El absurdo mundo que nunca vemos: de cuántica, relatividad y novios enamorados
Por: @elmagopoeta
Cuántas parejas de amantes urgidos no se habrán rendido a las delicias del sexo furtivo, cobijadas, como diría el poeta, por un manto infinito de estrellas. La vieja historia del amantísimo novio, que, absorto ante el resplandor de la mirada vidriosa de su musa de turno, en un rapto de amor veraniego, osa regalarle la Luna y todo cuanto abarque el firmamento en su inconmensurable vastedad, como un símbolo sacro del pacto amatorio.
. Y luego habrán de venir los besos y el frenesí de la carne… Sí. ¡Qué viva el romanticismo, en su expresión más adolescente y dulcificada! No obstante, más allá de los asuntos de Cupido y de Eros, pongamos bajo la lupa lo que en realidad ocurre allí, en la quietud de la noche. Demos, pues, un excitante paseo por el universo cuántico (y en menor medida por la física relativista), colmado de misterios y muchas cuestiones aún por resolver, un universo subrepticio, velado, con el cual ni siquiera el mismísimo Einstein pudo lidiar, dada su concepción determinista de las leyes naturales, acaso un guiño a ese Dios – no teológico – metódico y ordenado de Spinoza, con el que conectaba profundamente.
Nunca tocamos nada: nuestro cerebro nos engaña vilmente
En primera medida, si un beso se constituye per se como un encendido contacto de labios, y la sexualidad se resume en una enloquecida fusión entre cuerpos, entonces, según las enrevesadas leyes que rigen a la física cuántica, nunca hubo tal beso ni tal vínculo carnal, en el estricto sentido de sus respectivas definiciones. A todas luces, dado nuestro poco entrenado cerebro en términos de conceptos cuánticos, aquella sentencia se antoja contraintuitiva e irracional; pero, en aras de despejar cualquier duda, al reino subatómico me remito.
Así el estado de cosas, cuando la mano inquieta del novio, por ejemplo, se aproxima al torso trémulo de la novia, sendas nubes de electrones – con cargas negativas – de la última capa orbital de los átomos de una parte y de otra, se repelen de manera incesante, formando una especie de escudo electromagnético infinitesimal, líneas de fuerza prácticamente invisibles a escala humana. Sin embargo, a escala microscópica el fenómeno se hace mucho más que evidente: los átomos más externos de la epidermis, por decir algo, tanto del novio como de la novia, empujan a los átomos de las capas inferiores, propiciando una reacción en cadena, la cual es captada por el sistema nervioso central, que a su vez transmite al cerebro una falsa sensación de contacto: un “sorprendente truco cuántico”.
Pero no todo es tan simple, pues también hay que considerar el principio de exclusión de Pauli, no menos importante, que establece que dos fermiones no pueden ocupar el mismo estado cuántico dentro del mismo sistema; es decir, dos electrones no pueden llenar el mismo espacio, lo que restringe cualquier tipo de interacción. Esto explica lo que ocurre cuando vamos caminando por ahí y nos chocamos contra una pared: los electrones de la pared rechazan a los electrones de nuestro cuerpo, y es por eso que rebotamos contra un campo imperceptible a nuestros ojos. ¿Y qué pasa cuándo nos cortamos con un cuchillo, por ejemplo?, se estará preguntando usted, estimado lector, con el ánimo de darle sosiego a su sentido común. Pasa que los átomos concentrados en el filo del cuchillo separan los átomos de nuestra piel, abriéndose paso a través de una sopa de partículas (igual que un niño cuando nada en una piscina de pelotas), hasta que entran en juego las fuerzas de fricción, ocasionando la herida. Pero bajo ninguna circunstancia el núcleo atómico jamás será tocado. Entonces surge la encrucijada existencial: ¿Realmente nunca tocamos nada? Desde una mirada filosófico-pragmática de lo cotidiano quizás la respuesta se revista de ciertos matices, según la capacidad de abstracción de cada quien, pero desde el rigor del caótico y recóndito mundo cuántico, que es el que nos gobierna desde las fronteras de la nada, la respuesta es un tajante NO, muy a pesar de los novios ardiendo en deseos bajo el manto infinito de estrellas.
El presente no existe… a menos que seas un fotón
Y continuemos con los novios en el fragor sexual, pero detengámonos ahora en aquello de “te regalo la Luna y las estrellas, cuya luz ilumina nuestro amor, honrando tu belleza embriagadora, lo cual certifico en este instante, que te contemplo en tu exquisita desnudez” (supongamos que ésta fue la dedicatoria almibarada del donjuán de medianoche). Entonces, apelando a los preceptos dictatoriales que manan de la física cuántica, es preciso puntualizar que el tiempo verbal correspondiente a dicha interacción hombre-mujer en plena efervescencia hormonal es el pretérito, y no el presente, tal como lo sugiere el hemisferio izquierdo de nuestro cerebro. En otras palabras: “la Luna y las estrellas no están iluminando su amor”, “lo estaban iluminando”, y “el novio no está contemplando a la novia en su exquisita desnudez”, “la estaba contemplando”, pues nosotros nunca vemos las cosas tal como son, sino como eran.
