregó el crucifijo que abrazaba cual si fuera su más grande tesoro y se sentó nuevamente. Escuchó el pregón del oficial encargado. Se dejó amarrar mansamente y luego esperó, imperturbable, a que le vendaran los ojos. Atrás había quedado el vil homicida para dar paso al piadoso cristiano. O al menos eso parecía a la distancia, dadas las circunstancias tan apremiantes. Dieciséis verdugos levantaban sus armas imbuidos de un afán patriótico. Los ocho soldados de la primera fila descargaron la pólvora de sus fusiles en la humanidad del reo. Tamayo apenas alcanzó a dar un salto a manera de reflejo y quedó estampillado como un mísero insecto sobre el taburete que daba contra la pared, pero aún con signos vitales. Dos de los sacerdotes corrieron a enderezarlo y los seis soldados de la segunda fila repitieron el aciago procedimiento, rematando al moribundo. La chaquetilla que le cubría su torso estaba completamente destrozada, el cuello yacía partido en dos y el brazo derecho estaba hecho pedazos. De un boquete grande cerca al pecho manaba sangre a borbotones. El doctor se acercó, tomó su pulso y declaró oficialmente la muerte del condenado. Llegaron a observarle de cerca los fotógrafos, los reporteros, los curiosos, los oficiales y los tres sacerdotes. Unos se alegraron tímidamente, otros se conmovieron al reparar sus restos mortales. Dispararon sus flashes los fotógrafos, elevaron plegarias al cielo los sacerdotes, sacaron apuntes para los semanarios sensacionalistas los reporteros de crónica roja, murmuraron entre sí los curiosos, mientras los despojos inertes y ensangrentados de Jesús María Tamayo dejaban ver los estragos ocasionados por las balas.

Acaecidos los fatídicos hechos de aquella mañana septembrina, fueron varios los malhechores y bandidos de la más baja calaña que pasaron sus últimas penas en el puente de Guayaquil, aguardando el tiro de gracia, la metralla asesina, invadidos por el miedo y la desolación absoluta, inermes ante la furia del fuego. Según los historiadores locales, el último fusilado fue José Leoncio Agudelo, en 1906, acusado de acceso carnal violento y subversión. Los amigos del delincuente le rendían tributo brindando con tapetusa. Cuatro años después, a la luz del Acto Legislativo No 3 en el marco de la Asamblea Constituyente de 1910, se abolió la pena de muerte en Colombia. Hoy en día, en épocas decembrinas, los alumbrados navideños se alzan sobre aquel bello puente de corte colonial, que antaño fue testigo mudo de la justicia aplicada por los hombres en virtud de su naturaleza imperfecta y veleidosa.