Elogio a las cucarachas: el maravilloso arte de sobrevivir


Por: @elmagopoeta

Toda la vida he tenido la idea de que Gregorio Samsa, el muy sumiso y servil personaje de Kakfa en La metamorfosis, una de sus obras cumbres, se había convertido en una repugnante cucaracha del tamaño de un perro antediluviano, una monstruosa criatura del inframundo mitológico, símbolo inequívoco de la deshumanización del ser. Y aunque el autor nunca cita de manera explícita a qué tipo de insecto se refería en su novela, todo indica que Samsa despertó atrapado en el caparazón de un escarabajo gigante, luego de una agitada noche de tragos y toda suerte de excesos.

Quizá Franz Kafka, a la sazón un joven judío de origen checo y conducta transgresora, a pesar de su carácter agrio y taciturno, albergaba todavía un corazón gentil, pues no puede haber peor castigo para un mortal que verse envuelto en la piel de una cucaracha prehistórica de largos apéndices espinosos y prensiles, un alienígena contrahecho de una desquiciada película de Ed Wood, el peor director de cine de todos los tiempos, valga decirlo. Ahora bien, dejando a un lado las fobias atávicas y los juicios sin fundamento, estos infames insectos merecen toda nuestra admiración.

Hace más de 300 millones de años, en el amanecer del período Carbonífero, las cucarachas ya caminaban entre los helechos gigantes, incluso mucho antes que los dinosaurios, y ni siquiera el gran meteorito asesino que cayó sobre la península de Yucatán bastó para expulsarlas de la Tierra, tal como sí aconteció con los “lagartos terribles”, lo que nos da una idea de su ADN privilegiado y naturaleza indestructible. No obstante, no hay ser vivo más desgraciado sobre el planeta, incluso por encima de las ratas, pues la primera reacción, casi que instintiva, de la mayor parte de mis congéneres al toparse de frente con uno de estos bichos escurridizos de anatomía aerodinámica no es otra que hundir con saña la suela de sus zapatos sobre su lomo bronceado y aceitoso cual si fuera un mandato divino, sin la menor misericordia, y más bien con cierto placer morboso, ése que produce el sordo crujir de su frágil exoesqueleto cuya silueta ovoide desparramada sobre el piso, todavía sacudiendo con ímpetu sus patas hacia arriba (a causa del rigor mortis) en claro signo de zozobra y rebeldía innata, funge como un testimonio elocuente y crudo de su sino trágico.

Visitantes asiduas de las alacenas, roperos y rincones más inhóspitos, nuestra nunca bien ponderada protagonista suele dejar sus diminutos huevecillos de color marrón oscuro en lugares húmedos e inaccesibles, acaso la progenie más indeseable de todas cuantas proliferan en el reino animal, futuras hordas invasoras de los hogares, potenciales vectores de enfermedades, omnívoras consumadas, eximias paridoras, reinas de la promiscuidad y los hábitos antihigiénicos. Pero ante todo, especialistas en el arte de la supervivencia, cualidad preeminente en términos de adaptación biológica y supremacía evolutiva. Aunque en honor a la verdad, cabe señalar que de las cerca de 4500 especies que existen en la naturaleza, sólo 30 están clasificadas como plagas domésticas, y de éstas, las cucarachas americana y alemana representan el mayor porcentaje. Sí. Esas mismas que solemos pillar en furiosa retirada cuando prendemos intempestivamente la luz de la cocina a altas horas de la noche. Y a propósito de su talante altamente invasivo, debo revelar un dato para nada alentador: por cada una que sorprendemos in fraganti, cien en promedio permanecen ocultas tras los resquicios de los azulejos y por dentro de los motores de los viejos electrodomésticos, siempre prestas a continuar la juerga en ausencia del anfitrión de casa.

Con todo, y pese a su mala reputación, no todos pueden ser adjetivos negativos en torno al universo cucarachil, por más que nos cueste aceptar que algo bueno han de tener estos artrópodos innobles. Por ejemplo, y reiterando su asombrosa capacidad de sobreponerse a los entornos más hostiles y adversos, estos insectos del orden de las blattodeas, ungidos con el don de la inmortalidad y parientes de las termitas y las mantis, se revisten de extraordinarios atributos a la hora de salvar su pellejo. Así, gracias a su ultrasensible capa de pelos sensoriales, pueden detectar hasta los cambios más sutiles en la presión del aire, mecanismo sumamente efectivo cuando de esquivar un súbito zapatazo o huir de un depredador se trata. De igual forma, sus finos receptores olfativos y gustativos les permiten identificar y, por ende, evitar los alimentos tóxicos, y si por algún error de cálculo ingieren comida indebida o acaso son víctimas de algún potente insecticida casero, su eficiente sistema inmunitario se encarga de eliminar las toxinas, además de inhibir las bacterias y los gérmenes nocivos, lo que al final les ha de otorgar una ventaja estratégica en aras de conquistar los ambientes más rudos y agrestes, tales como las alcantarillas, cloacas y basureros de las grandes urbes. ¡El darwinismo en su expresión más escatológica!