Así pues, cuando vemos una estrella que se encuentra a n años luz de nosotros, realmente la estamos viendo como era hace n años (no perder de vista que un año luz es una unidad de longitud y no de tiempo, dadas las distancias astronómicas a medir en el espacio; esto es, la distancia que recorre un haz de luz durante un año). Por ejemplo, el sistema binario Alfa Centauri, donde se sospecha que puede haber un planeta habitable, similar a la Tierra, Próxima b, está a 4,3 años luz de nuestro planeta, o sea que un telescopio de largo alcance que lo esté enfocando en este preciso instante, lo estará viendo como era hace casi 4 años. O lo que es lo mismo, sus fotones emprendieron el viaje hacia la Tierra cuando estábamos padeciendo un prolongado encierro a causa de la pandemia. Ahora vamos mucho más lejos, hacia la periferia del vecindario cósmico, a Andrómeda más específicamente, la galaxia más cercana a la Vía Láctea, que está a 2,5 millones de años luz de nosotros, lo cual quiere decir que sus fotones salieron hacia la Tierra cuando el hombre primitivo apenas empezaba a utilizar los primeros objetos de piedra. Asimismo, cuando percibimos la cálida luz del Sol cada mañana, realmente la estamos percibiendo con un retraso de 8 minutos (150 millones de Km=8 minutos luz). En tal sentido, si un evento extraordinario ocurriera en el Sol (como por ejemplo convertirse en una gigante roja, lo cual indefectiblemente ocurrirá dentro de 5 mil millones de años, aproximadamente), en la Tierra advertiríamos los estragos luego de 8 minutos de ocurrido éste, contrario a lo que afirmaba Newton. Ya en un plano no tan macro, la luz que percibe la retina del novio con respecto a la imagen que proyecta su novia, llega con un ligero retraso, de 1 nanosegundo (1 segundo dividido mil millones de veces), aproximadamente, lo cual quiere decir que en toda ocasión vemos a los objetos, no como son, sino como eran. Aunque en términos prácticos, dados los valores casi despreciables, volvemos a la controversia de índole filosófica: ¿Existe la realidad? La física cuántica no admite reparos, así los novios juren que su amor se conjuga en tiempo presente.
La gravedad no es una fuerza, el color rosa es una bella ilusión y el frío no entra por la ventana
… La noche sigue su curso vertiginoso y el clima conspira en favor de los novios. En cuestión de segundos se desatan eventos consuetudinarios – y maravillosos – que, bajo el prisma de la mecánica cuántica, la termodinámica y la relatividad general, escapan a nuestra incipiente comprensión de todo cuanto nos rodea. Ahora rebobinemos el primer acto: los jóvenes enamorados se besan hasta la saciedad, y experimentan cómo una fuerza a distancia los tira hacia abajo, dejándose caer nerviosamente sobre el verde césped, consumando su lascivia juvenil. Una vez se ha apaciguado el fuego de la pasión, ambos se solazan en la mutua contemplación e intuyen el tibio rubor de sus mejillas (fruto de la dilatación de los vasos sanguíneos de la piel). Es entonces cuando se percatan de que el viento helado sopla con furia, y sienten cómo el aire frío se cuela por entre los resquicios de la delgada manta que cubre sus cuerpos. Sin embargo, algunas cosas no son lo que parecen a simple vista. Ninguna fuerza los ha jalado hacia el centro de la Tierra, el rosado de sus rubicundos y satisfechos rostros no existe y el aire frío jamás ha entrado por entre los resquicios de la delgada manta. Ya veremos.
En 1905, el annus mirabilis, Albert Einstein derrumbó (de forma paradójica) los postulados de su fuente de inspiración y faro intelectual, Sir Isaac Newton. ¡Oh sorpresa! La gravedad, lejos de ser una fuerza excepcional que vaga a través de un éter misterioso, se erige como una manifestación geométrica del espacio-tiempo, siendo ésta la interacción más débil del modelo estándar de la física de partículas. El espacio-tiempo le dice a la materia cómo moverse, y la materia le dice al espacio-tiempo cómo curvarse. Para una mayor ilustración, desarrollen el siguiente experimento mental. Imaginen una inmensa tela, perfectamente templada (el sistema solar), sobre la cual se posa en su centro de masa a una esfera maciza, digamos una bola de boliche (el Sol). Ahora imaginen otra esfera, pero mucho más liviana, sobre la misma tela, digamos una canica de cristal (la Tierra), la cual habrá de seguir el trayecto de la curva creada por la gran masa. Así, mientras más cerca esté la canica respecto a la bola de boliche, menor será el área efectiva de curvatura entre ambas esferas, y por ende, mayor será la interacción de la una con relación a la otra (eso que llamamos fuerza de gravedad). Pues bien, en esencia eso es lo que ocurre con cualquier cuerpo, llámese lápiz, manzana, avión, planeta, estrella, galaxia, o jovencita en éxtasis de amor. Nótese que a una mayor cantidad de materia/energía, mayor será la curvatura del espacio-tiempo, razón por la cual un agujero negro, dada su descomunal masa y densidad, deformará de tal manera el espacio-tiempo, que nada podrá escapar a su poderoso influjo, ¡ni siquiera la luz! El asesino más voraz y peligroso del universo.
En cuanto a los rostros sonrosados de los novios, es preciso señalar que en el espectro electromagnético de luz no hay una longitud de onda que corresponda al color rosa, así protesten los flamencos y la barbie con su vestido. ¿Y entonces? La membrana interior del ojo, la retina, capta las longitudes de onda del rojo (700 nanómetros) y el violeta (400 nanómetros), cuyos rangos de frecuencia están ubicados justo en los extremos opuestos del espectro de la luz visible que nos llega desde el Sol. Luego nuestro cerebro, previa señal recibida a través del nervio óptico, se encarga de interpretar la conjunción de ambas longitudes de onda, creando un nuevo color, el popular rosado, cuya tonalidad depende de la proporción entre una longitud de onda y otra, así como del medio en que se produce dicho fenómeno. Cabe recordar, asimismo, que el Sol emite luz blanca, que, al pasar por un prisma (por ejemplo las gotas de lluvia), se descompone en los colores del arco iris, según lo descubrió Newton en 1665. En cualquier caso, volvemos nuevamente a las disertaciones filosófica y metafísica en cuanto a la existencia o no del rosado, pues a fin de cuentas la realidad se cimienta a partir de aquello que nuestro cerebro percibe como cierto. Pero como no puede ser de otra manera, en los turbios dominios del átomo la realidad se torna mucho más compleja y abigarrada: un asunto probabilístico de muy difícil comprensión.
Ahora corresponde el turno a la Ley Cero y a la Primera Ley de la Termodinámica, en lo que refiere a la transferencia de calor, puesto que acá se pone en entredicho la existencia del frío, ese mismo que juramos entra por la ventana de la habitación o por los resquicios de una tela bañada de hormonas en ebullición. Según la ciencia, el frío se define como la ausencia de calor y como tal no es una entidad física medible, y por lo tanto no existe. De otro lado, el calor se manifiesta a partir de la vibración – energía cinética – de los átomos, y a mayor vibración, mayor será la energía, y por ende la temperatura (cuando la vibración es muy baja decimos que hay frío, y el cero absoluto – −273,15 °C – es la ausencia total de vibración; es decir, el nivel más bajo de energía cinética). ¿Entonces cuando nos cubrimos con una chaqueta para protegernos del frío, qué ocurre realmente? Ocurre que aislamos nuestra temperatura corporal interna (37 °C) de la temperatura exterior, evitando transferir energía al medio, y conservando, así, nuestro propio calor. Pero de ninguna manera es válido suponer que se está creando una barrera, limitando la entrada del frío a nuestro cuerpo, pues la transferencia siempre fluye en un mismo sentido: del medio de mayor temperatura al medio de menor temperatura. Por esa misma razón, técnicamente el frío no entra por la ventana de una habitación, sino que el calor escapa a través de ésta hacia el exterior. De igual forma ocurre con un trozo de hielo entre nuestras manos: la energía interna corporal se transfiere al hielo, hasta que la temperatura va hallando su punto de equilibrio a medida que el hielo se derrite. Y otra vez surge el debate filosófico, pues los receptores de nuestro cerebro detectan la pérdida térmica y nos transmiten la sensación de frío en nuestras manos. Pero ya sabemos cómo termina la historia en los confines de la materia.
¿Entonces qué ocurrió en realidad aquella noche de verano entre los dos enamorados?
A pesar de lo que indican los hechos, según la – ya obsoleta y precaria – física clásica (increíblemente, todavía anclada como la física de cabecera en los colegios y en las universidades, al menos por estos lares) y nuestra manía ancestral de dejarnos engañar fácilmente por el cerebro, los novios nunca se tocaron ni se besaron, nunca expresaron su amor en tiempo presente, nunca fuerza gravitacional alguna ejerció dominio sobre sus cuerpos, nunca el rosado se dibujó sobre sus mejillas, y el frío, que ni siquiera existe como entidad térmica, nunca entró por los resquicios de aquella delgada manta que cubría sus vergüenzas. Pero lo que no admite discusión es que fue una noche digna del recuerdo para ambos amantes, memorable, una noche que quedará grabada para la posteridad, no obstante la física cuántica, la relatividad general y la termodinámica. Ah. Se me olvidaba, la oscuridad que recubre a los novios y engalana aquella noche febril tampoco existe en lo absoluto; sólo corresponde a un nivel muy bajo de luz, lo que en ciencia se traduce como la cualidad de un objeto o medio de absorber los fotones visibles, y de ahí su naturaleza opaca. Caso contrario ocurre con los objetos blancos o claros, que poseen una gran capacidad de reflejar los fotones visibles, y de ahí su naturaleza brillante. En fin, cosas que burlan a nuestra exigua capacidad de entender el mundo que nos rodea.