En el reino animal, a excepción quizá de los tardígrados, campeones milenarios de la supervivencia, las cucarachas ostentan el título de superheroínas impopulares de la resistencia y la tenacidad, nunca bienvenidas, declaradas por unanimidad objetivo militar: las enemigas públicas número uno de las amas de casa, las sospechosas habituales por antonomasia. Así pues, si llegásemos a decapitar a una de estas avezadas excursionistas nocturnas, podrían llegar a sobrevivir varios días en tales condiciones, incluso semanas – hasta morir de sed e inanición -, ya que no dependen de su cerebro en lo absoluto para controlar la respiración, dado su sofisticado sistema de espiráculos que les permite respirar a través de todo el cuerpo. Pero sus superpoderes van más allá de toda lógica humana, pues también están provistas de milagrosas facultades regenerativas. En tal sentido, pueden recuperar sus extremidades perdidas con sorprendente facilidad, tan sólo en cuestión de días, valiéndose de sus ciclos de muda. Y, por si fuera poco, pueden aplanar y contorsionar su cuerpo de forma excepcional, a tal punto de escabullirse ante una amenaza inminente o adversario natural por entre las rendijas y agujeros más pequeños e impenetrables. Asimismo, pueden sobrevivir hasta 30 minutos bajo el agua y hasta una semana sin comida, ¡atrapadas en el freezer de la nevera! Sin embargo, el calor es su criptonita, pues carecen de un eficaz sistema termorregulador, lo que las hace vulnerables a hábitats con temperaturas que superen los 49° C, como por ejemplo el Valle de la Muerte en California o el desierto de Kebili en Túnez.

En fin, y aunque sé que resulta contraintuitivo, pues su fama de insecto insalubre y repulsivo se halla fundida en la conciencia colectiva, casi como un mantra que se repite hasta la saciedad, la cucaracha merece algo más de consideración. ¿Cómo no valorar a un pequeño insecto que es capaz de comer absolutamente de todo, desde desperdicios, jabón, material radioactivo, alimentos descompuestos, tela, pegante, insectos muertos y hasta excrementos propios y extraños, elevando a un nivel superior el significado de voracidad, con tal de paliar el hambre? ¿Cómo no elogiar a un pequeño insecto que es capaz de tolerar hasta en quince veces, como si nada, la cantidad de radiación suficiente para fulminar a un ser humano en el acto? ¿Cómo no maravillarse ante un pequeño insecto que puede soportar el equivalente a diez veces la fuerza de gravedad terrestre, cuya monstruosa intensidad bastaría para pulverizar nuestros huesos como si fueran barquillos? ¿Cómo no fascinarse ante un pequeño insecto tan raudo y veloz, ¡que a escala humana podría alcanzar velocidades de hasta 145 Km/h!, más que un guepardo en el frenesí de una persecución? Pero obvio, es más profunda la aversión que nos produce, la rabia que nos invade cuando observamos nuestra camiseta favorita agujereada por sus poderosas mandíbulas, filosas como cuchillas. Ni que decir del miedo o el odio irracional que se apodera de nosotros cuando vemos a una cucaracha de gran envergadura batiendo sus alas en pleno éxtasis de vuelo.

A propósito, siempre me he preguntado por qué matamos con tanta facilidad – y tal vez algo de gratuidad – a una cucaracha (y demás insectos molestos), y en cambio solemos experimentar algún grado de compasión al ver a una mascota o a un animal cualquiera – provisto de un sistema nervioso central más o menos complejo – en situación de peligro o ya en los estertores de la muerte. Tal vez tenga mucho que ver, además de su condición de huéspedes incómodas y dañinas, el hecho de que la primera no tiene un rostro visible, una expresión facial vívida y franca que invite a la empatía y a la conmiseración. En dicho sentido, no percibimos, pues, el sufrimiento a través de su lenguaje gestual y su mirada: el espejo del alma, reza la sabiduría popular. Es como si aplastáramos una simple hoja, una cosa insignificante con patas y sin ojos, un vulgar pedazo de materia que osa vivir entre los hombres, desdeñable, excremental, que hiere los sentidos. La piedad no tiene cabida en semejantes circunstancias. No hay lugar para los actos de contrición ni el remordimiento. Muy probablemente un jainista (defensor a ultranza de cualquier forma de vida, por más simple que ésta sea), imbuido en esa eterna cruzada mística en pos de la purificación del karma y demás asuntos ontológicos, tenga argumentos más del tipo espiritual para debatir mi idea. Pero en cualquier caso, tal parece que las cucarachas han de cargar sobre su dorso grasoso y pestilente un destino aciago, fatal, una sentencia de muerte sempiterna, no obstante su amplio repertorio de proezas y probados talentos, refinados a lo largo de millones de años, muchísimo antes incluso de que el hombre poblara la Tierra.